[Nota: El presente texto constituye la editorial de la Revue Jaggernaut n°4, editada por Crise & Critique y publicada en febrero de 2022]
«La teoría no conoce otra «fuerza constructiva» que la que consiste en iluminar, mediante el reflejo de la catástrofe más reciente, los contornos de la prehistoria asolada por el fuego, para vislumbrar lo que, en ella, corresponde a esta catástrofe».
Theodor W. Adorno, Sociedad: Integración, Desintegración, p. 60.
El espectro que se cierne sobre el mundo moderno es cada vez menos el de la posibilidad de un futuro radicalmente distinto, sino el de una devastación irreversible. El verano de 2021, al igual que los anteriores, es una prueba de ello: inundaciones devastadoras en Alemania, Bélgica, Londres y Japón; temperaturas que alcanzan los 49,6°C en Canadá (en un lugar que normalmente se asemejaría a Bretaña), 48°C en Siberia, 50°C en Irak; Nueva Delhi ha atravesado su peor ola de calor en una década; Madagascar sufre una grave escasez de alimentos debido a la sequía; California, Siberia, Turquía y Chipre están en llamas; el Golfo de México está cubierto por una fuga masiva de gas; la ciudad de Jacobabad, en Pakistán, y la ciudad de Ras Al Khaimah, en el Golfo Pérsico, han sido consideradas inhabitables debido al calentamiento global; más cerca de casa, los incendios han convertido la región de Var, en el sur de Francia, en cenizas. El calentamiento del clima está empezando a reforzarse por el aumento de la liberación de gases de efecto invernadero a medida que se derrite el permafrost. De las fuentes de riqueza social abstracta abiertas por el capital, no sólo fluye una enorme cantidad de mercancías, sino también su contrapartida: una cantidad ilimitada de polución y otros males. El reino del valor, que no es otra cosa que la destrucción de la sociabilidad, amenaza los fundamentos de la existencia terrestre en general y de la humanidad en particular, enfrentada esta última a la necesidad absoluta de abolir la forma social capitalista a riesgo de desaparecer. La contradicción es demasiado evidente entre, por un lado, los imperativos cada vez más agresivos del crecimiento económico y, por otro, la finitud de los recursos materiales y la incapacidad del entorno natural para absorber los residuos y la contaminación producidos por la civilización impulsada por el movimiento del capital.
Es cierto que la negación de la crisis ecológica, afortunadamente, casi ha desaparecido del mundo y las alarmas suenan ininterrumpidamente desde hace tiempo. Nadie con un mínimo de credibilidad científica o intelectual cuestiona el hecho de que el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y el agotamiento de los recursos naturales nos están llevando a una situación catastrófica. Tampoco nadie cuestiona que el margen de cambio estructural para mitigar el curso de la catástrofe es extremadamente pequeño. Pero mientras fracasa una conferencia sobre el clima tras otra, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero siguen aumentando alegremente con el telón de fondo de un imperativo de crecimiento que no cambia.
Se sabe, por ejemplo, que a excepción del descenso durante el año de recesión 2009, o más recientemente durante los meses de confinamiento, las emisiones mundiales de CO2 siguen aumentando inexorablemente y se prevé que se alcance un nuevo récord mundial ya en 2023. Los resultados alcanzados por los mercados de carbono en la lucha contra el cambio climático no podrían ser peores. Entre 1995 y 2020, desde la COP3 hasta la COP24 (Conferencias de las Partes de la ONU), las emisiones de CO2 aumentaron más del 60%. La aporía sistémica de una protección del clima que no ponga en cuestión el capitalismo fue anunciada involuntariamente por el ministro-presidente del estado alemán de Baden-Württemberg, Winfried Kretschmann, en marzo de 2021, cuando confesó impotente a la prensa que «la crítica de que somos demasiado lentos es cierta». Y que también «deberíamos cambiar eso, sólo me gustaría saber cómo hacerlo».
Así, aunque cada vez hay más acuerdo sobre el diagnóstico científico, y cada vez más conciencia de la gravedad de la amenaza, hay un desorden y un desacuerdo generalizado sobre el significado histórico de la crisis socioecológica. Las feroces batallas políticas sobre cómo responder a ella reflejan en realidad una falsa unanimidad y una persistente incapacidad para identificar el principio operativo que subyace a esta trayectoria.
En los últimos años, el término «Antropoceno» se ha convertido en el principal concepto medioambiental para explicar dicha situación, y es especialmente popular en las ciencias naturales y sociales. Propuesta en 2002 por el premio Nobel de Química Paul Crutzen, pretende captar la alteración globalizada de los ciclos naturales del planeta que se produjo con la invención de la máquina de vapor en la primera revolución industrial, y designa una nueva «era geológica dominada por el ser humano» que sucede al Holoceno, que, a su vez, sucedió a la última era glacial (el Pleistoceno) hace 11.500 años. En este Antropoceno, es el «ser humano» –anthropos– quien ha tomado el control de los ciclos biogeoquímicos del planeta y se habría convertido en una fuerza geofísica. Habría empezado a transformar la biosfera de tal manera que ahora amenaza la capacidad del planeta para continuar la historia de la vida. La alteración de los ciclos del carbono y del nitrógeno, o incluso la destrucción masiva de la biodiversidad, conducen a puntos de inflexión planetarios irreversibles, cuantificados por ejércitos de científicos y anunciados regularmente con gran pompa en todos los grandes medios de comunicación, hipnotizando a unos y catastrofizando a otros, mientras seguimos en el mismo camino. Alimentados por la colapsología, ciertos estratos urbanos y privilegiados de la población padecen ahora una «eco-ansiedad» o «solastalgia» que se confunde indecentemente con la angustia de las poblaciones indígenas cuyos espacios nativos son devastados. La difusión de estas nociones completa este cuadro de impotencia y despolitización, en el que las nuevas ansiedades deben ser tratadas de la misma manera que los trastornos del comportamiento. En definitiva, se trataría de «aprender a vivir con» la catástrofe y practicar la «resiliencia».
Pero si «la era geológica dominada por el ser humano» conduce a una situación en la que la existencia de los seres humanos podría verse comprometida, hay algo muy problemático en la visión sobre esta dominación de la naturaleza reducida a un «sustrato dominado». Después de todo, debe haber algo no humano, algo «cosificador», en este tipo de dominación del «ser humano» cuyo resultado podría ser, precisamente, la extinción de la humanidad. El Antropoceno se revela, en última instancia, como una ruptura no planificada, involuntaria e incontrolada, como el efecto secundario de un «metabolismo social con la naturaleza» (Marx) desencadenado por el capitalismo industrial y que se ha vuelto incontrolable. Esto se puede ilustrar fácilmente con algunos ejemplos. La quema de combustibles fósiles, utilizados como carburante por los sistemas industriales y de transporte, provocaría inevitablemente una alteración del ciclo del carbono. La extracción masiva de carbón comenzó en Inglaterra durante la revolución industrial para que, con esta nueva fuente de energía móvil, las industrias pudieran trasladarse de las presas a las ciudades, donde había mano de obra barata.
No hubo intención de manipular el ciclo del carbono ni de provocar conscientemente el calentamiento global. Sin embargo, el resultado es que en el siglo XXI la concentración de dióxido de carbono atmosférico ya ha superado el límite seguro de 350 ppm que es esencial para la sostenibilidad de la vida humana a largo plazo. El propio ciclo del nitrógeno se ha visto alterado por la industrialización de la agricultura y la producción de fertilizantes, que incluye la fijación del nitrógeno atmosférico mediante el proceso Haber-Bosch. El límite anual de 62 millones de toneladas de nitrógeno eliminado de la atmósfera ya se ha superado ampliamente, con 150 millones de toneladas extraídas en 2014. Nadie planeó conscientemente esto, ni la eutrofización de los lagos ni el colapso de los ecosistemas. Es la misma historia la que se desarrolla con la pérdida de biodiversidad, la alteración del ciclo del fósforo o la acidificación de los océanos. En relación con esto, «la era geológica dominada por el ser humano» se parece más a un producto inconsciente del azar que al desarrollo de una capacidad de control consciente de los ciclos biogeofísicos planetarios, a pesar de la referencia de Crtuzen a Vernadsky y Tailhard de Chardin, que pretendían «ampliar la conciencia y el pensamiento» y «el mundo de inteligencia» (la noosfera). «No lo saben, pero lo hacen» – esto es lo que dice Marx sobre la actividad social fetichizada mediada por las mercancías, actividad que debe ser vista como la clave para una comprensión crítica del Antropoceno.
Sin embargo, hablar de azar e inconsciencia no significa eximir de responsabilidad. ¿Quién es este anthropos, este ser humano de los discursos sobre el Antropoceno? ¿Es la especie humana en general, de forma indiferenciada, la humanidad tomada no sólo como un todo (que no existe), sino también abstraída de todas las determinaciones históricas concretas? Esta inmensa imprecisión conceptual permite, sobre todo, justificar la geoingeniería climática -propuesta por Paul Crutzen- o, todavía peor, las ideologías del desarrollo duradero, de la economía circular que practica la caza de los residuos particulares, o el neomaltusianismo, que considera la demografía de los países periféricos como la causa del problema. De este modo, el anthropos sigue siendo el que destruye, pero también el que repara, y conservamos la doble figura del progreso, a la vez prometeica y demoníaca, heredada de la primera era industrial y de la Ilustración.
Ahogando la responsabilidad en una humanidad de hecho desigualmente responsable y desigualmente impactada, la noción de Antropoceno es claramente incómoda y da lugar a numerosos debates sobre «umbrales» históricos y negociaciones terminológicas, cada uno con su propio intento de nombrar al agente y al paciente del desastre. Donna Haraway, por ejemplo, sustituye el término plantacionoceno por el de colonización de las Américas como marcador de esta nueva época y, más recientemente, chtuluceno para invitarnos a «habitar el desorden», es decir, a investir las ruinas: «todos somos compost», dice Haraway. No hay mejor manera de estetizar la catástrofe y diluir la responsabilidad de esta situación reciente en la gran historia bacteriana del planeta Tierra.
Todas esas tentativas conceptuales pierden la oportunidad de problematizar el origen lógico de esta transformación, así como el sujeto que la porta. ¿Es diferente el término «capitaloceno» propuesto por Andréas Malm o Jason Moore para intentar dar cuenta de los límites de la noción de antropoceno? La noción de «capital fósil» desarrollada por Malm a partir del material histórico que muestra la coincidencia histórica del auge del capitalismo industrial con el de los combustibles fósiles conduce a la curiosa figura de un Antropoceno cuyo agente serían los combustibles fósiles y cuyos responsables serían quienes, aún hoy, siguen defendiendo e implementando estos combustibles. La solución obvia sería dejar de usarlos. De manera general, una parte del marxismo agotado se ha reciclado en los últimos veinte años en un ecosocialismo que no ha abandonado el dogma del «desarrollo de las fuerzas productivas»: pero ahora, en cambio, debemos entregarnos en cuerpo y alma a la producción de paneles solares y turbinas eólicas y arrancar su propiedad de las garras de los capitalistas que se aferran a sus chimeneas llenas de carbón y a sus pozos y tuberías de petróleo. Esto lleva a una concepción no sólo «leninista», sino también tranquilizadora respecto de las «energías renovables»[1]. De hecho, es de ellos de quienes Malm y los ecosocialistas esperan la salvación ecológica, en perfecta congruencia con la retórica oficial que promete un futuro verde y sostenible sin decir nada sobre la intensificación extractivista y el aumento de la devastación causada por la minería que ello supone. Mientras tanto, Total Energies juega en los dos campos, el verde y el fósil, mientras que Joe Biden, con sus famosas afirmaciones de que restablecería los Acuerdos de París, firma más permisos de perforación petrolífera en un año que Donald Trump en cuatro. Por lo tanto, está cada vez más documentado hasta qué punto las energías renovables no sólo son fuente de verdaderos estragos, sino también hasta qué punto simplemente se suman a la trayectoria global sin alterarla en lo más mínimo. Sin negar que las «élites» están implicadas en esta doble moral, sólo cabe preguntarse por la naturaleza de esta compulsión ciega, que no conoce interrupción y parece destinada inexorablemente a arrojarnos a todos al infierno, mientras los jóvenes, revueltos por la inercia del sistema, tratan de presionar en el debate parlamentario, a riesgo de reforzar la gestión técnica y la adaptación al desastre. Así, son muchos -y no sólo los expertos- quienes están convencidos de que una feliz mezcla de tecnocracia, descarbonización de la economía, geoingeniería, transición energética, pequeños gestos ecológicos, buena voluntad e innovación comercial bastará para lograr la «transición» hacia un nuevo capitalismo verde.
En realidad, el capitalismo se encamina hacia un estado de excepción permanente en el que todos estarán dispuestos a competir para prolongar la agonía. Y las aflicción y compromisos del sujeto ordinario no son menos determinantes que los de los responsables políticos, encargados por la forma política moderna de representar su mandato fundamental: el crecimiento. Todos los portadores de funciones están envueltos en una misma relación social de la que se empeñan en no saber nada y de la que se culpan unos a otros.
De esta manera, con el avance de la crisis ecológica la angustia se apodera también de quienes, hasta hace poco, negaban la realidad del cambio climático: todo el espectro político está ahora hechizado por la «urgencia climática» ante un electorado desesperado. Incluso la extrema derecha ha empezado a dar cabida a la ecología en sus temas favoritos. Neomaltusianismo, darwinismo social, defensa armada de los territorios y de la identidad nacional, survivalismo, actos de terrorismo de orientación ecológica: estas tendencias que se acumulan y crecen apuntan a la neofascistización de una capa de la sociedad que es la punta de lanza de las tendencias políticas transversales. El levantamiento de muros y el abandono a su suerte de poblaciones superfluas ya no merecen ninguna justificación a nivel mundial y se están convirtiendo en algo habitual que se banaliza en indiferencia.
Mientras tanto, algunos pierden la voz gritando, predicando valores humanos y militando por el reconocimiento del crimen del ecocidio o de los «derechos» atribuidos a las entidades naturales en el marco de la forma política burguesa. El biocentrismo que caracterizaba a la ecología profunda hasta hace poco se ha convertido, en el transcurso de unos años, en el capital comercial de una ecología antiespecista, a veces asociada al veganismo, apasionada por la conservación y la restauración de la naturaleza. Una naturaleza transformada en espectáculo en la que los ocupantes autóctonos son evacuados o perseguidos; una naturaleza a menudo muy mal comprendida por sus promotores, como muestran, entre otros, Charles Stepanoff y Guillaume Blanc en sus recientes trabajos.
Porque la ontología naturalista moderna es inseparable del capitalismo y, por tanto, se encuentra también en las ideologías afirmativas de la crisis. El concepto moderno de «naturaleza» está totalmente configurado por la forma-mercancía y la forma-sujeto burguesa. Las ciencias naturales modernas, siguiendo a Immanuel Kant, presuponían un sujeto puramente formal, idéntico a sí mismo, susceptible de sintetizar la multiplicidad de la intuición sensible. Este sujeto abstracto se mantuvo independiente de la empiria y asumió la naturaleza como una exterioridad radical que debía ser sometida a cuestionamiento. Esta subjetivación moderna instituye una dualidad sujeto-objeto y una naturaleza puramente separada que no son independientes del proceso de valorización del valor. También instituye un tiempo abstracto y un espacio homogéneo que debe ser cuantificado en vista de su dominio. La «naturaleza» moderna ha sido sometida a una lógica de matematización que permitió, entre otras cosas, la reducción de lo no humano al estado de recurso explotable, componente del capital constante. Del mismo modo, el tiempo de trabajo debe ser medido, su cualidad concreta es negada a efectos de su gestión racional y de la extracción de la plusvalía relativa. El punto común entre las ciencias naturales y las ciencias económicas es su tendencia a cuantificar sistemáticamente lo que, sin embargo, es heterogéneo al orden de lo cuantitativo: son incapaces de captar lo que sigue siendo no idéntico a las formas homogéneas de la racionalidad y la producción modernas, a saber, el sufrimiento de lo vivo sensible y consciente, el contenido cualitativo de la forma abstracta.
El capital variable y el capital constante, constituidos también por individuos vivos y sufrientes, son reducidos a la condición de recursos valorizables y cuantificables en un proceso de producción que los naturaliza y reifica. Son estas mismas tecnologías ecológicamente destructivas las que hacen que el trabajo vivo sea cada vez más superfluo. Al mismo tiempo que el capital hace del tiempo de trabajo la fuente y la medida de toda la riqueza, tiende a reducir este tiempo de trabajo productivo a un mínimo cada vez más precario. Esta contradicción se encuentra en el corazón de todo sujeto del capital. Todo el horror del capitalismo radica, al final, en que nadie está detrás de las cortinas moviendo los hilos. Nadie controla el movimiento de valorización del capital a escala mundial: tiene lugar a través del mercado, como un proceso por el cual el dinero debe convertirse en más dinero a través de la producción de mercancías y su consumo. Incluso los capitalistas más poderosos están sujetos a esta limitación, que Karl Marx resumió con el término fetichismo social. Por lo tanto, la responsabilidad del daño no puede entenderse únicamente en términos de la identidad de clase de los individuos, sino más bien en términos de la identificación más o menos consensuada de cada individuo con la forma de vida capitalista.
El capitalismo moviliza las ciencias naturales para instaurar un sujeto solipsista y narcisista que debe hacerse «dueño y señor de la naturaleza» (Descartes). Las ciencias naturales modernas fabrican técnicamente sus experimentos constituyendo una naturaleza homogénea al cálculo matemático. No es la «naturaleza» desordenada y cualitativa la que tematizan, sino una naturaleza técnicamente elaborada y purificada, determinada por un sujeto abstracto idéntico a sí mismo. Al igual que las técnicas implican en la producción una subsunción real del trabajo concreto bajo el trabajo abstracto, existe una subsunción cada vez más real de la naturaleza bajo el valor. Así es como la lógica de la competencia y la lógica de la extracción de la plusvalía relativa impulsan la automatización de la producción cada vez más, hasta la reciente revolución microelectrónica (1970-80), hasta el punto de destruir cada vez más el planeta, pero también hasta el punto de comprometer al capitalismo en un proceso irreversible de desustancialización del valor. El límite externo (crisis ecológica) y el límite interno (crisis económica) del capitalismo están sutilmente entrelazados, como muestra el «fragmento sobre las máquinas» de los Grundrisse. Así, la superación del capitalismo no se logrará mediante la ciencia o la economía «positivas». Un pensamiento crítico que vuelva a poner en cuestión la hegemonía del cálculo y la cantidad, y que tematice los sufrimientos y los deseos de los sujetos en su dimensión irreductible, podrá también criticar la inversión fetichista-mercantil entre lo abstracto y lo concreto, entre los medios y los fines.
El sujeto solipsista portador del proyecto naturalista-capitalista es estructuralmente el sujeto masculino, occidental y blanco. La ciencia natural, que construye técnicamente una naturaleza cuantificable modelada por la forma-mercancía, consolida primero la disociación sexual. La naturaleza «informe» y «caótica» que hay que enmarcar y disciplinar se ha asociado (desde Bacon) con lo femenino. Como explica Roswita Scholz (1992), la disociación de forma y contenido es una disociación específica del sexo. Dentro de la disociación sexual moderna, la forma-valor se refiere al sujeto competitivo, racional e ilustrado de la competencia, que es típicamente un sujeto masculino, mientras que el contenido irracional, que puede referirse a la sensibilidad, el cuidado, la esfera reproductiva y el erotismo, se asigna al (no) sujeto femenino.
Esta estructura de disociación es inseparable de una economía moderna desacoplada, que separa funcionalmente las esferas de producción de valor (masculina) y de reproducción privada (femenina). La dominación de la naturaleza externa es inseparable de la dominación de una naturaleza inferior, feminizada, declarada como sensible, informe e irracional. Asimismo, no se considera que los indígenas tengan la racionalidad crítica que triunfa con Kant y la Ilustración. El naturalismo se impone entonces como una verdadera unidad excluyente y como una totalidad quebrada. Por lo tanto, no podríamos distinguir rígidamente entre la historia de la sobreexplotación colonial y los problemas asociados a la dominación de la naturaleza «externa», ya que es el mismo sujeto abstracto el que desarrolla, en la modernidad, este naturalismo capitalista multidimensional.
La crítica de la destrucción de la vida en la actualidad presupone, por tanto, la crítica radical de las ciencias positivas y las técnicas modernas, pero también la comprensión de una íntima conexión entre las crisis ecológica, social y económica. También presupone una crítica al patriarcado productor de mercancías y a un racismo estructural, naturalizante. Hoy, las especializaciones y compartimentaciones nos impiden ver estos fenómenos multidimensionales. Estas especializaciones teóricas reflejan la división del trabajo capitalista, y son en sí mismas alienadas. Como anuncia Kurz en el primer capítulo del libro La sustancia del capital, no es el hecho de criticar la totalidad lo que es totalitario. Esto se debe a que el valor destructivo es precisamente esta totalidad (escindida), y es esta totalidad la que debe ser absolutamente criticada. La crítica de la totalidad capitalista no pretende plantear esta totalidad en detrimento de lo no idéntico -como le reprocha el pensamiento posmoderno- sino que pretende elevar la crítica al nivel del totalitarismo de la forma. Una «crítica» dispersa o fragmentaria reproduce las separaciones y aislamientos de las ciencias positivas, que a su vez permanecen dentro de los límites impuestos por la división moderna del trabajo.
La crítica del capitalismo no puede adoptar la perspectiva naturalista y vitalista que es el fundamento de la modernidad. No pretende salvar una «naturaleza» idealizada, ni una «humanidad» idealizada como especie, y menos aún un capitalismo que se concibe a sí mismo como una fuerza de la naturaleza. No puede aliarse con las diferentes variantes políticas de este naturalismo, cuyas contradicciones tienden actualmente a superarse mediante una gestión cada vez más totalitaria de la vida, la salud y la población. Esta crítica se basa, en cambio, en una epistemología de la naturaleza que tiene en cuenta que sólo podemos hablar de ella en una posición secundaria y que, por tanto, sólo podemos defender la naturaleza defendiendo la posibilidad de una sociedad verdaderamente humana.
Establecer críticamente las condiciones para la emancipación de la sociedad es el único camino para una ecología radical, aunque ante la urgencia y el aumento de las catástrofes muchos tendrán la tentación de refugiarse en las ideologías de la crisis de las que acabamos de dar algunas pinceladas. La crítica epistemológica del concepto de naturaleza representa un desvío teórico que no es un vano refinamiento ni «tiempo perdido para la urgencia de la acción», sino que por el contrario tiene en cuenta el estatus de la «segunda naturaleza». También pretende articular la crítica marxiana de la economía política con una crítica de las tecnologías, las ciencias y las fuerzas productivas modernas.
[1] En el original francés se produce aquí un juego de palabras entre “léniniste” [leninista] y “lénifiante” [tranquilizante o calmante] que no puede ser captado en su traducción al idioma español [N. del T.].