Robert Kurz – La metafísica de la modernidad y la pulsión de muerte del sujeto que ya no tiene límites.

[Nota: El siguiente texto constituye un fragmento del libro La Guerra de ordenamiento mundial: El fin de la soberanía y las transformaciones del imperialismo en la era de la globalización  [Weltordnungskrieg: Das Ende der Souveränität und die Wandlungen des Imperialismus im Zeitalter der Globalisierung]. Trata acerca de la pulsión de muerte y la lógica de autoaniquilación transversal al proceso de modernización y sus sujetos -y, por supuesto, a sus clases sociales-. Lo hemos traducido porque consideramos que es un aporte fundamental a la comprensión crítica e integral de la violencia y la subjetividad en nuestra época de catástrofes].

Traducción: Pablo Jiménez Cea.

Evidentemente, cabe preguntarse cómo es posible que Enzensberger caiga desde un análisis que no deja de ser lúcido hacia una ignorancia tan voluntaria y en una coexistencia pacífica con la no resolución de «situaciones difíciles». Al fin y al cabo, la alternativa a la intervención militar occidental contra los procesos de barbarización, inducidos por la propia relación global del capital, no es el repliegue, sin perspectivas, en la supuesta competencia de resolución en el propio patio trasero, sino precisamente la extensión de la crítica social, que ya sólo puede formularse en el contexto global, a las formas insostenibles del sistema moderno de producción de mercancías y su subjetividad (estructuralmente «masculina»). El paradigma de la lucha de clases, inmanente a la forma, debe ser sustituido por el paradigma de la crítica del contexto de la forma común, y transversal a las clases, de una socialidad negativa moderna basada en la monetarización y la competencia anónima, así como en la relación de disociación sexual.

¿Cuál es entonces el origen de la reticencia, y no sólo de Enzensberger, a adoptar esta crítica de la forma? La razón debe residir en el hecho de que esta crítica más amplia y categórica de la modernidad tendría que abandonar todo el terreno conocido hasta ahora. Toda la crítica social anterior, y no sólo la del movimiento obrero en sentido estricto, en el marco del movimiento de ascenso y expansión del capitalismo, se refería positivamente al sistema de ideas de la Ilustración burguesa del siglo XVIII y, por tanto, a la constitución del sujeto burgués. Este sujeto, siempre pensado como primordialmente masculino, debía actuar de forma emancipadora precisamente a través de su forma, sea cual fuese su disfraz ideológico. No sólo la llamada nueva izquierda heredó del viejo movimiento obrero este tendencioso mundo imaginario, categorialmente en forma de mercancía, sino que también, y especialmente, la intelligentsia alemana de posguerra lo invocó contra la fatalidad de la historia alemana. Ilustración, sujeto, política, democracia: eso eran Marx y los profetas.

Hoy en día es aún más difícil llegar a la conclusión de que la historia alemana y el nacionalsocialismo eran parte integrante de la historia del capitalismo mundial, que en el interior de esa forma ya no hay ninguna alternativa que pueda connotarse positivamente, y que lo que está en el corazón de la miseria mundial actual es la propia forma del sujeto burgués moderno, que se ha tornado absolutamente disfuncional y sin solución posible. Ahora, en los límites de la Ilustración burguesa y de la reproducción de la forma mercancía, la verdadera metafísica de la modernidad se revela en su forma más repugnante. Una vez que el sujeto burgués ilustrado se ha despojado de sus ropajes, se hace evidente que bajo esos ropajes no hay NADA: que el núcleo de este sujeto es un vacío; que es una forma «en sí misma», sin ningún contenido. Lo que Enzensberger quiere hacer exótico es su propio ser social, como sujeto de la Ilustración burguesa (y evidentemente masculino). Cuando cree que describe el exotismo de lo «incomprensible», está retratando la metafísica de la propia modernidad occidental: «Lo que da a la guerra civil actual una cualidad nueva e inquietante es que se lleva a cabo sin ningún compromiso, que literalmente carece de causas» (ibíd., p. 35). Pero precisamente, este horror no es lo ajeno, lo externo; por el contrario, lo que sale a la luz en él es sólo lo más íntimo del sujeto de la mercancía, el dinero y la competencia, la esencia del ciudadano democrático. La nada de la que hablamos es el vacío absoluto del «sujeto automático» (Marx) de la modernidad, que se autovaloriza.

Es que la forma-valor que se expresa en el dinero, y que, como abstracción real metafísica y objetivada, domina la existencia moderna como un dios secularizado y cosificado, y de la cual la metafísica de la ciudadanía democrática no es más que el reverso, no tiene «en sí» ningún contenido sensible o social; existe en este mundo como fuerza negativa, pero no es de este mundo. Detrás de las luchas de intereses, aparentemente tan racionales, y de la aparente voluntad de autoafirmación de los individuos abstractos, se encuentra el vacío metafísico del valor. Personas como Beck y Enzensberger prefieren no tomar nota de esta cabeza de Gorgona del vacío desconectado del mundo en el centro de la modernidad. Pero es precisamente esta monstruosidad metafísica la que emerge por detrás de la máscara del, alegremente individualizado, «gestor de sí mismo» de la posmodernidad.

En un clima mundial de competencia de aniquilación mutua, de amenaza permanente a la existencia social y, al mismo tiempo, de una precaria riqueza monetaria especulativa que puede desvanecerse en cualquier momento, florece una voluntad de aniquilación difusa, que actúa más allá de las «situaciones de riesgo» externas, y que es tan abstracta y tan vacía de contenido como la forma social que constituye la base del proceso de valorización del capital. La forma «valor» y, por tanto, la forma «sujeto» (dinero y estado), es por su esencia metafísica autosuficiente, y sin embargo tiene que «exteriorizarse» en el mundo real; pero sólo para regresar siempre a sí misma. Esta expresión metafísica del movimiento aparentemente banal de valorización (y, bajo el aspecto sensible y social, de hecho, terriblemente banal) constituye el verdadero tema de toda la filosofía de la Ilustración, muy evidente en Kant y especialmente en Hegel, que retrató de forma precisa y afirmativa la forma dialéctica del movimiento de este «proceso de exteriorización» de un vacío metafísico en el mundo real.

En esta autosuficiencia, todavía como movimiento necesario de exteriorización y, en última instancia, de autoreferencialidad de las formas vacías metafísicas del «valor» y del «sujeto», reside un potencial de destrucción del mundo, ya que la contradicción entre el vacío metafísico y la «representación obligatoria» del valor en el mundo sensible sólo puede resolverse en la nada y, por tanto, en la aniquilación. El contenido vacío del valor, del dinero y del Estado tiene que exteriorizarse sin excepción en todas las cosas de este mundo para poder representarse como real: desde el cepillo de dientes hasta la emoción más sutil, desde el objeto utilitario más sencillo hasta la reflexión filosófica o la transformación de paisajes y continentes enteros. La vida y la muerte, todos los seres humanos y toda la naturaleza sólo sirven a esta capacidad de autorrepresentación multiforme del vacío social metafísico del capital y del Estado.

En este movimiento interminable del fin-en-sí-mismo metafísico (las metas de los deseos de los individuos que compiten entre sí están incluidas en este proceso jerárquicamente superior de autorreflexión del «sujeto automático»), las cosas de este mundo y los deseos de los individuos no son reconocidos por su cualidad intrínseca, sino que por el contrario se les quita ésta para convertirlos en meras «gelatinas» (Marx) del vacío metafísico, integrándolos así en la forma del valor siempre igual a sí mismo (desde una perspectiva superficial: «economizarlos», es decir, convertirlos en un simple e indiferente material del movimiento de valorización).

Esto da lugar a un doble potencial destructivo: uno «común», por así decirlo cotidiano, que siempre resulta del proceso de reproducción del capital, y otro final, por así decirlo, cuando el «proceso de externalización» se topa con límites absolutos. La metafísica real del sistema moderno de producción de mercancías destruye parcialmente el mundo, como «efecto colateral» de su «exitosa» exteriorización; y se convierte en una voluntad absoluta de destruir el mundo en cuanto ya no puede representarse a sí misma en las cosas del mundo. Se podría hablar así de una pulsión de muerte de la humanidad moderna constituida de manera capitalista, que también tiene un origen sexualmente especificado. En el centro de la filosofía de la Ilustración está su expresión ideal, el culto a la abstracción vacía de «una forma en cuanto tal» (Kant).

Esta lógica de aniquilación puede manifestarse banalmente en el curso perfectamente normal de los negocios, por ejemplo, en la destrucción de las condiciones naturales de la vida por la externalización de los «costes» de la economía empresarial, en el abastecimiento deficiente de alimentos y ayuda médica en grupos enteros de población por falta de «financiabilidad», en la innecesaria muerte masiva de bebés y niños pequeños en regiones de pobreza global, etc.

No obstante, la misma lógica de la aniquilación puede también manifestarse de manera inmediata como una explosión de violencia y, en ese acto, provocar esa disolución de la conciencia de sí mismo que puede observarse no sólo en los frentes de batalla de las guerras capitalistas, sino también en los grandes estallidos de crisis a lo largo del S. XX. Hoy en día, esta disolución del yo parece convertirse en el principio que preside el mundo. La voluntad de aniquilación final del sujeto metafísicamente constituido se dirige finalmente contra ese sujeto mismo, en la medida en que es de este mundo, es decir, sensiblemente existente. Y no es en absoluto una casualidad que, en esta orgía de autodestrucción, la esencia «masculina» de tal sujeto vuelva a irrumpir en la superficie de forma bastante evidente.

Naturalmente, no es el vacío metafísico real del valor, de la forma social del movimiento del capital, el que actúa inmediatamente «sobre» el sujeto, sino que esta acción de crisis, esta transición hacia la violencia sin límites, se produce a través de la transmisión de formas de socialización y mecanismos psíquicos. Aquí se revela precisamente la tan festejada individualización posmoderna, que en realidad no es más que la forma más exacerbada de la subjetividad abstracta (separada) del ser humano constituida a la manera capitalista, hasta el grado de abandono total, como forma de transición a la pérdida absoluta del yo, en la que se desarrollan los mecanismos psíquicos de la pulsión de muerte hasta su manifestación inmediata, como describe convincentemente el científico social y psicólogo penitenciario Götz Eisenberg: «Los conflictos sociales se reprivatizan y se espesan en un espacio anímico interior, inadecuado para la absorción de tales energías. Es demasiado estrecho. La infelicidad encarcelada no puede detenerse, busca una salida […]. Por detrás de las imágenes de las humillaciones sufridas surgen actualmente imágenes de la propia vida pasada, que vienen de la infancia, pero que sólo se revelan ahora. Actuando como un amplificador, las experiencias de ofensas y rechazos muy antiguos se suman a las humillaciones presentes, dándoles así su peso […]. La energía emocional reunida en su interior se difunde, se recompone en otros lugares, se desplaza y forma nuevas conexiones […]. El mundo interior se transforma en un caleidoscopio de fragmentos que se entrelazan, creando imágenes cada vez más grotescas y aterradoras. Parcelas psicóticas de la personalidad, que todos llevamos dentro como seres sólo «parcialmente socializados» (Mitscherlich), pasan a primer plano, ganando así una especie de hegemonía psíquica. Se va acumulando un odio arcaico hacia los objetos que nos persiguen por dentro y por fuera, la percepción se vuelve borrosa, el mundo se oscurece, hasta que finalmente todo se convierte en un objeto «maligno y persecutorio». La calma y el autodominio ahora sólo funcionan con mucho esfuerzo; son algo impactante. Las fantasías paranoides comienzan a llenar la totalidad del campo visual interno. Ahora sólo queda un último impulso, y la mecánica de la perdición entra en acción» (Eisenberg 2002, p. 24 y ss.).

La abstracción de esta voluntad de aniquilación refleja la doble autocontradicción de la relación del capital: por un lado, apunta a la aniquilación de los «otros», aparentemente con el propósito de autopreservarse a cualquier precio; por otro lado, es también una voluntad de autoaniquilación, que ejecuta el sinsentido de la propia existencia en la economía de mercado. En otras palabras: el límite entre el asesinato y el suicidio se está desdibujando. Mucho más allá del «riesgo» de la competencia, se trata de una furia de aniquilación tan ilimitada que la distinción entre el yo y los demás empieza a desaparecer, lo que de nuevo puede considerarse un mecanismo psíquico: «Para escapar de la propia catástrofe narcisista y ahuyentar los insoportables sentimientos de miedo, impotencia y desamparo, el yo interior se vuelve del revés, escenificándose de forma asesina y suicida. Puede ocurrir que la conservación de la autoestima y la integridad de la personalidad constituyan una motivación más importante del comportamiento humano que la protección de la propia supervivencia. Antes de que las tensiones internas destruyan el yo, el criminal destruye partes del mundo exterior en una especie de defensa preventiva […]. La rabia destructiva del niño pequeño que se siente abandonado, irrespetado y desesperado, y que por tanto le gustaría mucho destrozar todo lo que le rodea, está limitada por su falta de fuerza física; pero esa misma rabia explosiva es otra cosa en el cuerpo de un adulto, que puede tener acceso a armas, automóviles e incluso aviones» (Eisenberg, ibidem, pp. 25 y ss.).

El yo abstracto del sujeto del dinero se disuelve en la competencia de la crisis final, trayendo hacia la luz lo esencial de lo que siempre ha estado latente en su interior, es decir, el vacío de su existencia, que equivale a la autodestrucción. En los colapsos cada vez más frecuentes de las relaciones socioeconómicas provocados por el mercado mundial de la globalización, en el proceso de descomposición de sociedades enteras, resulta imposible que los individuos se definan a sí mismos mientras sigan moviéndose dentro de la forma social dominante (lo que hasta ahora han hecho de forma espontánea). La verborrea democrática sólo puede aumentar y avivar la rabia, porque ella misma no es más que una expresión hipócrita y piadosa de la misma lógica de la aniquilación del ser humano y de la naturaleza.

Los fenómenos de autoperdición y autoaniquilación que Enzensberger describe en la juventud masculina, han devenido actualmente universales en muchos aspectos. Por un lado, no son sólo los autores de los actos inmediatos de aniquilación y autoaniquilación (más frecuentes de año en año) los que representan esta pérdida de sí mismos. Los autores evidentes de actos de violencia son sólo la punta del iceberg, el fenómeno manifiesto de un estado de la sociedad mucho más extendido. A cada asesino suicida le corresponden miles y millones de otros con sentimientos similares, pero que (todavía) no han pasado a los actos, sino que juegan con ellos en su imaginación, o los descargan en los correspondientes productos mediáticos (el mero hecho de que tales productos, los llamados videojuegos de alta violencia y otras numerosas formas de su glorificación mediática de la violencia, puedan fabricarse en términos de lucrativa producción en masa es una clara señal de lo profundamente que afecta este problema a la sociedad).

En segundo lugar, no sólo los vencidos declarados, como los de las banlieues o los de Mogadiscio, se matan unos a otros o cortan conscientemente el hilo que les une a la vida. La guerra civil molecular también tiene lugar, y con especial incidencia, entre los jóvenes aislados en la pseudonormalidad de los que ganan sueldos superiores a la media, los ganadores de la crisis y los fanáticos de la decencia, cuya indigencia mental y pérdida de sí mismos no se diferencia en nada a las de los asesinos juveniles de los suburbios degradados. El culto al asesinato y a la violación, considerados como un deporte, al igual que el culto al suicidio escenificado, también abunda en los barrios chic de Río de Janeiro, Nueva York o Tokio. El ya proverbial Amok y posterior autoejecución en las High-school estadounidenses es un producto de la imaginación de los vástagos de las clases medias acomodadas. Y también los terroristas suicidas palestinos o de Sri Lanka son, por regla general, provenientes de «buenas familias».

Finalmente, cabe esclarecer que no se trata de la irrupción de capas más antiguas de una cultura premoderna que, bajo la apariencia de la modernidad capitalista y la universalidad global, se harían patentes en los «excluidos», por ejemplo, bajo la forma del islamismo que prolifera en el mundo musulmán. Aunque el sistema único, universal, de la metafísica real del capital global tenga una coloración cultural diferente en las distintas regiones del mundo, según las pautas de las tradiciones ancestrales, las concepciones religiosas, los comportamientos sociales y estéticos, etc., esta coloración, esta diferencia cultural, no constituye lo esencial, el núcleo profundo, en relación con el cual la constitución e integración capitalista en el mercado mundial no sería más que una especie de barniz meramente exterior. La situación es precisamente la contraria. Tras siglos de historia de adaptación al capitalismo y tras la imposición de la relación de capital como relación mundial inmediata, es la misma y única forma universal de sujeto, que «encarna» el vacío metafísico del valor idéntico en todas partes, la que constituye el yo interior de los individuos, como una esencia totalmente incolora e incluso sin cualidades, representando ya la diferencia cultural sólo un barniz exterior, casi folclórico.

Por eso también las «bombas vivientes» (Enzensberger, ibidem, p. 36) que deambulan por el mundo del capital globalizado son los productos más auténticos de ese mismo mundo: sujetos idénticos de la misma metafísica real, en la que se ha vuelto manifiesta la pulsión de muerte propia de esta socialización negativa. Los perpetradores de las masacres en las high schools de Estados Unidos y los terroristas suicidas islámicos están más unidos por su forma de sujeción, y por tanto por sus actos, que separados por sus diferentes planos de fondo culturales.

Lo que es evidente en los autores de las masacres también se aplica a los terroristas suicidas, que aparentemente están más influenciados por motivos ideológicos. También entre ellos, como ya había identificado Hannah Arendt en la generación perdida de la época entre las dos guerras mundiales, la predisposición a sacrificar su propia vida no tiene «el menor parecido con lo que solemos entender por idealismo». Los motivos religiosos que, no por casualidad, han sustituido a las ideologías modernas propiamente dichas, son una expresión de esa pérdida universal de sí mismo, que lleva al «deseo apasionado de organizar la propia vida según conceptos desprovistos de todo sentido», para acabar tirándola como un pañuelo usado.

La locura religiosa que se extiende por todo el mundo y que, también en Occidente, ha dado lugar a innumerables sectas (incluidas incluso las «sectas suicidas» declaradas) ya no tiene ningún tipo de coherencia; se compone sincréticamente de todo tipo de elementos religiosos extraviados y se enriquece con los productos de la descomposición de las ideologías del pasado, desde el culto a Hitler hasta la «misa negra». El absurdo culto del mal corresponde a la pulsión de muerte en el centro vacío de la razón ilustrada, que es puesto al descubierto.

Este proceso ya se había iniciado en la época de las guerras mundiales y sólo se interrumpió con el último impulso del desarrollo fordista después de 1945. De hecho, el nazismo puede considerarse una especie de precursor o prototipo de la mezcla venenosa de ideas que hoy circula por todo el mundo en diversas recetas. También los nazis mezclaron su patológica «visión del mundo» a partir de motivos seudoreligiosos inconexos, mitos arcaicos sintéticos, ideologías modernas y productos secundarios del pensamiento de las ciencias naturales asociado al auge del capitalismo. También los nazis se caracterizaron por el culto a la «masculinidad» violenta específicamente moderna y sus respectivos códigos. E incluso para los nazis, no se trataba, o al menos no sólo, de intereses imperiales, sino también de una furia de aniquilación con todos los contornos de un fin en sí mismo, que culminó en una orgía de autoaniquilación y autoinmolación.

Hoy, sin embargo, el mismo contexto motivacional ya no es nacional y específicamente alemán, sino global y universal; el vértigo asesino ya no se organiza como un Reich nacional e imperial, sino en el contexto del «imperialismo global ideal» y en la dispersión molecular por todo el globo terrestre.

El énfasis exacerbado en los actos cultuales externos, tanto en las sectas occidentales como entre los islamistas, remite al mismo vacío de contenido. Si las antiguas religiones siempre tuvieron como telón de fondo la reproducción de las civilizaciones agrarias, nada de eso puede verificarse ya para las ideas zombis de estas nuevas «generaciones perdidas», ahora globales, para las que no puede haber futuro en su constitución capitalista. Por otra parte, el «plano de fondo de los intereses» de las anteriores ideologías modernas de la historia del ascenso del capitalismo ya no puede establecer ninguna coherencia ideal. El propio «interés» deviene salvaje y se descompone, y con él la ideología, que también es despojada de todo contenido coherente.

La codicia del éxito en el mercado de los vástagos de las minorías ganadoras de la globalización y la codicia de la economía de saqueo de las «mercancías occidentales» en las regiones en colapso se transforman inmediatamente en el vacío del desinterés total del joven sujeto masculino del amok y del suicidio. McDonald’s y la Yihad constituyen, de hecho, las dos caras de una misma moneda, incluso mucho más horribles que las descritas por Benjamin Barber en su libro «Coca-Cola y la Guerra Santa» (Barber 1996). La «sed de muerte» no es un motivo específicamente islámico, sino, más bien, el grito universal de desesperación de una humanidad que se autoejecuta en su forma mundial capitalista. Y los autores son, en un 90 o casi 100 por ciento, hombres en competencia violenta, tanto al final como al principio de esta extraordinaria «civilización».

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