[Nota: El siguiente escrito aparece por primera vez completo al español. Un fragmento de este texto se encuentra traducido ya parcialmente en Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos de la Editorial Trotta bajo el nombre De una teoría del delincuente, pero aquí he correjido algunos importantes detalles de esa traducción que agregan coherencia y precisión teórica al conjunto del texto y, además, lo he completado con su parte restante.
El valor de este escrito radica, desde mi perspectiva, en que analiza la relación entre capital, violencia y crimen dando cuenta de las transformaciones objetivas de la civilización capitalista avanzada, en la que el aumento de la composición orgánica del capital va de la mano con la concentración de capitales y poder en un pequeño número de rackets que se diferencian de las mafias más pequeñas solamente en el alcance de su poder. El régimen carcelario de la sociedad burguesa constituiría, por tanto, el reflejo de una civilización fundanda en el sufrimiento del trabajo y su existencia señala la tendencia del capital a convertir el planeta entero en un campo de concentración].
Cuanto más fragmentado se encuentra el poder de disposición, más mediatizada está la dominación. Los poseedores individuales no reprimen a los más pobres, como el señor feudal y el déspota oriental, con sátrapas y guardaespaldas, mera continuación de la violencia física bárbara; su voluntad tiene que objetivarse en la ley y limitar así la totalidad del poder que ésta última representa. La ley como medio de dominación desarrolló una lógica propia, y entonces la oposición a la dominación no puede superarse enviando un hilo de seda. Quien se desvía del camino recto en la sociedad burguesa ya no convertido en tabú como quien atenta contra la solidaridad primitiva; ya no es un esclavo o un siervo en rebeldía. Ya no se le sitúa simplemente fuera de la sociedad, sino que expone un conflicto que es necesariamente inherente a ella. El principio social, del que resulta la ley, se reproduce en el criminal. Incluso a través del himno religioso del protestantismo a la espada intramundana de la justicia, se revela el origen humano y no humano del derecho, la voluntad de la minoría que toma la forma de la mayoría. Los numerosos señores que querían controlar a las autoridades, aunque compitieran entre sí, debían garantizar, junto a su propio poder económico, una especie de autonomía de protección frente a los poderes competidores y ejecutores, frente a los órganos del terror; por eso se preocuparon de desarrollar el derecho. El derecho penal no sólo protege a los ciudadanos del delito, sino también del Estado, que ejecuta la venganza. El malhechor, el marginal, sigue estando incluido como individuo en nuestro pensamiento. El derecho penal burgués deriva más del derecho civil de los primitivos que de las medidas adoptadas por la sociedad arcaica contra quien cometiera un ultraje, en la medida en que podemos hablar de tal derecho. El derecho positivo, “que rige todas las fases de la vida de la tribu”, dice Malinowski[1] ,
“consiste […] en un corpus de obligaciones vinculantes, que son consideradas como derechos por una de las partes, mientras que por la otra son reconocidas como deberes; se mantienen en vigor por un mecanismo específico de reciprocidad y publicidad, que es inherente a la estructura de su sociedad […]. Su inteligibilidad inmediata está garantizada por la evaluación racional de causas y efectos por parte de los nativos, así como por numerosos sentimientos sociales y personales”
La formulación de principios y leyes forma parte del intercambio. Está vinculada a la consolidación de la propiedad privada[2], que en última instancia transforma a las personas en sujetos. Con la honestidad, el mercado produce su contrario: exige tanto leyes como dinero. Entre estos dos medios de la economía hay un vínculo de parentesco. Son universales en su forma: no se puede saber a quién va a golpear la ley, ni de dónde va a venir el dinero, aunque en realidad sean los pobres los que atraigan la primera y sean los ricos los que atraigan el segundo. Es precisamente la neutralidad de los medios, su universalidad formal, lo que determina al miembro del mundo burgués como sujeto que, dentro de estos medios, sigue siendo el mismo. Sólo ella crea el concepto de hombre. La personalidad presupone al menos relaciones jurídicas rudimentarias, un universal. El criminal se apoya en tal universalidad. En la medida en que su racionalidad le basta, se aferra a las oportunidades que resultan del carácter anónimo del medio que se ha vuelto autónomo y que le convierte en un igual. El maldito -el homo sacer [Heilig-Verworfener]-, el pobre pecador que atenta contra dioses y hombres, se ha transformado en alguien que infringe la ley, el criminal: un producto de la humanidad.
La ilusión de que entre la burguesía hay más criminales que los que se oponen a la propiedad es ideología en el sentido más estricto de la palabra: una apariencia a la que sucumben los individuos necesariamente en razón de su función en el proceso social. Es cierto que el asesinato ya no se castiga con menos severidad que el robo, como ocurría en tiempos de escasez de bienes y falta de trabajadores. Desde que el Señor declaró que la venganza era suya, el Estado ha monopolizado toda la institución de la venganza, y el individuo responde ante él tanto si comete sacrilegio como si comete delito sexual, malversación o robo. El funcionamiento del Estado exige directrices uniformes. Incluso los conceptos jurídicos se nivelan. Su oposición entre sí queda borrada por el hecho de que cada delito se mide con el mismo rasero y se le asigna un denominador común, a saber, la pena. El esquema según el cual se produce tal reducción es la propiedad. El hecho de que la categoría de mercancía se haya apoderado de todas las ramas del comercio humano se refleja en que incluso el cuerpo y la vida son entendidos, atacados y protegidos según el modelo de la propiedad. Todo lo que está al alcance del ser humano se transforma en algo a disposición de alguien, objeto del sujeto de derecho. El derecho ha participado incluso en la constitución del cuerpo [Körper]. Del mismo modo que toda distinción lógica conduce a dolorosas separaciones en la realidad efectiva, la distinción entre partes del cuerpo conduce probablemente a la más arcaica protección jurídica. Los daños causados al señor y a su familia se tasaban en función del perjuicio resultante de la pérdida. La mano era más cara que la oreja. Las partes del cuerpo pertenecen al cuerpo, y el cuerpo pertenece a la persona. El Estado protegía a su miembro como propietario de su propio cuerpo, y bajo tal protección el individuo se constituía como la encarnación de lo psicológico. La protección jurídica del cuerpo es un caso particular de la protección de la propiedad privada. El apogeo del derecho penal coincidió con los tiempos en que el Estado central identificaba su paz interior con la seguridad de la propiedad.
En el concepto de criminal, la sociedad burguesa se confirma a sí misma que sabe unir el interés general y el interés particular, pues sólo en la medida en que garantiza la autoconservación de todos puede al mismo tiempo condenar en nombre de la razón lo que persigue en nombre del particularismo. El concepto teórico del criminal no puede desligarse de la conclusión del pacto soberano [Staatsvertrag], que obliga a los humanos a obedecer al Estado por la razón de que le han transferido el poder supremo para su propio bien. “Por el bien”, escribe Hobbes[3], “no sólo debemos entender la conservación provisional de la vida por cualquier medio, sino una vida lo más feliz posible, pues los hombres sólo se han reunido por su propia voluntad y se han vinculado a un Estado de acuerdo con un contrato para vivir tan agradablemente como lo permite la naturaleza humana”. Si el contrato con el Estado está en vigor, el criminal contraviene su propia razón pragmática, que se le presenta en su forma objetiva en el Estado. Esto es lo que define al criminal y lo distingue del delincuente. Frente al pensamiento burgués, no hay más pecado que el cometido contra el principio de autoconservación. La autoconservación coherente y organizada es dañada por el criminal en favor de la autoconservación limitada y anárquica. Su inteligencia es demasiado corta. No puede esperar. Lo calcula todo, pero carece de inteligencia calculadora. Se le castiga por su locura. Cualquier otra teoría del castigo traiciona las dudas de la sociedad sobre su propia racionalidad. Los conceptos de pacto soberano y razón son equivalentes para la burguesía. La sociedad es a sus ojos una razón concreta, la reunión de quienes quieren protegerse juntos de la naturaleza. Sobre los que no prestan obediencia rigurosa a su incorporación, ella misma ejecuta el impulso destructor de la naturaleza, del que habían escapado gracias a ella hasta entonces: la sociedad se convierte en la violencia deliberada y sistemática de la naturaleza, frente a la cual incluso la violencia inmediata en su crueldad aparece como un estado de verdadera inocencia.
La marca del criminal es la inutilidad. Se salta la fase de producción y busca apropiarse de la mayor parte posible del plusvalor que circula. El industrial, el comerciante, el agente publicitario, el profesor universitario, también se preocupan por la circulación, pero invierten compromiso para hacerlo. El criminal, en cambio, representa en su interior lo que la guerra en el exterior: el acto de robar plusvalor poniendo el intercambio fuera de circuito. El jefe de los bandoleros, el condottiero, el inconformista, el mafioso [racketteur] oscilan entre el guerrero y el criminal. En qué polo caerán no depende de ellos, sino del estado de la política interior y exterior. El crimen es el acto por excelencia, la apropiación sin intercambio. Es la contrapartida ingenua de la propiedad, que como ella misma no crea bienes, ni como trabajo manual ni como trabajo intelectual, y sin embargo obtiene su tributo por la fuerza, ya sea extorsionando inmediatamente en la fábrica, ya sea mediante los desvíos de intereses y dividendos. El parentesco secreto con el crimen, la afinidad social de los polos, es decir, la de los privilegiados y los condenados, impulsa a los primeros a la venganza contra los últimos. Tienen todo el poder armado de su lado, el criminal tiene en el mejor de los casos una ametralladora. Pero la propiedad, sin la cual ciertamente no habría yo ni conciencia, no hace un caso de conciencia cuando impone que no haya otro chantajista que ella misma. Una vida vivida sin contribuir al sistema y junto a la propia vida es contraria al orden divino. Los criminales y los capitalistas sólo buscan el beneficio, no les interesa ningún trabajo. La alegría del trabajo es una ideología de la gran industria en el período en que ya está liquidando a los banqueros y toda la esfera de la circulación: un esquema conceptual para la administración monopolística de la humanidad. El criminal capitalista no era violento desde el principio. En tanto que burgués, prefería el beneficio incruento a la acción militar. Se servía de la guerra y el estado de sitio cuando la existencia de su clase estaba en entredicho o cuando se podían obtener beneficios adicionales. El criminal profesional siente las cosas de una manera similar.
“En la ejecución del crimen, un “buen” criminal evita la crueldad innecesaria y el asesinato. Lo que cuenta es que haya “mucho dinero”. El riesgo es el mismo si robas siete o setenta mil dólares. No estoy dispuesto a matar a nadie. Cuando puedo evitarlo, lo hago. Pero si tengo que hacerlo, si hay mucho dinero en juego, digamos 100.000 dólares, le doy un tiro a cualquiera”[4]
El criminal representa un racket menos racional y más primitivo que el monopolio de clase protegido por el Estado. Su profesión remite a formas de dominación que existían al principio de la era burguesa, así como a formas de dominación preburguesas; aunque despreciadas, estas formas proliferan bajo el disfraz de la mafia o la camorra en la era actual, como divinidades caídas que se han convertido, a los ojos de las nuevas religiones, en poderes demoníacos. La dominación actual, destructiva como es para los seres humanos, se perpetúa en formas en las que al mismo tiempo se reproduce la vida social. El criminal, en cambio, es demasiado débil para elevarse a una forma de dominación acorde con los tiempos, y viene a imitar una dominación que ya ha quedado obsoleta. No participa en la reproducción social de la vida, cuya finalidad es controlarla. En este sentido, es destructiva.
Allí donde la sociedad burguesa se enfrenta inmediatamente a la naturaleza, producción y destrucción coinciden. En el matadero, la matanza y la producción de alimentos son una misma cosa. Pero en la relación entre las clases, las funciones están diferenciadas; el empresario dispone de la producción, el policía persigue al criminal. La violencia no es menos esencial para la burguesía que para aquellas formas de sociedad en las que la espada y el látigo aún estaban en manos de los señores o de su entorno inmediato. Allí donde una tribu o clase tiene la posibilidad de una vida relativamente protegida, mientras que a las demás sólo les queda el hambre, la inseguridad y el trabajo, se necesita una fuerza de choque, ya sea el garrote que niega a los extraños la entrada a la cueva o el garrote que mata a los presos en los sótanos de las comisarías. La división del trabajo cristaliza, más allá de la cultura, en los aparatos de represión. En su policía y en su régimen penitenciario, todos los instintos de destrucción encuentran asilo.
La destrucción que ejerce el crimen, por otra parte, no recae en él debido a la división del trabajo. A pesar de la esclarecedora indicación de Mandeville sobre la producción de destrucción en general, y sobre la dependencia de la artesanía del crimen en particular[5], que Marx complementó con su apología satírica del crimen y su significado para la técnica, la economía y la cultura[6], el crimen sigue siendo un fermento de simple regresión y disolución. El criminal resultó ser un bandido honrado que se encargó del asesinato por una suma fija. Se ha quedado en este nivel, igual que el charlatán y el curandero permanecen hoy en el nivel del alquimista, de la transición a las ciencias naturales. El criminal no quiere renunciar a su libertad, quiere embolsarse el beneficio sin formar parte del aparato —que tendrá su pellejo—. No puede convertirse en “sujeto”, por mucho que lo intente. Black Will, el rapaz en Arden of Feversham[7], mucho antes de la Ópera del Mendigo[8], reivindica el ethos del mercader que se aferra al contrato incluso cuando le resulta desfavorable. “Por robar un perro me dieron diez libras, y aquí no te dan más por matar a un hombre; pero un trato es un trato”[9]. Su ideal es la seguridad para el sector comercial en el que opera. “Ah, si pudiera tener tanto que hacer durante un año, y el asesinato se convirtiera en una profesión que un hombre pudiera ejercer sin peligro de la ley: por Júpiter, seguramente sería el primero de la compañía”[10]. Will es un empresario impedido. Pero el asesinato privado era un mal negocio; sólo se comerciaba legalmente mientras él mismo siguiera siendo medio tabú. Con la policía es otra historia. Secuaces y verdugos comparten la deshonestidad y brutalidad de la profesión criminal, pero carecen de su autonomía. Incluso la violencia autorizada trabaja por dinero, pero este dinero no se recibe en el mercado por un servicio, no es una ganancia como en el caso de Black Will, sino un salario. El policía, el fiscal y el juez no son responsables de la existencia y el contenido de su profesión, son esencialmente instrumentos. Solamente actuando como tales, tienen poder. Se cuentan secretamente en el tercer grado [masónico], porque se les paga públicamente por pertenecer al primero. Si el criminal es el gemelo deforme y retrasado del burgués, el policía es entonces su fuente de poder. El principio es el mismo en ambos casos: la violencia, sin la cual la propiedad burguesa no puede existir.
Pero en el acto del criminal, la regresión a etapas anteriores de la evolución se concilia con las consecuencias más extremas del progreso. Su acto niega los tabúes. En la planificación y ejecución, el criminal sólo tiene en cuenta el poder, la ley y sus servidores, y no la cosa en sí. Desde el principio, el planteamiento de la mentalidad burguesa consistió en superar la timidez del pensamiento ante la cosa. Sin embargo, tras la disolución de la naturaleza en las cosas, que ha fijado el punto que no debe sobrepasarse y ha definido así el ultraje, ya no queda ninguna reserva para la naturaleza en el hombre mismo. Ahora construye su dominio de forma ilimitada. Este radicalismo deviene manifiesto en el criminal. Mientras que el pensamiento burgués se volvió hacia el mundo para liberarse del terror, el criminal no se arredra ni retrocede ante ningún crimen. Parece que pensar y hacer, llevados a sus límites, coinciden: el acto sólo descubre la impotencia de las cosas [Dinge], que ya ha sido realizada por el pensar. El contenido, el espíritu de la cosa [Sache], que el crimen ignora, es el secreto que ya no existe tras la Aufklärung [Ilustración]. Por eso la idolatría de la violencia indiscriminada, como desesperación de salvarse del ciclo del acto y la venganza por el que el crimen se mitifica, es una con el progreso. El yo abstracto de la Aufklärung, que puede utilizar la naturaleza con fines propagandísticos porque ya no está apegado a ningún contenido en ella y sólo conoce siempre sus propios objetivos, cristaliza en el crimen para hacerse uno con el sinsentido de la naturaleza totalmente objetivada. El crimen es el acto que no respeta nada y, sin embargo, sigue siendo el acto respetuoso del primitivo en cuya alma no penetra la idea de un posible rescate del ciclo oscuro: tal acto ilumina a la burguesía en su marcha hacia una sociedad dinámica.
Tal como el criminal, la privación de libertad es burguesa. En la Edad Media, los hijos de los príncipes eran encarcelados si simbolizaban una pretensión vergonzosa a la herencia. Por el contrario, el criminal era torturado hasta la muerte, para inculcar en la masa de la población el respeto al orden y a la ley, porque el ejemplo de dureza y crueldad educa en el amor a los que son duros y crueles. La pena de prisión regular presupone una necesidad regular de fuerza de trabajo. Refleja el modo de existencia burgués como sufrimiento. Las hileras de celdas de las instituciones penales modernas representan mónadas en el sentido auténtico de Leibniz:
“Las mónadas no tienen ventanas por las que pueda entrar o salir nada. Los accidentes no pueden desprenderse de las sustancias ni caminar fuera de ellas, como antaño hacían las formas sensibles de los escolásticos. Ni la sustancia ni el accidente entran en una mónada desde el exterior”[11].
No hay influencia directa de una mónada sobre la otra, la regulación y coordinación de sus vidas está asegurada por Dios, o más exactamente por la dirección [Direktion] de la prisión. La soledad absoluta, el retorno violento y forzado al propio yo, cuyo ser entero consiste en el dominio de los materiales, en el ritmo monótono del trabajo, esbozan la existencia del hombre en el mundo moderno en forma de espectro aterrador. El aislamiento radical y la reducción radical a la nada sin esperanza que es siempre la misma son idénticos. El hombre en la cárcel es la imagen virtual del tipo burgués, en el que sólo debe convertirse en la realidad efectiva. Los que no pueden conseguirlo en el mundo exterior se ven obligados a realizar esta imagen, con una pureza aterradora, dentro de los muros. La racionalización de la existencia por las prisiones debido a la necesidad de aislar al criminal de la sociedad, o incluso de mejorarla, no llega a tocar el corazón del problema. Estos establecimientos son la imagen del mundo del trabajo burgués visto hasta el final, una imagen que inscribe en el mundo el estigma del odio de los seres humanos a lo que deben llegar a ser. Los débiles, los retrasados, los mudos deben, por derecho propio, soportar el orden de la vida, que se acomoda sin amor alguno; la violencia introvertida se repite de manera implacable sobre ellos. El delincuente, para quien la autoconservación primaba sobre todo lo demás en sus actos, tiene en realidad un yo más débil e inestable; el criminal que reincide es un ser debilitado.
Los presos son individuos enfermos. Su debilidad los ha conducido a una situación que ha deteriorado ya su cuerpo y su espíritu, y los deteriora cada vez más. La mayoría eran ya enfermos cuando cometieron la acción que los condujo a la cárcel: por su constitución o por culpa de las circunstancias. Otros actuaron como lo habría hecho cualquier hombre cuerdo en la misma constelación de incentivos y motivos, simplemente tuvieron mala suerte. El resto eran más mezquinos y crueles que la mayoría de los individuos libres, tan mezquinos y crueles en persona como lo son los amos fascistas del mundo por su posición. El acto de los criminales comunes es el de un espíritu estrecho de miras, personal, inmediato y destructivo. Es probable que la sustancia viva, que es la misma en todos, incluso en los actos extremos, no haya podido escapar en ningún individuo a la presión de la constitución corporal y del destino individual, que actúan con igual fuerza desde el nacimiento y que llevaron al criminal a serlo; ni tú ni yo habríamos actuado, sin la gracia de la inteligencia que nos concede la cadena de circunstancias, de modo distinto a éste cuando cometió el asesinato. Y a partir de ahí, como presos, son simplemente personas que sufren y el castigo que se les inflige es indiscriminado, un acontecimiento que les es ajeno, una desgracia como el cáncer o el derrumbe de una casa. El encarcelamiento es un mal que todo lo consume, incurable. Sus rostros también lo delatan, su forma de caminar prudente, la manera complicada de pensar. Al igual que los enfermos, sólo pueden hablar de su enfermedad.
Allí donde, como en el presente, los límites entre los rackets respetables y los ilegales son objetivamente difusos, también los tipos se entrecruzan psicológicamente. Pero mientras los delincuentes siguieron siendo enfermos, como en el siglo XIX, el encarcelamiento representó la otra cara de su debilidad: la fuerza para desvincularse del entorno como individuos y, al mismo tiempo, entrar en contacto con él a través de las formas aceptadas del comercio humano, con el fin de afirmarse en él, estaba mermada en el delincuente. Representaba una tendencia profundamente arraigada en los seres vivos, cuya superación es el signo de toda evolución: perderse en el mundo circundante, en lugar de afirmarse activamente en él, la inclinación a dejarse llevar, a recaer en la naturaleza. Freud lo llamó pulsión de muerte, Caillois mimetismo[12]. Ese deseo insatisfecho atraviesa todo lo que se opone al progreso inconmovible, desde el crimen, que no puede desviarse por las formas de trabajo corrientes, hasta la obra de arte más sublime. La ternura hacia las cosas, sin la cual el arte no existe, no está tan alejada de la violencia forzada del criminal. La incapacidad de decir no, por la que la menor de edad se hunde en la prostitución, suele ser también la condición de su carrera. En el criminal, la negación no contiene resistencia. Contra semejante dilución de los puntos de referencia, que, sin una conciencia decidida, tímida e impotente, imita incluso la forma más brutal de la civilización despiadada y la destruye al mismo tiempo, la civilización erige los sólidos muros de la prisión y del campo de trabajo: su propio ideal tallado en piedra. Así como, según Tocqueville, las repúblicas burguesas, a diferencia de las monarquías, no violentan el cuerpo sino que atacan directamente el alma, también los castigos de este orden social atacan las almas. Los que sufren el martirio ya no agonizan en la rueda durante largos días y noches sin fin, sino que perecen espiritualmente, como ejemplos invisibles en el silencio de los grandes edificios carcelarios, que no se distinguen del manicomio más que por el nombre.
El fascismo lo tiene todo. La concentración del mando sobre el conjunto de la producción en manos de los amos últimos del monopolio devuelve a la sociedad al estadio de la dominación inmediata. Con las desviaciones a través del mercado dentro de las naciones, desaparece también la mediación espiritual, incluida la ley. El pensamiento, que se había desarrollado en el intercambio entendido como resultado del egoísmo que tenía que negociar, se convierte por completo en la planificación de la apropiación violenta. El asesino de masas fascista se aparece como la esencia pura del fabricante alemán, que sólo se diferencia del criminal en el poder que dispone. Las mediaciones se han vuelto inútiles. El derecho civil, que seguía funcionando como medio para dirimir las disputas entre los empresarios que sobrevivían a la sombra del monopolio, se ha convertido en una especie de tribunal de arbitraje; la justicia ejercida sobre los de abajo, que ya no percibe los intereses de los afectados, se ha convertido en mero terror. La propiedad se definía por la protección jurídica, que ahora desaparece. El monopolio, como realización de la propiedad privada, aniquila su concepto. Lo que el fascismo mantiene en términos de pacto soberano y de pacto social, que sustituye por acuerdos secretos de comercio entre potencias, es, internamente, la coacción de lo universal que sus servidores ejercen por cuenta propia sobre el resto de la humanidad. En el Estado Total, las penas y los crímenes se liquidan como residuos supersticiosos, y el exterminio desnudo de lo que resiste, seguro de su objetivo político, se extiende bajo el régimen de los criminales por toda Europa.
La cárcel tiene el extraño efecto de ser, junto al campo de concentración, como un recuerdo de los buenos tiempos, del mismo modo que la gaceta de antaño, que también ha traicionado ya la verdad, parece anodina al lado de la revista de papel satinado cuyo contenido literario —aunque trate de Miguel Ángel— cumple aún más que los viejos «anuncios», la función de un informe de actividades, de marca de dominación y de reclamo. El aislamiento, que antes se imponía a los presos desde el exterior, se ha convertido entretanto en una imposición universal sobre la carne y la sangre de los individuos. Sus almas bien domesticadas y su felicidad están tan desoladas como la celda de la prisión, de la que los que dominan pueden ya pueden prescindir, porque toda la fuerza de trabajo de las naciones les cae como botín. Las penas de prisión palidecen en comparación con la realidad social.
Traducción: Pablo Ignacio Jiménez Cea
Notas
[1] Crimen y castigo en la sociedad salvaje. London, K.Paul, Trench, Trubner & Co. 1926, p. 58.
[2] Robert Briffault, Las madres. Un estudio de los orígenes de los sentimientos e instituciones, New York, George Allen & Unwin 1927, t. II, p. 357.
[3] Hobbes, De Cive (Leipzig 1918, vol. 2, III, p. 213 sq.).
[4] Frank Tannenbaum, Crime and the Community, Boston, Ginn 1938, p. 190
[5] Cf. Mandeville, La fable des abeilles
[6] Theorien uber der Mehwert. Stuttgart 1921, t. I, pp. 385-387.]
[7] Drama de autor desconocido, ocasionalmente atribuido a Shakespeare, publicado en 1592.
[8] De J. Gay, se estrenó en Londres en 1728..
[9] Arden of Feversham, reimpresión de la edición de 1592, Londres 1887, p. 36.
[10] Ibid, p. 32.
[11] Leibniz, La Monadología (Erdmann, Berlin 1840, § 7, p. 705).
[12] Cf. Roger Caillois, Le Mythe et l’homme, Paris 1938, p. 125 sq.]