[Alberto Toscano] Sobre fascismo y deseo (extracto de Fascismo Tardío)

[Nota de NPU: El contenido que sigue a continuación es una traducción propia del Cap. 7 y la Conclusión del libro Late Fascism [Fascismo tardío] de Alberto Toscano. En estos momentos me encuentro elaborando un estudio más amplio sobre el presente momento histórico de la civilización capitalista, siendo este texto un insumo que me pareció valioso para quienes se interesen sobre las nuevas formas de reacción que anidan en el seno de la crisis del capitalismo tardío. Por otro lado, el texto trata la relación entre fascismo y deseo, relación que suele quedar fuera del campo de visión de las críticas tradicionales del fascismo que, operando un reduccionismo con respecto a su dimensión subjetiva, pierden de vista una dimensión esencial para la elaboración de cualquier estrategia de combate práctico y disputa del campo social a las nuevas formas de reacción].

7 CATEDRALES DE LA MISERIA EROTICA[1]

Algunas personas nos dicen que lo que hacemos no es asunto de nadie, que es asunto mío, es mi vida privada. No: todo lo relacionado con la sexualidad no es un asunto privado, sino que significa la vida o la muerte de un pueblo; el poder mundial o la insignificancia – Heinrich Himmler, discurso de boda[2].

La tarea más urgente del hombre de acero es perseguir, contener y someter cualquier fuerza que amenace con transformarlo de nuevo en el horrible batiburrillo desorganizado de carne, pelo, piel, huesos, intestinos y sentimientos que se hace llamar humano. – Klaus Theweleit, Male Fantasies, vol. 2 – Male Bodies: Psychoanalyzing the White Terror [Fantasías masculinas, vol. 2 – Cuerpos masculinos: psicoanálisis del terror blanco].

LA ERÓTICA DEL PODER

En diferentes momentos de este libro, he hecho un llamamiento a recurrir a los debates sobre el «nuevo fascismo» de finales de los años sesenta y setenta para arrojar luz sobre nuestra propia situación política y teórica. Esto es quizás aún más importante si se tiene en cuenta la (pos)vida [(after)life] sexual del fascismo, ya que las revoluciones culturales y los impulsos liberacionistas de la década de 1960 no solo fueron constitutivos de los nuevos fascismos y antifascismos de su época, sino que siguen siendo un componente crucial de las narrativas dominantes de la extrema derecha, donde la «ideología de género» es a los disturbios de Stonewall lo que la «teoría crítica de la raza» al Black Power, es decir, una estrategia global mainstream y apoyada por las élites para abolir la familia, la tradición y el Occidente (blanco). El pánico moral planetario en torno a la a las personas trasgénero se ha sumado a las narrativas racistas de la migración como sustitución étnica en una fuente de energías fascistas[3]. Como sostengo en este capítulo, teorizar sobre los controvertidos entrelazamientos del fascismo y el eros es importante en sí mismo, pero es especialmente urgente hoy en día, cuando las redes internacionales de la reacción se cohesionan en torno a la amenaza que supone la no conformidad de género, y cuando la falsificación de las crisis de sexo y género permite proyectar lo geopolítico y lo civilizatorio sobre el cuerpo en su dimensión más material, pero también en su dimensión más simbólica.

En la conferencia Schizo-Culture celebrada en Nueva York en 1975, Michel Foucault articuló la tarea de pensar el fascismo después de los años sesenta en los siguientes términos:

Creo que lo que ha ocurrido desde 1960 se caracteriza por la aparición de nuevas formas de fascismo, nuevas formas de conciencia fascista, nuevas formas de descripción del fascismo y nuevas formas de lucha contra el fascismo. Y el papel del intelectual, desde los años sesenta, ha sido precisamente situarse, en función de sus propias experiencias, competencias, elecciones personales, deseos, situarse de tal manera que haga evidentes las formas de fascismo que, lamentablemente, no se reconocen o se toleran con demasiada facilidad, describirlas, intentar hacerlas intolerables y definir la forma específica de lucha que se puede emprender contra el fascismo[4].

Al igual que George Jackson, cuyo asesinato había sido anteriormente objeto de un panfleto del Grupo de Información sobre las Prisiones animado por Foucault, en la conferencia Schizo-Culture, el filósofo francés centró la sociedad carcelaria y punitiva en sus investigaciones sobre las nuevas formas de fascismo[5]. En la misma mesa, R. D. Laing habló del uso político de los tranquilizantes como «drogas de condicionabilidad», mientras que la activista carcelaria de Weather Underground Judy Clark presentó un relato detallado de la llamada «modificación del comportamiento», es decir, el «terror físico y psicológico contra las personas que se organizan dentro [de las prisiones] y se rebelan contra las condiciones que allí se dan»[6]. El propio Foucault profundizó en el papel de los médicos en la supervisión de la tortura bajo la dictadura militar en Brasil.

Pero desarrollar los órganos para discernir las variantes no reconocidas y toleradas del fascismo, para hacerlas perceptibles e intolerables, también significaba lidiar con la visibilidad espectacular y sexualizada de cierto fascismo en la cultura de los años setenta. El cine, en particular, se había convertido en el terreno para un retorno fantasmático del fascismo como fenómeno sexual en obras muy comentadas, desde El portero de la noche, de Liliana Cavani, hasta Salò, de Pier Paolo Pasolini, pasando por Salón Kitty, de Tinto Brass, y la plétora de películas de «nazisploitation». Fue en dos entrevistas concedidas a revistas cinematográficas francesas a mediados de la década de 1970 cuando Foucault hizo algunos de sus comentarios más sugerentes e incisivos sobre el nazismo y el fascismo. Sus observaciones abren líneas de investigación que, en muchos sentidos, superan el marco «biopolítico» que le llevó, en el primer volumen de Historia de la sexualidad, a trazar las continuidades entre el bienestar y el genocidio como polos interrelacionados de una política de poblaciones, en términos que siguen teniendo una profunda influencia en los debates teóricos actuales.

Ante la fantasmagórica fusión en la cultura popular de la sexualidad excesiva y el nazismo, la primera inclinación de Foucault es deserotizar provocativamente el fascismo. Como le dice a su entrevistador:

El nazismo no fue inventado por los grandes locos eróticos del siglo XX, sino por la pequeña burguesía más siniestra, aburrida y repugnante que se pueda imaginar. Himmler era un tipo vagamente agrícola y se casó con una enfermera. Debemos comprender que los campos de concentración nacieron de la imaginación conjunta de una enfermera de hospital y un criador de pollos. Un hospital más un gallinero: ese es el fantasma que se esconde detrás de los campos de concentración. Millones de personas fueron asesinadas allí, por lo que no lo digo para restar culpa a los responsables, sino precisamente para desengañar a quienes quieren superponer valores eróticos a ello. Los nazis eran limpiadores en el mal sentido de la palabra. Trabajaban con escobas y plumeros, queriendo purgar la sociedad de todo lo que consideraban insalubre, polvoriento, sucio: sifilíticos, homosexuales, judíos, los de sangre impura, los negros, los locos. Es el repugnante sueño pequeñoburgués de la higiene racial lo que subyace al sueño nazi. Eros está ausente[7].

La estetización libidinosa del nazismo que recorre el cine y la cultura popular de los años setenta (recordemos la infame entrevista de David Bowie en Playboy en 1976, con sus comentarios sobre Hitler como una estrella de rock «tan buena como Jagger», o las esvásticas que lucían Siouxsie Sioux y Sid Vicious) es sintomática para Foucault de una atracción persistente, aunque anacrónica, por un erotismo propio de la sociedad disciplinaria, «una sociedad regulada, anatómica, jerárquica, cuyo tiempo está cuidadosamente distribuido, cuyos espacios están divididos, caracterizada por la obediencia y la vigilancia». El nombre de ese eros disciplinario es Sade, pero Foucault replica: «Nos aburre. Es un disciplinario, un sargento del sexo, un contable del culo y sus equivalentes»[8].

Si, tras 1968, el problema, como insinuaba Foucault en el prefacio a la traducción al inglés de Anti-Edipo, era esbozar los protocolos éticos de una «vida no fascista», entonces esto también exigía olvidar a Sade y las sórdidas fantasías de control que su nombre había llegado a sancionar. Como exhorta Foucault: «Debemos inventar con el cuerpo, con sus elementos, superficies, volúmenes y espesores, un erotismo no disciplinario: el de un cuerpo en estado volátil y difuso, con sus encuentros fortuitos y placeres imprevistos»[9]. O, citando la reciente invitación de Jordy Rosenberg: «Si los nazis bailan toda la noche, entonces nuestra resistencia requiere algo más que lógica; algo más que un «tsk» cultivado o frenéticos estallidos de pánico. Necesitamos deseo, ese descenso desordenado, a veces poco gentil y autodestructivo hacia el lado oscuro de la razón»[10]. La invención experimental de otros placeres indisciplinados es la cara opuesta al diagnóstico de nuevas formas de fascismo, imperceptibles, que evitan las formas explícitamente políticas o históricamente reconocibles. Aunque en última instancia prefería el registro de una ética de los placeres al de un esquizoanálisis de los deseos, Foucault también estaba preocupado, al igual que Deleuze y Guattari, por lo que denominaba «el fascismo que hay en todos nosotros, en nuestras cabezas y en nuestro comportamiento cotidiano, el fascismo que nos hace amar el poder, desear precisamente lo que domina y explota»[11]. En los debates sobre el «nuevo fascismo» de los años sesenta y setenta, este fascismo cotidiano, inconsciente e íntimo cobró un protagonismo considerable, sobre todo, como sugieren el prefacio de Foucault y la crítica de Deleuze y Guattari a los grupúsculos de izquierda, como (auto)crítica de las relaciones autoritarias dentro de colectivos supuestamente revolucionarios[12]. Así es como lo encontramos también entre las feministas negras de Estados Unidos. Robin Kelley cita el siguiente pasaje de una sección sobre «La revuelta de las mujeres negras» del libro colectivo de 1973 Lessons from the Damned: «Dentro de las familias y dentro de nosotras hemos encontrado las semillas del fascismo que la izquierda tradicional no quiere ver. El fascismo no era un tema importante ni aterrador para nosotras. Era nuestra vida cotidiana»[13].

Las nuevas formas de fascismo de las que hablaba Foucault, irreductibles a la repetición de modelos organizativos y símbolos del periodo de entreguerras, requerían una microfísica del poder. En contraste con la masividad de sus antecesores «totalitarios», estas nuevas cepas de la «peste marrón» nazi eran «microfascismos» que, para ser diagnosticados y desactivados adecuadamente, exigían un análisis de las nuevas formas de acumulación y subjetivación capitalistas. Como señalaba Félix Guattari:

El capitalismo moviliza todo para detener la proliferación y la actualización de las potencialidades inconscientes. En otras palabras, los antagonismos que señala Freud, entre las inversiones del deseo y las inversiones del superyó, no tienen nada que ver con un tema, ni con una dinámica, sino con la política y la micropolítica. Aquí es donde comienza la revolución molecular: primero eres fascista o revolucionario contigo mismo, en el nivel de tu superyó, en relación con tu cuerpo, tus emociones, tu marido, tu mujer, tus hijos, tus compañeros, en tu relación con la justicia y el Estado. Existe un continuo entre estos dominios «prepersonales» y las infraestructuras y estratos que «exceden» al individuo[14].

La fórmula de Guattari resuena con la exhortación de Foucault, citada anteriormente, de hacer detectables e intolerables esas formas latentes y toleradas de fascismo que acechan bajo el umbral social del reconocimiento. También se refiere al objetivo de tantas investigaciones de la posguerra sobre la vida psíquica del poder bajo el capitalismo, desde La personalidad autoritaria en adelante, a saber, crear una profilaxis política que impida la cristalización de nuevas formas macro de fascismo a partir de su existencia, en gran medida indetectable, en el cuerpo social. Como declara Guattari: «Hay que encontrar los elementos microfascistas en todas nuestras relaciones con los demás, porque cuando luchamos a nivel molecular, tenemos muchas más posibilidades de impedir una formación verdaderamente fascista, macrofascista, a nivel molar»[15]. De ahí la propuesta de que las formas organizadas militares y político-partidistas del antifascismo clásico deben ser sustituidas por una «lucha antifascista micropolítica», que requiere nuevas modalidades clínicas y críticas de vigilancia que vayan más allá del mero reconocimiento del fascismo cuando desfila con su morbosa indumentaria[16]. Como advierte Guattari:

Debemos abandonar, de una vez por todas, la fórmula fácil y rápida: «El fascismo no volverá». El fascismo ya «ha vuelto» y sigue «volviendo». Atraviesa las mallas más tupidas; está en constante evolución, hasta el punto de que participa de una economía micropolítica del deseo inseparable de la evolución de las fuerzas productivas. El fascismo parece venir de fuera, pero encuentra su energía en el corazón mismo del deseo de todos[17].

En el contexto de su influyente diálogo con Foucault sobre «Los intelectuales y el poder», Deleuze reiteró con fuerza el principio metodológico de que un estudio materialista del poder, y en particular de sus ensamblajes fascistas, no puede limitarse a la dimensión de los intereses —en la que lo encasillan desde los teóricos de la elección racional hasta los marxistas tradicionales—, sino que debe prestar atención a «las inversiones del deseo que funcionan de una manera más profunda y difusa que nuestros intereses». Un materialismo político libidinal debe apuntar a la articulación de los deseos y los intereses, ya que, como observa Deleuze:

Nunca deseamos en contra de nuestros intereses, porque el interés siempre sigue y se encuentra donde el deseo lo ha colocado. No podemos ignorar el grito de Wilhelm Reich: las masas no fueron engañadas; en un momento determinado, ¡realmente querían un régimen fascista! Hay inversiones del deseo que moldean y distribuyen el poder, que lo convierten en propiedad tanto del policía como del primer ministro; en este contexto, no hay diferencia cualitativa entre el poder que ejerce el policía y el que ejerce el primer ministro. La naturaleza de estas inversiones del deseo en un grupo social explica por qué los partidos políticos o los sindicatos, que podrían tener o deberían tener inversiones revolucionarias en nombre de los intereses de clase, son tan a menudo reformistas o absolutamente reaccionarios en el plano del deseo[18].

Las observaciones de Deleuze sobre las inversiones libidinosas que subyacen al poder policial y político merecen tenerse en cuenta al reflexionar sobre cómo Foucault abordó el vínculo entre el poder y Eros en sus observaciones sobre el sexo y el nazismo en el cine.

Si el primer paso de Foucault es desinflar la presuntuosa idea de un fascismo sadeano y sexualmente transgresor, también aprovecha estas falsificaciones sexualizadas de la memoria y el significado para esbozar una descripción de la «carga erótica» del poder. La pura improbabilidad de un erotismo nazi es un dilema histórico y político que exige nuestra atención:

¿Cómo es posible que el nazismo —representado por personajes puritanos, patéticos y sórdidos, viejas solteronas ridículamente victorianas o, en el mejor de los casos, individuos obscenos— haya logrado convertirse, en Francia, en Alemania, en Estados Unidos y en toda la literatura pornográfica del mundo, en el símbolo definitivo del erotismo? Toda fantasía erótica de mala calidad se atribuye ahora al nazismo. Lo que plantea un problema fundamentalmente grave: ¿cómo se ama el poder? … ¿Qué lleva a que el poder sea deseable y a que se desee realmente? Es fácil ver el proceso por el que se transmite, se refuerza, etc., esta erotización. Pero para que la erotización funcione, es necesario que el apego al poder, la aceptación del poder por parte de aquellos sobre los que se ejerce, ya sea erótico[19].

El cine de explotación sexual nazi aparece entonces como un síntoma del colapso contemporáneo del apego erótico al poder («Ya nadie ama el poder… obviamente no se puede estar enamorado de Brezhnev, Pompidou o Nixon») y de los incipientes esfuerzos por re-erotizar el poder, que van desde las «tiendas de porno con insignias nazis» hasta la afición del entonces presidente francés Valéry Giscard d’Estaing por los elegantes trajes de chaqueta.

Pero Foucault también excava las fuentes de la carga erótica del poder en la organización política de la violencia fascista, de una manera que podría decirse que va más allá de la dialéctica del deseo y el interés y arroja luz sobre lo que discutimos en un capítulo anterior bajo la apariencia de la «libertad fascista». Aquí, la polémica contra el tratamiento del fascismo por parte de los marxistas gira en torno a la afirmación (cierta en el caso de Georgi Dimitrov y sus epígonos, pero no en el de Guérin o Bloch) de que su representación del régimen fascista como exacerbación de la dictadura burguesa descuida elementos cruciales de su composición y funcionamiento. En particular, Foucault sostiene:

Omite el hecho de que el nazismo y el fascismo solo fueron posibles en la medida en que pudo existir dentro de las masas un sector relativamente amplio que asumió la responsabilidad de una serie de funciones estatales de represión, control, vigilancia, etc. Esto, en mi opinión, es una característica crucial del nazismo: su profunda penetración en las masas y el hecho de que una parte del poder fuera realmente delegada a un sector específico de las masas. Aquí es donde la palabra «dictadura» se vuelve cierta en general y relativamente falsa. ¡Piensa en el poder que podía tener un individuo bajo el régimen nazi con solo ser miembro de las SS o afiliarse al partido! ¡Podías matar a tu vecino, robarle la mujer, la casa![20]

Al igual que en el relato de Johann Chapoutot sobre las teorías de gestión nazis como himnos a la autonomía del rendimiento y la iniciativa, lo que encontramos en las observaciones de Foucault es un poderoso desafío al lugar común de que el fascismo se define fundamentalmente por la centralización y la concentración del poder. Para Foucault, en la medida en que existe una erotización del poder bajo el nazismo, esta está condicionada por una lógica de delegación, sustitución y descentralización de lo que sigue siendo, en forma y contenido, un poder vertical, excluyente y asesino. El fascismo no es solo la apoteosis del líder por encima de las masas ovinas de sus seguidores; es también, de una manera menos espectacular pero quizás más trascendental, la reinvención de la lógica colonizadora de la soberanía mezquina, una «liberalización» y «privatización» muy condicional pero muy real del monopolio de la violencia. Como dice Foucault a su entrevistador:

Hay que tener en cuenta la forma en que se delegaba y distribuía el poder en el seno mismo de la población; hay que tener en cuenta esta vasta transferencia de poder que llevó a cabo el nazismo en una sociedad como la alemana. Es erróneo decir que el nazismo era el poder de los grandes industriales ejercido bajo una forma diferente. No se trataba simplemente de la intensificación del poder central del ejército, que era eso, pero solo en un nivel concreto… El nazismo nunca dio a la gente ninguna ventaja material, nunca repartió nada más que poder… El hecho es que, contrariamente a lo que se entiende habitualmente por dictadura —el poder de una sola persona—, se podría decir que en este tipo de régimen la parte más repulsiva (pero en cierto sentido la más embriagadora) del poder se entregaba a un número considerable de personas. A las SS se les concedió el poder de matar, de violar[21].

La visión de Foucault sobre la «erótica» de un poder basado en la delegación de la violencia es, en mi opinión, un marco más fértil para el análisis tanto del fascismo clásico como del fascismo tardío que la afirmación hiperbólica de Guattari de que «las masas invirtieron un fantástico instinto colectivo de muerte en […] la máquina fascista» , que pasa por alto la materialidad de esa «transferencia de poder» a una «franja específica de las masas» que Foucault diagnosticó como fundamental para el atractivo del fascismo[22].

La dimensión de género de la libido fascista se descuida en gran medida o se da por sentada implícitamente en los argumentos de Foucault, Deleuze y Guattari que acabamos de examinar. Respondiendo a su desafío teórico y descartando en gran medida su atención a la economía política y las estructuras de poder del fascismo, Klaus Theweleit, en Male Fantasies, se centra en la misoginia palingenésica y la política corporal paranoica del fascismo —la «mujer roja» como amenaza psicosomática de disolución que justifica la rabia asesina, la contención de la inundación— para comprender cómo la producción del deseo puede transformarse en producción de la muerte[23]. En el contexto actual de la nociva mezcla de la fascistización con nuevas bandas de hermanos (Männerbunde), físicas o virtuales, Theweleit ha inspirado la exploración del microfascismo contemporáneo como una «guerra de restauración» que busca revivir una fantasía arcaica del poder patriarcal mediante la puesta en práctica de prácticas violentas de «soberanía autogenética»: la reproducción del poder masculino sin y contra las mujeres[24]. Como argumenta Jack Z. Bratich: «El proyecto palingenésico del renacimiento masculino busca un futuro sin biorreproducción. Puebla el mundo de mártires y mitos, los escuadrones fantasmales del pasado y del futuro. Es una réplica sin reproducción»[25]. Y, sin embargo, debido a que

el soberano autogenético es siempre un proyecto imposible, necesita una renovación continua y vuelve a empezar a construir el mundo mediante la vigilancia, el castigo y el control… nos enfrentamos a un doble movimiento del soberano autogenético: una huida de la dependencia mientras vuelve a depender de las mujeres[26].

Esta imposibilidad también podría abordarse en términos de la discontinuidad entre las fuentes del fascismo en los grupos masculinos unidos por prácticas y/o fantasías de violencia, por un lado, y, por otro, el fascismo como proyecto de reconfiguración del Estado y la sociedad, que debe necesariamente incorporar e interpelar a las mujeres a su manera.

Emancipación de la emancipación: las mujeres y el fascismo

El debate teórico parisino de los años setenta sobre las nuevas formas de fascismo no pasó por alto la cuestión de las mujeres, el fascismo y el deseo. La periodista, académica y diputada comunista italiana Maria Antonietta Macciocchi organizó un seminario en la Universidad París VIII de Vincennes con un impresionante elenco de ponentes que aplicaron la política post-68 y la alta teoría a la historia y el futuro del fascismo (entre ellos, Nicos Poulantzas sobre el impacto popular del fascismo, Jean Toussaint Desanti sobre Giovanni Gentile y los orígenes filosóficos del fascismo y Jean-Pierre Faye sobre el fascismo y el lenguaje)[27]. El seminario también incluyó proyecciones de películas fascistas y antifascistas, desde la producción antisemita de Veit Harlan Jud Süss hasta Ossessione, de Luchino Visconti, pasando por Fascista, de Nico Naldini, y La Nave Bianca, de Roberto Rossellini. Fue también ocasión de enfrentamientos ideológicos y disturbios físicos con activistas maoístas del Groupe Foudre, liderados por Natacha Michel, que veían en Macciocchi al propagador de una teoría reaccionaria del sexo-fascismo, que oscurecía la clase y el capital en aras de un marco libidinal antimarxista[28]. Macciocchi realizó varias contribuciones al seminario, la más significativa de las cuales fue un largo ensayo sobre las mujeres y el fascismo, que más tarde se publicaría en italiano y parte del cual apareció traducido al inglés como «Female Sexuality in Fascist Ideology»[29].

Para Macciocchi, el nexo entre las mujeres y el fascismo —la interpelación de las mujeres por el fascismo, su participación en él e incluso su deseo por él— se había convertido en una especie de tabú feminista, el punto ciego de un movimiento feminista que tendía a tratar a las mujeres como un gauchiste ultraliberal trataba al proletariado: hagiográficamente, como una especie de fetiche irreprochable[30]. Aunque basaba su análisis en un abundante archivo de materiales textuales del ventennio fascista, Macciocchi también hizo un amplio uso de las teorías de Wilhelm Reich sobre la infraestructura libidinal del poder fascista. El sexo en general, y la sexualidad de las mujeres en particular, fueron sometidos por el fascismo a una estrategia concertada de expropiación. Como declaró Macciocchi: «En el fascismo, la sexualidad, al igual que la riqueza, pertenece a una poderosa oligarquía. Las masas están desposeídas de ambos»[31]. La dictadura fascista de masas, siguiendo a Reich, se consideraba basada en «una enorme represión sexual estrechamente vinculada a la muerte», mientras que en el caso italiano, basándose en la tradición católica, inventó un cóctel particularmente potente de normatividad reproductiva y lo que hemos encontrado en Furio Jesi como una religio mortis, una religión de la muerte[32]. «La característica del genio fascista y nazi», escribe Macciocchi, «es su desafío a las mujeres en su propio terreno: convierten a las mujeres en reproductoras de la vida y guardianas de la muerte, sin que ambos términos sean contradictorios»[33]. La nacionalización tanto de la familia como del sexo hace posible una biopolítica de la reproducción que es también una necropolítica (¡Viva la muerte!). No solo se trata de engendrar hijos para el frente —o hijas que a su vez engendrarán más hijos para futuros frentes—, sino que la mujer fascista también se alista en una religión libidinosa de la muerte que glorifica al mártir nacional, caído en el acto de matar. A la inversa, la reterritorialización del sexo en la familia nacionalizada, tanto material como simbólicamente, desempeña un papel ideológico crucial. Como afirma Macciocchi: «La plaga «emocional» del fascismo se propaga a través de una epidemia de familiarismo»[34].

En resumen, «no se puede hablar de fascismo sin estar dispuesto a hablar también de patriarcado»[35]. En su introducción a la publicación del artículo de Macciocchi en el primer número de Feminist Review, la historiadora Jane Caplan resumió de forma muy útil la teoría de la ideología que subyace a sus tesis:

El fascismo se gana el apoyo de las mujeres dirigiéndose a ellas en un lenguaje ideológico-sexual con el que ya están familiarizadas a través de los «discursos» de la ideología cristiana burguesa. En términos abstractos, esto significa que el sistema de signos y representaciones inconscientes que constituyen la «ley» del patriarcado se invoca en la ideología fascista de tal manera que las mujeres se ven atraídas hacia una relación de apoyo particular con los regímenes fascistas: de hecho, Macciocchi parece incluso sugerir que esta «disponibilidad» de las mujeres es también constitutiva del fascismo, y no es solo una reserva pasiva… mientras las mujeres sigan permitiéndose ser abordadas en el lenguaje patriarcal de la alienación sexual, seguirán siendo un público potencial para las persuasiones del fascismo[36].

Pero Caplan también expresó algunas críticas astutas sobre este planteamiento del problema de las mujeres bajo el fascismo. Macciocchi a veces caía en la falacia ecléctica: dado que el fascismo es una ideología carroñera que remienda elementos ideológicos disponibles, existe la tentación de tratar cada uno de esos elementos (en lugar de la especificidad de la incorporación y articulación de cada elemento en un conjunto más amplio) como fascista o protofascista en sí mismo. Caplan también cuestionó la oposición, ya mencionada en este libro, entre los deseos (irracionales) y los intereses (racionales), al tiempo que ponía en duda las sugerencias de que existiera un entusiasmo femenino sui generis por el fascismo. La suya es también una defensa del análisis materialista e histórico en contraposición al uso indiscriminado de categorías psicoanalíticas:

La esfera de la ideología/el inconsciente corre el riesgo de convertirse en un país en el que todo es posible, una especie de categoría residual global y privilegiada cuyos límites se difuminan en horizontes indistintos. Esto parece correr el peligro de atribuir al fascismo una capacidad última y exclusiva para dominar un terreno que, de otro modo, sería inexpugnable; de proponer el inconsciente como el dominio propio y peculiar del fascismo, sin sugerir, más allá de unas pocas alusiones crípticas, cómo se puede recuperar[37].

A las advertencias de Caplan podríamos añadir que ver el fascismo a través del prisma de la familia sexualmente represiva puede tener efectos distorsionadores. Aunque se evita la imagen lasciva del fascismo como perversión sexual, la idea diametralmente opuesta de que «el discurso fascista es rigurosamente casto, puro, virginal» y que su «objetivo central es la muerte de la sexualidad» se contradice con el historial de las políticas sexuales fascistas[38].

Como demostró la historiadora Dagmar Herzog en su brillante estudio Sex After Fascism, la identificación del fascismo con la represión sexual fue en parte un subproducto de la reacción de los años sesenta contra un establishment cómplice de la posguerra (la generación de los padres), que había impuesto el conservadurismo sexual y moral como baluarte contra las subversiones del fascismo de la familia tradicional (y para renegar de su propia participación anterior en el régimen). Las interpretaciones sexualizadas del nazismo tenían su propia historia y periodización, condicionadas por los conflictos morales y políticos de su momento. Como señala Herzog, a principios de la década de 1950 en Alemania

…los comentaristas seguían haciendo hincapié en el componente antiburgués del nazismo y vinculaban explícitamente el fomento de la sexualidad extramatrimonial por parte de los nazis con los crímenes del nazismo, [mientras que] el juicio de Auschwitz de 1963-1965 en Fráncfort del Meno marcó el surgimiento de la teoría del perpetrador del Holocausto pequeño burgués y sexualmente reprimido, que iba a cobrar tanta importancia para el nuevo movimiento de izquierda[39].

Ni grandes locos eróticos ni pequeñas burguesas limpiadoras, los nazis promovieron una política sexual que no puede reducirse a modelos anteriores de regulación sexual (burgueses o pequeñoburgueses, liberales o conservadores), ni a un patriarcado genérico; siguiendo a Herzog, podemos verla como una síntesis móvil entre, por un lado, un conservadurismo moral pragmático y, por otro, la aceleración de las tendencias sexuales modernizadoras bajo una apariencia racista y nacionalista. Pace Theweleit, «el núcleo de toda propaganda fascista» no es «una batalla contra todo lo que constituye el disfrute y el placer»[40]. Como argumenta Herzog:

Cuando los nazis llegaron al poder en 1933, se presentaron con frecuencia ante el público como restauradores de la moral sexual tradicional (aunque esta postura también fue cuestionada dentro de la dirección del partido desde muy temprano). Sin embargo, a medida que se desarrollaba el Tercer Reich, surgió una política sexual totalmente nueva y altamente racializada. Si bien se siguieron promoviendo hasta el final los llamamientos a la conservadurismo sexual, quedó claro que, bajo el nazismo, muchas (aunque ciertamente no todas) las tendencias liberalizadoras preexistentes se intensificarían deliberadamente, al tiempo que se redefinían la libertad sexual y la felicidad como prerrogativas exclusivas de los heterosexuales «arios» «sanos»[41].

Con su base en una crítica subnietzscheana de la represión cristiana del cuerpo, sus fuentes en los innumerables naturismos, nudismos y cultos del cuerpo que atravesaron la Alemania de principios del siglo XX, y su obsesión por la estetización marcial del cuerpo en la antigua Grecia y Roma (reinterpretadas como avanzadillas mediterráneas de la raza nórdica), el nazismo no puede reducirse a una represión pequeñoburguesa[42]. Su «familialismo» tampoco debe atribuirse únicamente al ansia de carne de cañón joven o a las fantasmagorias supremacistas blancas; también fue, como detalló el historiador Tim Mason en un brillante ensayo sobre las mujeres bajo el nacionalsocialismo, una función del encuentro del fascismo alemán con las contradicciones culturales y materiales del capitalismo. La familia podía aparecer como una especie de solución, pero también como un lugar de compromiso psicológico y material entre una población ansiosa y un régimen desprovisto de cualquier «término medio entre la improvisación dramática y brutal, por un lado, y la búsqueda de objetivos finales visionarios, por otro»[43]. Como concluía Mason, la

…propaganda y las políticas nazis magnificaron la función reconciliadora mucho más fundamental de la vida familiar, y la gente respondió a ello porque [esta] apelaba a mecanismos de autoprotección contra los rigores alienantes de la vida fuera del hogar, establecidos desde hacía mucho tiempo y casi universales… El mundo de pesadilla del gobierno dictatorial, los enormes conglomerados industriales, la administración omnipresente y la inhumanidad organizada era parásito de su antítesis ideológica, la minúscula comunidad de padres e hijos[44].

Sin embargo, a pesar de su énfasis tendencioso y ecléctico en cierta dimensión de la vida sexual del fascismo, la obra de Macciocchi sigue siendo importante por su afirmación de que no se puede eludir el problema del fascismo y las mujeres (y del fascismo y el género en general). Como advierte:

Si no se analiza la relación pasada (¿y presente?) entre las mujeres y la ideología fascista, si no analizamos cómo y por qué el fascismo ha engañado a las mujeres, entonces el feminismo mismo (y del mismo modo toda la vanguardia política) seguirá privado de una comprensión de su contexto histórico. Sin este análisis dialéctico, el feminismo queda mutilado; queda suspendido sin pasado, como un globo aerostático atemporal, incapaz de comprender lo que está en juego hoy ni la dirección de cualquier alianza futura entre la lucha feminista y la lucha revolucionaria[45].

Entre los objetos dialécticos de tal análisis se encuentra la consolidación bajo el fascismo de un «antifeminismo femenino», producto de lo que Macciocchi denomina acertadamente la «politización antipolítica» de las mujeres por parte de los regímenes fascistas y nazis[46]. Como ha argumentado Robyn Marasco, en una perspicaz recuperación crítica de la obra de Macciocchi junto con los escritos de Andrea Dworkin sobre las activistas de ultraderecha en Estados Unidos, a pesar de sus limitaciones, este trabajo puede perturbar los análisis asépticos y desencarnados del fascismo como fenómeno «puramente» político y sensibilizarnos sobre el papel del género, la sexualidad y el sexo en los procesos contemporáneos de fascistización. Como pregunta retóricamente Marasco:

En un nivel aún más básico, ¿podemos hablar de fascistización sin hablar de sexo? ¿Estaremos en condiciones de comprender el fascismo de nuestro presente y cómo se relaciona con los fascismos del pasado? ¿Entenderemos cómo la misoginia en línea se convierte en una droga de iniciación a la extrema derecha, cómo el mundo de los activistas por los derechos de los hombres, los artistas del ligue, los trolls MGTOW y los «celibatos involuntarios» se superpone al de los supremacistas blancos, los milicianos y los proud boys, o incluso cómo un episodio relativamente menor como el #gamergate podría describirse de forma plausible como uno de los acontecimientos inaugurales de la era Trump? ¿Reconoceremos en el mito del «gran reemplazo» un intento de controlar la sexualidad de las mujeres, así como el pánico racista y culturalista? Más aún, sin considerar el sexo como un instrumento de fascistización, ¿podemos entender a los antivacunas, las madres yoguis y los gurús del bienestar que forman parte del resurgimiento de la nueva derecha, cómo la conspiración Q-anon moviliza los temores de las mujeres por sus hijos?[47]

Pero aunque la respuesta pueda ser un sí rotundo, esto no significa que los patrones de fascistización sexuados y de género vayan a adoptar formas familiares. De hecho, basando sus reflexiones en el caso de Ashli Babbitt, «mártir» de la «insurrección» del 6 de enero, Marasco nos invita a pensar en las formas regresivas de empoderamiento y los placeres transgresores que pueden permitirse ciertas mujeres en los movimientos de extrema derecha contemporáneos. Lo que ofrecen las escenas fascistas de derecha puede que no sea principalmente la seguridad patriarcal (aunque su pastiche se ofrece a las «tradwives» y a las de su clase). Más bien, puede ser

… algo más inmediatamente transgresor, más receptivo a los impulsos destructivos y a las fuerzas antisociales, y más próximo a la igualdad que rechaza y a la libertad a la que renuncia. Ofrece a las mujeres blancas una explicación de su infelicidad y un espacio afectivo para expresar su rabia… No se trata simplemente de proteger los propios intereses (como mujeres blancas, mujeres pequeñoburguesas, mujeres con ciudadanía estadounidense), ni siquiera de desear el propio dominio, sino de acceder a los placeres del afecto y la agencia «masculinos». Es un privilegio reservado solo a algunas mujeres, lo cual es parte del problema. Y es una forma de «antifeminismo femenino» que refleja el feminismo neoliberal al que se opone, otra versión degradada de «tenerlo todo», en la que, en lugar de la carrera corporativa y la familia reproductiva heterosexual, las mujeres pueden tener entrenamiento de combate, rifles AR-15, sexualidad poliamorosa, conspiracionismo y, sobre todo, una apariencia de poder que sustituye al real[48].

Esta recomposición del antifeminismo femenino también puede derivar en un «feminismo fascista», que busca asegurar y afirmar violentamente una figura normativa, si no necesariamente heteropatriarcal, de la mujer, y que invierte el deseo y la libido en sus narrativas sobre la amenaza inminente de la erradicación de las mujeres e incluso del feminismo por parte de la «ideología de género» y la transidad[49].

El sexo en crisis

El fascismo se presenta como la solución, el remedio, a una crisis global del orden. No solo del orden social, sino del orden en todos sus registros semánticos y materiales: económico, geopolítico, espiritual, estético, corporal, racial. Y sexual. Desde la perspectiva fascista, la crisis orgánica es siempre una crisis de lo orgánico, una desregulación de los sentidos, un desorden en nuestros órganos. Pero a diferencia de los conservadurismos reaccionarios, a los que manipula hábilmente, el fascismo nunca se reduce simplemente a un deseo de restauración, de devolver los cuerpos a su lugar[50]. Consciente, aunque no siempre lo confiese, de que el camino hacia una armonía perdida está irremediablemente bloqueado, la huida hacia adelante del fascismo hacia el pasado va inevitablemente acompañada de todo tipo de inventos recombinantes, revoluciones conservadoras que afectan a la reproducción y la sexualidad, el deseo y el placer, lo íntimo y lo colectivo. También en este ámbito, si el fascismo se repite, lo hace con una diferencia. No hemos terminado con el pánico políticamente manipulado en torno a la profanación racial (judía), la «mujer en crisis» y la homosexualidad que configuraron los fascismos europeos de entreguerras, ni con la genderización de la regulación terrorista del fascismo racial de la negritud y la subalternidad colonial, que precedió y sobrevivió al Eje Roma-Berlín[51]. Pero también tenemos que lidiar con nuevas formas de fascismo (incluidos los fascismos cotidianos y los microfascismos) que surgen de las transformaciones en los ámbitos del sexo, el género y la sexualidad, y de las articulaciones mutables entre lo libidinal, lo económico y lo natural.

Como han observado los estudiosos de las recomposiciones de la extrema derecha en el contexto de la emergencia climática, las normas sexuales y de género reaccionarias no solo se limitan a la esfera doméstica o íntima, sino que son también mediaciones antagónicas de la totalidad social, sensibles a los imaginarios del todo social (y natural). Como sugiere Cara Daggett, la nostalgia agresiva por un conjunto obsoleto de masculinidad, automovilismo y manufactura —que trasciende los bastiones históricos del fordismo— puede entenderse como la consolidación de una petromasculinidad, que nos alerta

…a la posibilidad de que el cambio climático catalice los deseos fascistas de asegurar un lebensraum, un espacio vital, un hogar protegido del espectro de quienes lo amenazan, ya sean contaminantes, inmigrantes o personas con desviaciones de género. Tomarse en serio la petro-masculinidad significa prestar atención a los deseos frustrados de los patriarcados privilegiados a medida que pierden sus fantasías fósiles[52].

Esta pérdida conflictiva de la fantasía (y de la fantasía de la pérdida) por parte de «una hipermasculinidad occidental cada vez más frágil» también puede interpretarse como un robo del disfrute, lo que, si tenemos en cuenta la historia explotadora y extractiva de esas historias coloniales, raciales y patriarcales, quizá se describa con mayor precisión como el robo del disfrute del robo (y del orden que surge y se reproduce a partir del saqueo). Los ladrones del disfrute pueden adoptar formas múltiples, variadas e incoherentes (plutócratas judíos depredadores, élites liberales metropolitanas que conducen Prius, madres negras que viven de la asistencia social, mujeres trans), pero para el imaginario fascista, sin su eliminación o represión, no es posible ningún «renacimiento institucionalizado», ninguna revolución restauradora[53].

Como han argumentado desde hace tiempo las antifascistas feministas y queer, los fascismos no son solo regímenes raciales, sino también regímenes sexuales y de género[54]. La politización antipolítica del sexo y el género desempeña un papel fundamental en la formación y la circulación del fascismo. Invierte la experiencia de la crisis en su dimensión más íntima y visceral, donde los trastornos sociales y económicos, aparentemente demasiado abstractos para ser cartografiados, se hacen sentir en los registros domésticos, libidinales y corporales. El fascismo tardío es tanto una propuesta libidinal —una reivindicación basada en los deseos colectivos— como un pánico sexual o, mejor dicho, un pánico de género. La cultura de la derecha actual es la cultura de las guerras inciviles que ponen en primer plano la regulación, la persecución y la estigmatización de los cuerpos sexuados y sexuales. También es una cultura inquietantemente transnacional y «viral», en la que la reparación y la reinvención de una masculinidad marcial y la nostalgia ansiosa por la familia heteronormativa como célula del demos y el ethnos son los ejes en torno a los cuales se cohesiona toda una infraestructura institucional e ideológica, con la «ideología de género» y la transness como némesis. Si «el activismo crítico con el género funciona… como un proceso de traducción a gran escala a través del cual se formulan y se ponen en circulación [a nivel mundial] determinadas contrateorías y conceptos», no es solo por su capacidad para crear articulaciones novedosas entre formaciones conservadoras y feministas, sino porque presenta la problemática de género como una crisis global, germen y vector de un capitalismo global malo, capitalismo globalista, dirigido por élites desarraigadas que se confabulan con sujetos desviados y subalternos para despojar aún más a los ya precarios «ciudadanos comunes», creando lo que Serena Bassi y Greta LaFleur han denominado provocativamente «un feminismo posfascista del 99 %»[55].

La antipolítica sexual del fascismo es una estrategia, como nos recuerda con crudeza el discurso nupcial de Himmler, para vincular lo geopolítico con lo genital (así como con lo genómico o lo hormonal). En cierto sentido, no es sorprendente, aunque no por ello menos grotesco, que el fascismo tardío se cohesione y circule con frecuencia en torno al pánico moral sobre la transexualidad y la «ideología de género». Aquí opera una especie de «escalaridad» sexual y de género: no solo la tematización del trastorno sexual y de género permite proyectar los problemas «macro» a escala «micro» —el fin inminente de la civilización occidental está inscrito en los cuerpos rebeldes—, sino que la consolidación de una nueva «internacional fascista» y su capacidad para capturar y hegemonizar los conservadurismos más antiguos se produce en gran medida a través del prisma de una crisis planetaria de las normas de género y sexuales[56]. Esto ha servido para cimentar las infraestructuras políticas y las solidaridades entre sujetos políticos dispares, todos comprometidos con la idea de que nos encontramos en medio de una guerra cultural mundial en la que la queeridad y la transidad son los precursores de un colapso civilizatorio que debe ser frustrado a toda costa[57]. Mientras que el migrante de color es el avatar del Gran Reemplazo, la eventual extinción de la blancura y las naciones que la componen, la transness es el emblema y el emisario de un Gran Desorden, la confusión de las diferencias sexuales y la destrucción de la familia. Si los fascismos nacidos de los campos de exterminio de la Primera Guerra Mundial intentaron proyectar la lógica del frente sobre las crisis sociales y sexuales —luchando contra las masas rojas, las masas femeninas y judías como vectores de la disolución de los límites mismos del cuerpo—, los fascismos tardíos de hoy, en gran medida desligados de la «guerra como experiencia interior», pero ardientemente nostálgicos de las masculinidades marciales, se fijan en la no conformidad de género como metáfora y metonimia, causa y síntoma de un desorden a escala tanto personal como planetaria[58]. Para ellos, el declive de Occidente es un problema de género, y el deseo contagioso de una vida mejor más allá de las jerarquías de identidad racial y normalidad sexual es una enfermedad, una patología social, la distopía desviada contra la que erigir la imagen regresiva de una vida de lucha incesante y el deseo desesperado de una tradición por venir[59].

CONCLUSIÓN

Este libro es el resultado de un esfuerzo por pensar el fascismo como un proceso y un potencial que acecha a un mundo desgarrado e inestable por múltiples crisis superpuestas. A partir de los ricos archivos del pensamiento antifascista, he tratado de teorizar sobre la dinámica social e ideológica del fascismo, sus culturas y temporalidades, en lugar de nombrar o clasificar movimientos, regímenes o individuos. He tratado de abordar la relación entre el fascismo histórico y los signos contemporáneos de fascistización, no de forma analógica, comparando a los epígonos con un modelo, sino de forma contrapuntística, permitiendo que la historia y el presente se iluminen, pero también se perturben mutuamente. Esto también ha supuesto poner en primer plano aquellas características del fascismo europeo de entreguerras que trascienden los marcos de las interpretaciones canónicas para resonar en nuestro propio momento histórico, por ejemplo, reflexionando sobre las desviaciones del fascismo respecto a nuestro sentido común sobre un Estado total basado en la supresión de toda libertad y autonomía.

Feroz y cruelmente identitario, el fascismo también elude una identificación exhaustiva. Se repite, pero con diferencias, escudriñando el terreno ideológico en busca de materiales utilizables, no pocas veces procedentes de sus antagonistas de izquierda. Puede hacer alarde de su relativismo mientras comercia con absolutos. Y a pesar de su asociación durante la Guerra Fría con la lógica hiperestatista del totalitarismo, engendra sus propias formas de pluralismo y sus propias visiones de la libertad. Mi apuesta ha sido que es posible pensar de forma coherente sobre los elementos del fascismo como política antemancipatoria de crisis sin equiparar teoría y definición, evitando la lista de características reveladoras o el calendario simplificado de los pasos hacia la victoria fascista. Una teoría crítica del fascismo no tiene por qué adoptar la forma de un manual diagnóstico y estadístico de trastornos políticos. Los teóricos radicales del fascismo racial y colonial que han sustentado mis propias reflexiones en estas páginas, así como mis críticas a la analogía histórica, pueden sintonizarnos con cuatro dimensiones entrelazadas de la historia y la experiencia del fascismo.

La primera es que las prácticas e ideologías que cristalizaron, con mayor o menor dificultad, en el fascismo italiano, el nazismo alemán y sus parientes europeos fueron presagiadas y preparadas por el despojo y la explotación de «razas inferiores sin ley» llevada a cabo por el colonialismo, la esclavitud y el capitalismo racial intraeuropeo (o colonialismo interno). Una de las apuestas de este libro es que nuestro «fascismo tardío» no puede entenderse sin los «fascismos anteriores al fascismo» que acompañaron la consolidación imperialista de un sistema mundial capitalista.

En segundo lugar, el fascismo se ha aplicado, experimentado y denominado de manera diferente según los ejes de raza, género y sexualidad. Como nos enseñan los escritos de revolucionarios negros encarcelados en Estados Unidos, los órdenes políticos ampliamente considerados liberal-democráticos pueden albergar instituciones que funcionan como regímenes de dominación y terror para amplios sectores de su población, en algo parecido a un Estado dual racial[60]. Esto significa que, tanto en sus orígenes políticos como en sus imperativos estratégicos, el abolicionismo y el antifascismo contemporáneo no pueden separarse.

En tercer lugar, el fascismo se basa en una modalidad de contraviolencia preventiva, su deseo de renacimiento etnonacional o revancha alimentado por la inminencia de una amenaza proyectada como civilizatoria, demográfica y existencial. El pánico histórico ante la «marea creciente del color» y la «revolución mundial de color» que sembró el auge del fascismo tras la Primera Guerra Mundial se ha transformado (apenas) en narrativas de reemplazo, sustitución o suicidio cultural compartidas tanto por los autores de tiroteos masivos como por los primeros ministros europeos.

En cuarto lugar, el fascismo requirió la producción de identificaciones y subjetividades, deseos y formas de vida que no solo exigen obediencia al poder estatal despótico, sino que se nutren de una idea sui generis de la libertad. Ya sea bajo la forma de un poder descentralizado y delegado o de salarios psicológicos, el fascista —como síntesis fantasmática del colono y el soldado (o el policía)— necesita imaginarse a sí mismo como un accionista activo en el monopolio de la violencia, así como un pequeño soberano emprendedor, con la raza y la nación como vectores afectivos e ideológicos de identificación con el poder.

Si tenemos en cuenta estas dimensiones —la longue durée del capitalismo racial colonial, la experiencia diferencial de la dominación, la violencia política que se anticipa a una amenaza existencial imaginada, el sujeto como delegado de la violencia soberana—, podemos empezar a comprender cómo los potenciales fascistas contemporáneos convergen y se cristalizan en formas de «fascismo fronterizo». Ya sea que esa frontera sea una demarcación física que debe ser amurallada y patrullada, o un conjunto de fallas fractales que atraviesan el cuerpo político y están marcadas y vigiladas de múltiples maneras, no se puede eludir el hecho de que, a medida que «los ciclos del capitalismo que impulsan tanto la migración masiva como la represión convergen con la crisis climática» y una crisis racial y civilizatoria se entremezcla con escenarios de escasez y colapso, la extrema derecha autoritaria trazará su política del tiempo —y especialmente su obsesión por la pérdida trascendental de privilegios y pureza— en el espacio del territorio[61]. Al igual que sus antecesores del siglo XX, también tratará de controlar las fronteras del cuerpo, de patrullar las demarcaciones entre géneros y sexos.

Ruth Wilson Gilmore ha resumido la idea del capitalismo racial en la fórmula «el capitalismo requiere la desigualdad y el racismo la consagra»[62]. El fascismo, podríamos añadir, se esfuerza violentamente por consagrar la desigualdad en condiciones de crisis creando simulacros de igualdad para algunos: es una política y una cultura de atrincheramiento nacional-social, alimentada por el racismo, en una situación de catástrofe social real o anticipada. Como política de crisis, es un caso límite de «capitalismo salvando al capitalismo del capitalismo» (a veces incluso creando el espejismo de un capitalismo sin capitalismo)[63]. Contrarrestar los potenciales y procesos fascistas que atraviesan el presente global no puede significar, por tanto, subordinar la crítica práctica del capitalismo a frentes (im)populares diluidos con liberales o conservadores. El neoliberalismo «progresista» —el que subyace en la mayoría de las denuncias del fascismo por parte de la corriente dominante— se define por la producción y reproducción de desigualdades y exclusiones, acompañadas de manera inconsistente por compromisos formalistas y estereotipados con los derechos, la diversidad y la diferencia. Quienes hagan causa común con él tendrán que hacerlo conscientes de que están «defendiendo las puertas del imperio», aliándose con la causa para protegerse de sus efectos[64]. Quien no esté dispuesto a hablar de anticapitalismo, tampoco debería hablar de antifascismo. Este último, entendido en sentido amplio, no es solo una cuestión de resistir lo peor, sino que siempre será inseparable de la forja colectiva de formas de vida que puedan deshacer los romances letales de identidad, jerarquía y dominación que la crisis capitalista genera con tan sombría regularidad.

[1] Una sección, ahora perdida, de Hanover Merzbau [del artista vanguardista Kurt Schwitters] se llamaba «La catedral de la miseria erótica», un monumento destartalado que contenía, escondidos en sus diversas “grutas”, pequeños recuerdos solicitados o robados a amigos como Hannah Hoch, así como «una pequeña botella redonda con mi orina» y fotografías de personajes públicos como Hindenburg y Mussolini. Hal Foster, «Anyone can do collage», London Review of Books, 10 de marzo de 2022.

[2] Citado en Chapoutot, The Law of Blood, 230.

[3] Véase Judith Butler, «Why is the idea of «gender» provoking backlash the world over?», The Guardian, 23 de octubre de 2021.

[4] Michel Foucault, «Schizo-Culture: On Prisons and Psychiatry», en Foucault Live: Collected Interviews, 1961-1984, ed. Sylvere Lotringer, trad. Lysa Hochroth y John Johnston, Nueva York: Semiotext(e), 1996 [1989], 179. En un contexto diferente, Foucault también reflexionó sobre cómo, en ausencia de las «gigantescas sombras del fascismo y el estalinismo» y la «ansiedad política» que provocan en las sociedades contemporáneas, sus propias investigaciones sobre los intersticios del poder no habrían adquirido la «dirección e intensidad» que tomaron. Véase Foucault, «El fin de la monarquía del sexo», en Foucault Live, 221.

[5] Véase Alberto Toscano, «The Intolerable-Inquiry: The Documents of the Groupe d’information sur les prisons», Viewpoint Magazine, 25 de septiembre de 2013. Ibid., 169, 174.

[6] Ibid., 169, 174.

[7] Foucault, «Sade: Sergeant of Sex», en Foucault Live, 188. El rechazo de Foucault a enmarcar el nazismo en términos eróticos coincide en gran medida con las observaciones de Primo Levi sobre el cine de nazisploitation en un artículo periodístico de 1977. Véase Primo Levi, «Movies and Swastikas», en The Complete Works of Primo Levi, ed. Ann Goldstein, Liverlight: Nueva York, 2015.

[8] Foucault, Foucault Live, 189.

[9] Ibid.

[10] Jordy Rosenberg, «The Daddy Dialectic», Los Angeles Review of Books, 11 de marzo de 2018.

[11] Foucault, «Prefacio», en Gilles Deleuze y Félix Guattari, El anti-Edipo: Capitalismo y esquizofrenia, trad. Robert Hurley et al., Nueva York: Viking, 1977, xiii.

[12] Aunque surge de la misma coyuntura ideológica, este esfuerzo reflexivo por explorar un fascismo cotidiano o microfascismo debe distinguirse del discurso del «fascismo de izquierda» (Linksfaschismus) expresado por personas como Jürgen Habermas en respuesta a los movimientos radicales y armados de la década de 1970.

[13] Citado en Robin D. G. Kelley, Freedom Dreams, 147.

[14]  Félix Guattari, «Soy un ladrón de ideas», en Soft Subversions: Texts and Interviews, 1977-1985, ed. Sylvere Lotringer, trad. Chet Wiener y Emily Wittman, introd. Charles J. Stivale, Nueva York: Semiotext(e), 2009, 31. Para una versión anterior de este mismo argumento, véase Guattari, «El deseo es poder, el poder es deseo: respuestas a la conferencia Schizo-Culture», en Caosofía: Textos y entrevistas, 1972-1977, ed. Sylvere Lotringer, trad. David L. Sweet, Jarred Becker y Taylor Adkins, introducción de François Dosse, Nueva York: Semiotext(e), 2009, 287. Francois Dosse, Nueva York: Semiotext(e), 2009, 287. Guattari vio esta perspectiva micropolítica del fascismo anticipada en la observación de Daniel Guerin de que el capitalismo alemán e italiano de entreguerras no deseaba «privarse de este medio incomparable e insustituible de penetrar en todas las células de la sociedad, la organización de las masas fascistas». Citado en Guattari, «Todo el mundo quiere ser fascista», en Caosofía, 165.

[15] Guattari, «Una liberación del deseo», en Subversiones blandas, 152.

[16] Guattari, «Todo el mundo quiere ser fascista», en Caosofía, 164.

[17] Ibíd., 171. «Una micropolítica del deseo significa que, de ahora en adelante, nos negaremos a permitir que se nos escape ninguna fórmula fascista, sea cual sea la escala en que se manifieste, incluso dentro de la escala de la familia o incluso dentro de la escala de nuestra propia economía personal» (166).

[18] Gilles Deleuze y Michel Foucault, «Los intelectuales y el poder», en Foucault en vivo, 80.

[19] Foucault, «Film and Popular Memory», en Foucault Live, 127, 129. Las observaciones de Foucault pueden contrastarse útilmente con la posición adoptada sobre la sexualización del nazismo por Susan Sontag en su artículo, más o menos contemporáneo, «Fascinating Fascism», New York Review of Books, 6 de febrero de 1975.

[20] Ibíd., 128.

[21] Ibíd., 128-129.

[22] Guattari, «Todo el mundo quiere ser fascista», 168. Guattari también traza la «mutación de un nuevo maquinismo deseante en las masas» a partir de las características específicas de su inversión en el «estilo» de Hitler, que combina elementos plebeyos y de veterano de guerra con una «flexibilidad de tendero» a la hora de negociar con las grandes empresas y un «delirio racista» capaz de capturar «el instinto colectivo de muerte liberado de los osarios de la Primera Guerra Mundial» (165-166).

[23] Véase el incisivo comentario sobre el proyecto de Theweleit en el «Prólogo» de Barbara Ehrenreich a Klaus Theweleit, Male Fantasies, vol. 1 – Women Floods Bodies History, trad. Stephen Conway con Erica Carter y Chris Turner, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987, ix-xvii. Para un esfuerzo sorprendente por emplear el método de Theweleit, véase el ensayo de archivo de Jonathan Littell sobre el fascista belga Leon Degrelle, Le sec et l’humide. Une brève incursion en territoire fasciste, París: Gallimard, 2008. Littell señala con perspicacia, siguiendo a Theweleit, que para el fascista, la metáfora (como la «inundación» comunista feminizada) «nunca es solo una metáfora (de ahí la increíble eficacia de las metáforas fascistas)» (29).

[24] Para una brillante exploración temprana de la genealogía alemana de las asociaciones masculinas y su papel en la germinación de la política volkisch y nazi, véase Hans Mayer, «The Rituals of Political Association in Germany of the Romantic Period», en The College of Sociology (1937-1939), ed. Denis Hollier, trad. Betsy Wing, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988, 262-78. Sobre la forma del Bund en la derecha nacionalista alemana prenazi, véase también George L. Mosse, The Crisis of German Ideology: Intellectual Origins of the Third Reich, Nueva York: Grosset & Dunlap, 1964, 204-17. Es en el nivel del nexo entre la libido y la organización de los grupos políticos, más que en uno puramente psicoanalítico, donde mejor se aborda la controvertida cuestión del atractivo del fascismo para ciertos intelectuales y élites homosexuales, a pesar de su violenta homofobia. Véase, por ejemplo, George L. Mosse, «On Homosexuality and French Fascism», en The Fascist Revolution: Toward a General Theory of Fascism, Madison: University of Wisconsin Press, 2022, 139-44. Sobre la capacidad limitada de las teorías críticas del fascismo para abordar la homosexualidad y la queeridad, véase Bruce Baum, «Queering Critical Theory: Re-Visiting the Early Frankfurt School on Homosexuality and Critique», Berlin Journal of Critical Theory 5: 2, 2021, 5-67.

[25]  Bratich, On Microfascism, 52. Véase también Anson Rabinbach y Jessica Benjamin, «Foreword», Klaus Theweleit, Male Fantasies, vol. 2 – Male Bodies: Psychoanalyzing the White Terror, trad. Erica Carter y Chris Turner con Stephen Conway, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1989 xvii. Como señalan Rabinbach y Benjamin: «A Theweleit no le interesa la «ideología» como representación de la realidad, sino la construcción simbólica del otro como mecanismo de cohesión propia» (xxii).

[26] Bratich, On Microfascism, 30.

 

[27] Las actas del seminario se recogen en dos volúmenes bajo el título Eléments pour une analyse du fascisme. Séminaire de Maria-A. Macciocchi: Paris VIII – Vincennes 1975/1975, París: UGE, 1976.

[28] Macciocchi relata este enfrentamiento con gran detalle en el epílogo del vol. 2 de Eléments. Natacha Michael publicó un panfleto polémico contra Macciocchi un par de años más tarde: Contre M.A. Macciocchi: contribution à la critique d’une nouvelle branche de la science, la raciologie politique, Marsella: Ed. Potemkine, 1978. El Groupe foudre era una escisión de la UCFML, el grupo maoísta cofundado por Michel, Sylvain Lazarus y Alain Badiou.

[29] Maria Antonietta Macciocchi, «Les femmes et la traversée du fascisme», en Eléments pour une analyse du fascisme, vol. 1, 128-278; Macciocchi, La donna «nera»; Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», Feminist Review 1: 1, 1979: 67-82. Para una visión general perspicaz del debate sobre las mujeres y el fascismo, que aborda a Macciocchi, así como el antifascismo feminista de la década de 1970 en el Reino Unido (el Women and Fascism Study Group, Big Flame, Rock Against Sexism), véase David Renton, «Women and Fascism: A Critique», Socialist History 20, 2001, 72-83.

[30] Macciocchi, La donna «nera», 19.

[31] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 80.

[32] Ibíd., 69. Como observa Macciocchi: «El fascismo acude al rescate de los guardianes de la Iglesia. Puede hacerlo gracias a la sumisión de las mujeres, cuyos instintos puede canalizar hacia una especie de nuevo fervor religioso» (68).

[33] Ibid., 70. Sobre el nexo entre la necrofilia feminizada y la adulación sexualizada de Mussolini, véase también Carlo Emilio Gadda, Eros e Priapo. Versione originale, eds. Paola Italia y Giorgio Pinotti, Milán: Adelphi, 2016, 93, 108, 237.

[34] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 73.

[35] Jane Caplan, «Introduction to Female Sexuality in Fascist Ideology», Feminist Review 1.1 (1979), 62. Tanto Mussolini como Hitler siguieron la psicología de masas de Gustave Le Bon al considerar constantemente a las masas como «femeninas» (irracionales, histéricas, emocionales, deseosas de subordinación, etc.), cuando no las veían como un material pasivo que el líder-artista podía esculpir.

[36] Ibíd., 61-2.

[37] Ibíd., 65.

[38] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 75.

[39] Dagmar Herzog, Sex after Fascism: Memory and Morality in Twentieth-Century Germany, Princeton: Princeton University Press, 2005. Agradezco a Quinn Slobodian por recomendarme la obra de Herzog. Véase también, para una convincente visión crítica de la bibliografía sobre esta cuestión, Ishay Landa, «The Wandering Womb: Fascism and Gender», en Fascism and the Masses: The Revolt Against the Last Humans, 1848–1945, Londres: Routledge, 2018, 320-53.

[40] Theweleit, Male Fantasies, vol. 2, 7.

[41] Ibíd., 259.

[42] Como declaró Richard Walther Darre, ideólogo de la sangre y el suelo y ministro nazi de Alimentación y Agricultura: «La raza nórdica siempre ha considerado ajena cualquier negación del cuerpo. Solo cuando la inmensa sombra de un ascetismo hostil a la belleza se alzó en Oriente provocó el eclipse de la cultura en la Antigüedad». Citado en Johann Chapoutot, Greeks, Romans, Germans: How the Nazis Usurped Europe’s Classical Past, Berkeley: University of California Press, 2016, 181.

[43] Tim Mason, «Women in Germany, 1925–1940», en Nazism, Fascism and the Working Class, ed. Jane Caplan, Cambridge: Cambridge University Press, 1995, 192.

[44] Ibíd., 206. Cabría añadir que la imagen más escalofriante de la vida sexual del fascismo no hay que buscarla en Ilse, la loba de las SS y obras similares, sino en las instantáneas privadas de la vida familiar serena y feliz en los cuarteles de los oficiales de los campos de exterminio.

[45] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 67.

[46] Ibíd., 81; Macciocchi, La donna «nera», 21.

[47] Robyn Marasco, «Reconsidering the Sexual Politics of Fascism», Historical Materialism (blog), 25 de junio de 2021.

[48] Ibid. Este antifeminismo femenino debe vincularse a la apropiación neofascista de la implosión de la familia nuclear esbozada por Rosenberg en «The Daddy Dialectic»: «La familia, en pocas palabras, se fragmenta bajo el peso de lo que tiene que compensar con la retirada de los recursos estatales en tiempos de austeridad. El neofascismo contemporáneo cosecha esta fragmentación, esta descomposición familiar que, como una estrella que colapsa, emite un caos de energía al ser aspirada hacia el olvido. Nótese que, aquí, el neofascismo no se trata de reclamar la superioridad moral para sí mismo. Más bien, se regocija en llevar a cabo su perversidad».

[49] Lewis y Seresin sugieren que hay «una especie de Eros que recorre el archivo de la extrema derecha de los derechos de la mujer: nos parece palpable en el placer que la gente encuentra en ejercer el autoritarismo maternalista, en la euforia de la cosmovisión que sufre la feminidad, en el apego herido que sustenta el separatismo cis del mismo sexo… Hay una especie de fatalidad emocionante y sacrificial que acompaña a la condición de ser las llamadas mujeres nacidas mujeres, a los ojos de las participantes en el feminismo eugenésico». Sophie Lewis y Asa Seresin, «Fascist Feminism: A Dialogue», Transgender Studies Quarterly 9:

3, 2022, 464, 469-70.

[50] Como bromeó el artista y activista contra el sida David Wojnarowicz en la década de 1980 sobre los esfuerzos del senador republicano estadounidense Jesse Helms por bloquear la financiación federal de cualquier programa que mencionara la homosexualidad: «Los fascistas vestidos de conservadores han montado a Helms y lo han cabalgado a través de los cimientos de la Constitución». Close to the Knives: A Memoir of Disintegration, Londres: Serpent’s Tail, 1992, 129.

[51] Natasha Chang, The Crisis-Woman: Body Politics and the Modern Woman in Fascist Italy, Toronto: University of Toronto Press, 2015. Comentado en Serena Bassi y Greta LaFleur, «Introduction: TERFS, Gender-Critical Movements, and Postfascist Feminisms», TSQ: Transgender Studies Quarterly 9: 3, 2022, 315.

[52] Cara Daggett, «Petro-masculinity: Fossil Fuels and Authoritarian Desire», Millennium: Journal of International Studies 47: 1, 2018, 44. Sobre los salarios psicológicos del autoritarismo fósil, véase también Malm y Zetkin Collective, White Skin, Black Fuel.

[53] Klaus Theweleit, «Postface», en Littell, Le sec et l’humide, 124. Entre las instituciones mencionadas por Theweleit, a través de Rigoberta Menchú, se encuentra el escuadrón de la muerte latinoamericano, que manifiesta una de las características universales del fascismo corporal analizado por Theweleit, a saber, «una transgresión autorizada hacia el crimen, que se manifiesta al mismo tiempo que se lleva a cabo» (124).

[54] Sobre el antifascismo queer, véase Rosa Hamilton, «The Very Quintessence of Persecution: Queer Anti-fascism in 1970s Europe», Radical History Review 138, 2020, 60-81.

[55] Bassi y LaFleur, «Introduction: TERFS, Gender-Critical Movements, and Postfascist Feminisms», TSQ: Transgender Studies Quarterly 9: 3, 318. Véase también el esfuerzo por desenterrar la lógica capitalista de abstracción que subyace a la transmisoginia fascista y al antisemitismo, personificada en la figura del judío como inventor del transgénero, en Joni Alizah Cohen, «The Eradication of «Talmudic Abstractions»: Anti-Semitism, Transmisogyny and the National Socialist Project», blog Verso, 19 de diciembre de 2018.

[56] Me inspiro aquí en la incisiva discusión de Dorian Bell sobre la «escalaridad racial» en Bell, Globalizing Race.

[57] Consideremos, por ejemplo, instituciones como el Congreso Mundial de las Familias y la defensa de la familia heteronormativa realizada por la primera ministra posfascista italiana Giorgia Meloni en su reunión de 2019 en Verona. Meloni es una defensora habitual de la narrativa del Gran Reemplazo.

[58] Véase Theweleit, Male Fantasies, vol. 2, así como el prólogo de Rabinbach y Benjamin al volumen.

[59] Theweleit cita el «sueño nazi» de uno de sus principales ideólogos, Alfred Rosenberg: «Un impulso intangible dentro de las masas ha deseado durante mucho tiempo liberarse de la miserable creencia de que la vida está destinada al placer, una creencia contagiosa que es verdaderamente judía en su naturaleza. Hoy en día, el idilio del «paraíso en la tierra» ha perdido gran parte de su atractivo». Theweleit comenta: «Esta cita de Rosenberg es una formulación muy explícita del programa nazi para las masas: combatir cualquier esperanza de un verdadero «paraíso en la tierra», una vida real en el placer; calificar el deseo de una vida mejor como una enfermedad, los placeres humanos como una enfermedad contagiosa cuyo principal portador es el «elemento judío», con su perpetua tendencia al mestizaje». Theweleit, Male Fantasies, vol. 2, 9. ¿Fascismo: eros sin felicidad, deseo sin placer? Como escribe Alexandra Minna Stern, refiriéndose a Jason Stanley, para la extrema derecha estadounidense, «eliminar la posibilidad de la fluidez de género es fundamental para la restauración de la América patriarcal y blanca». Stern, Proud Boys and the White Ethnostate, 134.

[60] La obra de Ernst Fraenkel de 1941, El doble Estado (que postulaba la coexistencia en la Alemania nazi de un Estado normativo para los ciudadanos «arios» y un Estado prerrogativo «al margen de la ley» para el resto) es uno de los marcos en los que se basó el difunto filósofo y intelectual antifascista húngaro G. M. Tamas para identificar la «hostilidad hacia la ciudadanía universal» como el hilo conductor que une el fascismo y el posfascismo, para lo cual también recuperó la fórmula de Seymour Martin Lipset «el extremismo del centro». Véase G. M. Tamas, «On post-fascism», Boston Review, 1 de junio de 2000.

[61] Brendan O’Connor, Blood Red Lines: How Nativism Fuels the Right, Chicago: Haymarket, 2021, 127. Aunque centrado en Estados Unidos, el término «fascismo fronterizo» acuñado por O’Connor y su convincente descripción de su dependencia como ideología de toda una infraestructura de filantropía de extrema derecha, think tanks, etc., pueden trasladarse útilmente a otros escenarios.

[62] Gilmore, Abolition Geography, 451, 495.

[63] Ibíd., 306.

[64] Mike Giglio, «Mirrorglass: How Jan. 6 Brought Frontier Violence to the Heart of U.S. Power», The Intercept, 3 de enero de 2023.

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[Jasper Bernes] Investigación y organización tras el levantamiento de George Floyd

[Nota del Traductor: Este texto fue originalmente publicado el día 28 de abril de 2025 en el sitio web de Il Will Editions bajo el título de Inquiry and organization after the George Floyd Uprising. Cabe destacar que el texto menciona repetidamente el caso del «estallido social en Chile», según la denominación del autor. No compartimos esta denominación, sino la de revuelta social, aunque no culpamos a Jasper Bernes por su uso, ya que este es el nombre bajo el que se dió a conocer la revuelta de 2019 internacionalmente. Aquí, puede encontrarse una detallada investigación de nuestra autoría sobre el carácter contradictorio de este proceso desde una perspectiva muy afín a la del texto de Jasper Bernes, pero enfocada específicamente en las limitaciones y posibilidad del movimiento práctico de la revuelta chilena].

Como conclusión de El futuro de la revolución y su último capítulo, «Investigación, organización y el largo 1968», el breve extracto que figura a continuación analiza el levantamiento de George Floyd como ejemplo de movimiento revolucionario de nuestro tiempo, que se enfrenta a impasses similares a los de las luchas en todo el mundo. ¿Qué hay de nuevo y qué hay de viejo en la revolución del siglo XXI? Hoy, como siempre, la suspensión del poder armado del Estado, un proceso que se desarrolla gradualmente, sigue siendo su primera condición, permitiendo la socialización de la riqueza por parte de una comunidad humana sin clases, sin dinero y sin Estado. El análisis de Bernes sobre la investigación técnica —el mapeo de las fuerzas productivas— se basa en un análisis anterior de la investigación proletaria organizada y la investigación como organización desde la Segunda Guerra Mundial. Transformar la riqueza acumulada del capitalismo en una sociedad sin clases sin límites fijados de antemano, haciéndola manejable y transparente para todos, requerirá un inventario vivo de recursos, capacidades y necesidades, que se contabilicen entre sí de la misma manera en que contabilizamos las cosas.

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A veces se ve así. Ante alguna nueva austeridad, injusticia, crisis o desastre, un movimiento de masas se reúne de forma excéntrica a la producción, impide la circulación, lucha con la policía, saquea y quema. Es una huelga masiva, pero no es una huelga. Tiene sus altibajos, su dinámica centrífuga y centrípeta, que se expande en espiral desde el centro de la ciudad hacia los suburbios o se contrae en espiral desde los suburbios hacia el centro. No tiene medios formales y sistemáticos de toma de decisiones ni de rendición de cuentas, aunque estos tienden a surgir de forma local y ad hoc, No dispone de medios sistemáticos formales de toma de decisiones o de rendición de cuentas, aunque éstos tienden a surgir a nivel local, ad hoc, propicios a la captura política por parte de actores malos o buenos. Tampoco hay ningún sentido de objetivo común, en ausencia del cual domina una especie de maximalismo en blanco. Las opciones son luchar más duro o no luchar en absoluto. La brillantez táctica abunda en ausencia de cualquier estrategia.

Se trata de un movimiento limitado, por un lado, por la policía y, por otro, por la economía. No puede penetrar en la producción; el trabajo continúa, en su mayor parte, excepto cuando las movilizaciones se vuelven tan masivas que paralizan indirectamente la economía. En la medida en que se vuelve revolucionario, es solo una revolución política y superficial, capaz de derrocar a tal o cual líder odiado, pero incapaz de alterar la economía o el aparato estatal represivo, que tienden a endurecerse ante el asalto insurreccional. La politización del movimiento revolucionario emergente conduce a callejones sin salida electorales, referéndums suicidas o, en el mejor de los casos, a la aprobación de una ley que el capital anulará más tarde. El peso muerto de la policía —y, detrás de ella, el ejército— se interpone en su camino. Esto conduce a menudo a una especie de interiorización, a un énfasis en los valores éticos que anticipan el comunismo, a un deseo de construir el nuevo mundo dentro de la cáscara del antiguo, lo cual no puede realizarse sin la extensión y la intensificación del movimiento, sin la apropiación de la riqueza social.

A falta de algún elemento nuevo, este movimiento fracasará, como otros lo han hecho. Será aplastado o se marchitará, y sus partidarios se dispersarán. ¿Qué se necesitaría para que tuviera éxito? La propia historia tendría que dar a luz una organización revolucionaria autorreflexiva capaz de atraer a la gran mayoría de la sociedad, abarcando el lugar de trabajo y el hogar, la ciudad y el campo, los viejos y los jóvenes, produciendo libre y transparentemente para el uso libre y común de sus miembros. De la comuna y el consejo podemos derivar la lógica de tal organización, pero no sus condiciones históricas suficientes, su emergencia desde y contra el desastre del capital como tal.

¿Organizarse ahora o esperar un momento oportuno? Sí. A largo plazo, lo que habrá triunfado será probablemente el trabajo paciente de generaciones, tanto como el trabajo rápido de semanas extáticas. Los movimientos de años y los movimientos de meses convergen durante los días revolucionarios. Pero en esos momentos, no se pregunta sí o no, y así el hecho de preguntar es su propia respuesta. La minoría militante, el movimiento de los comunistas, es un transistor, una caja negra con alguna función, pero no puede transmitir una señal que no existe. Al mismo tiempo, su propio ruido introduce infidelidades reales, por lo que la transmisión es siempre, en cierta medida, una clarificación. Buscar y amplificar lo que es crítico dentro de la práctica proletaria, lo que es consciente de sus propios límites y de la necesidad de superarlos, es la tarea intermedia ineludible.

¿Qué habrá funcionado? Tendrá que haber sido un ejemplo seleccionado de la lucha proletaria y refinado, clarificado, por la propia lucha: la teoría del ejemplo comunista extraída de la teoría y la práctica de Jan Appel es la teoría de la acción replicable, cuya proliferación, extensión e intensificación producirían el comunismo. La proliferación de la medida comunista se difunde y expande a través de la medida comunista misma y, por lo tanto, no necesita ser formulada antes del hecho. Y, sin embargo, estas medidas se extenderán, o no, a un ritmo que dependerá de su mediación por las redes y relaciones existentes entre los proletarios. Aquí es donde la teoría catalítica del partido de Appel sigue siendo relevante. Formal o no, el partido es lo que cataliza la medida comunista —en el caso de Appel, el consejo—; es el medio crítico de su transmisión en y a través de la práctica. Emerge como consecuencia de la acción clarificadora de la propia medida comunista, que encuentra sus compromisos incluso donde no existe una organización formal, agudizando las contradicciones en todas partes.

Reflejar las luchas proletarias, propias o ajenas, amplificarlas críticamente, es, por lo tanto, la primera tarea de la teoría. La acción que importa es la acción conjunta, que en sus significados se muestra consciente de la acción con otros, cercanos o lejanos, pasados, presentes y futuros, y por lo tanto conduce a la acumulación de la acción. Lo que importa organizativamente son los sitios que difunden y amplifican la reproducción de la lucha. La tarea es establecer correspondencias, redes en las que puedan proliferar las resonancias comunistas.

Por consiguiente, la primera tarea del movimiento comunista es observar las luchas actuales, las propias y las próximas en primer lugar, para reflexionar críticamente sobre ellas, es decir, desde el punto de vista del comunismo y sus contornos lógicos. El periódico como partido de Lenin es un cliché organizativo, pero se basa en una obviedad: toda organización comunista es un medio de comunicación para la acción, lo cual también es cierto para los comités de correspondencia antileninistas del renacimiento del comunismo consejista. La diferencia es que, en este último caso, estas redes no son simplemente lugares para la consolidación de una dirección hegemónica, sino para la proliferación crítica de la lucha, cuya clarificación revelará el consenso comunista tal y como existe. El objetivo no es dirigir un movimiento o simplemente expandirlo, sino facilitar la difusión de los ejemplos revolucionarios elegidos por la propia lucha.

La investigación de la lucha de clases es, por lo tanto, el ámbito de la ultraizquierda, tal y como la hemos definido. Los mejores y más minuciosos escritos sobre las luchas contemporáneas suelen ser obra de grupos influenciados de alguna manera por el renacimiento del comunismo consejista o por su crítica desde el punto de vista de la comunización, desde Endnotes hasta Théorie Communiste, desde Chuang hasta Angry Workers, desde Insurgent Notes hasta Field Notes en Brooklyn Rail, y es de estos proyectos, y de muchos otros, de donde extraigo mi aclaración y síntesis de la lógica de la era actual de luchas. Quienes renuncian a cualquier papel en la dirección de las luchas suelen ser los mejores para escuchar lo que estas tienen que decir sin prejuicios, proyecciones ni hipérboles. Y aunque estos proyectos no son en absoluto un relevo para la acción proletaria, cuando surgen movimientos, desarrollan medios en los que se producen debates, discusiones similares y se transmite un conocimiento similar.

El breve esbozo con el que comencé este capítulo podría ser una descripción de cualquiera de los muchos levantamientos y movimientos sociales recientes: el Estallido Social en Chile, los chalecos amarillos en Francia, el Levantamiento de George Floyd de 2020 en los Estados Unidos, sin mencionar muchos otros ejemplos de los últimos veinte años. En el caso de este último, se ha escrito muy poco sobre el levantamiento de George Floyd fuera de las revistas mencionadas anteriormente, el proyecto Ill Will (también de orientación ultraizquierdista), una colección editada por el Grupo Vortex y publicada por PM Press (que contiene principalmente artículos publicados en Ill Will), y el libro States of Incarceration, de Zhandarka Kurti y Jarrod Shanahan, publicado por Field Notes. 1 La ausencia de una reflexión significativa sobre el levantamiento por la muerte de George Floyd tiene mucho que ver con lo que Idris Robinson ha descrito como su «negación y desarticulación» por parte de la izquierda, gran parte de la cual quedó paralizada por el fenómeno de Bernie Sanders y el torbellino mediático de Donald Trump. 2 En un momento caótico de la pandemia, con Trump y sus redes respondiendo de forma hiperbólica y apocalíptica al levantamiento, los liberales y la izquierda produjeron sus propias construcciones conspirativas, en las que los disturbios eran, en algunos lugares, expresiones limitadas de un descontento justificado y, en otros, la acción de provocadores malintencionados y oportunistas criminales. Sin embargo, durante un breve momento, otros canales brillaron con el ejemplo revolucionario, en primer lugar la quema de la comisaría del tercer distrito policial de Minneapolis. El movimiento se extendió a través de un contagio mimético (e incluso «memético»), una red de prácticas proliferantes que se extendió por cientos de ciudades estadounidenses en los primeros días del levantamiento.3 Se trataba de prácticas tanto nuevas como antiguas, refinamientos de un repertorio de tácticas ya existente, difundidas a través de aplicaciones de mensajería semiprivadas, en parte abiertas, en parte cerradas.

La primera tarea de cualquier revolución es desarmar a la policía y armar al proletariado. Este proceso no se puede llevar a cabo de la noche a la mañana, como hemos visto. Ni siquiera el colapso total del Imperio alemán y su ejército en 1918 abolió por completo el poder armado del Estado: los oficiales conservadores del Reich y sus unidades reformadas compitieron con los consejos y las milicias obreras por el control. Vimos destellos de este colapso del poder estatal armado durante el levantamiento de George Floyd. La propagación del movimiento desde Minneapolis se vio en parte catalizada por el ejemplo revolucionario del tercer distrito policial incendiado: se trataba de una acción replicable, tanto un grito de guerra como la acción en sí misma, un acto que llamaba a más actos, a su reproducción insurreccional. La destrucción de la tercera comisaría fue, en parte, el resultado de una retirada táctica de la policía, una desmovilización y no una derrota total, después de que la comisaría fuera sitiada por una combinación de manifestantes armados y no violentos. Aquí también vimos la réplica de nuevas «tácticas de primera línea», aprendidas en parte del levantamiento de Hong Kong de 2018: el uso táctico de láseres, paraguas y fuegos artificiales para combatir y defenderse de la policía.

Sin embargo, el movimiento se caracterizó por la incapacidad de esta acción para extenderse. A principios de junio, en Seattle, donde las multitudes se centraban especialmente en los enfrentamientos con la policía, las escaramuzas frente a la comisaría del liberal barrio de Capitol Hill provocaron una desmovilización similar, ya que los agentes se retiraron del edificio. Algunos de los presentes querían quemar también esta comisaría e intentaron hacerlo, pero fueron detenidos por la milicia informal presente, que estaba allí aparentemente para defenderse de los ataques de los contramanifestantes de MAGA y neofascistas, pero que en este caso vigilaba el movimiento. En su lugar, se decidió ocupar, barricar y defender la zona, ahora una zona autónoma libre de policía. Aquí se seleccionó otra forma potencialmente replicable por la propia lucha, la zona autónoma, y estas zonas ya se habían formado en Minneapolis, en el lugar donde fue asesinado George Floyd, y se formarían también en otras zonas, como lugares informales para el movimiento. Por ejemplo, tras el asesinato policial de Rayshard Brooks en un Wendy’s de Atlanta a finales de verano, multitudes abolicionistas rodearon el restaurante de comida rápida, lo incendiaron y establecieron allí una zona autónoma. El hecho de que estos dos ejemplos revolucionarios —incendiar y ocupar— estuvieran reñidos en Seattle, cuando está claro que destruir el poder policial y establecer zonas libres de policía son actividades complementarias, incluso actividades que se presuponen mutuamente, indica la incoherencia del movimiento y sus objetivos indefinidos.

Si bien el incendio de comisarías no se extendió por las ciudades estadounidenses, sí lo hizo el incendio provocado. Una de las primeras conclusiones de una investigación sobre el levantamiento de George Floyd, es que el fuego es enormemente eficaz para hacer ingobernables las ciudades estadounidenses. El fuego desmoviliza a la policía, un patrón que se repite en una ciudad tras otra. Una vez que se produce un cierto número de incendios, la policía pasa a la protección pasiva de los bomberos, al control del tráfico y a la defensa de los lugares clave. Esto da lugar a una temporada de caza abierta en la propiedad privada, ya que los saqueos incipientes en los centros de las ciudades, cerca de los lugares de enfrentamiento, se vuelven cada vez más organizados, descarados y extensos, con una amalgama entre redes nuevas y otra ya existentes que eligen objetivos diferentes y mal protegidos, normalmente centros comerciales suburbanos, en un radio cada vez mayor desde el centro de la ciudad, y que se llevan a cabo con vehículos en lugar de a pie. En muchas ciudades, estas vacaciones de la policía duraron entre tres y cinco noches, tras lo cual una ralentización natural de los saqueos y los incendios provocados permitió a la policía restablecer el control. Si no podían hacerlo, se llamaba a la Guardia Nacional, como ocurrió en cierta medida en más de treinta y un estados. A principios de junio, ochenta ciudades estaban bajo toque de queda.

Este fue el momento crítico para el movimiento. Se bloqueó una mayor escalada insurreccional, excepto en los casos en que facciones organizadas pudieron impulsar los acontecimientos, como ocurrió en Portland —lo que dio lugar a una secuencia de lucha única en esa ciudad— o en los casos en que acontecimientos locales posteriores, como el asesinato de Rayshard Brooks, reavivaron una secuencia local. El fuego fue el medio de este movimiento en sus inicios, pero también sirve como una potente metáfora de su dinámica interna. El fuego es incontrolable y está dirigido por variables físicas que no se pueden conocer de antemano, pero también erosiona sus propias condiciones de reproducción: se consume, como se consumen los disturbios, dejándose sin aire ni combustible. Recordemos que, para Luxemburgo, esta es la característica central de los movimientos, su ritmo periódico, y que un momento así podría ser el precursor de una intensificación posterior si esta pausa permite su propagación a material nuevo y más fresco, llevando las brasas a los pajares de la ciudad. Algo así ocurrió, una proliferación capilar del movimiento y de sus consignas y lemas a principios de junio y en vísperas de las históricas fiestas del 19 de junio y el 4 de julio, pero no se convirtió en la base de una posterior reintensificación del movimiento. Sin duda, se podría llenar una pequeña biblioteca con la legislación abolicionista, bienintencionada pero vacía, propuesta durante esas primeras semanas y posteriormente neutralizada, así como con las declaraciones oportunistas de oposición al racismo contra los negros y a la violencia policial, y olvidadas a la primera oportunidad, que fueron emitidas por parte de organizaciones, empresas, municipios y todos aquellos que tenían una plataforma.

A medida que los saqueos se dispersaban y se volvían más complejos desde el punto de vista técnico, también se volvían menos comunistas, festivos y colectivos, siendo crecientemente monopolizados por bandas criminales que extenderían sus empresas insurreccionales hasta el verano y más allá centrándose en objetivos de alto valor. Tras unas semanas de grandes manifestaciones y marchas convocadas por grupos liberales, el movimiento quedó cada vez más dominado por militantes que buscaban formas de prolongar el enfrentamiento. En Portland, donde las marchas rituales contra la policía continuaron todas las noches durante el mes de junio, con continuos enfrentamientos con la policía en torno al edificio federal, Trump federalizó la respuesta policial, creando así un nuevo foco político para el movimiento en Trump. Esto fue lo que permitió que el movimiento se prolongara hasta julio, ya que Trump había convertido efectivamente el levantamiento en un referéndum sobre la historia nacional y la tarea inconclusa de la Reconstrucción Negra, lo que quedó especialmente claro en la ola de retiradas activistas de estatuas confederadas, a menudo llevadas a cabo de forma preventiva por las autoridades. Sin embargo, estos derribos se extendieron más allá de los Confederados, apuntando también a los reconstruccionistas genocidas, y se convirtieron en una forma bajo la que el movimiento articuló sus valores a través de la historia estadounidense.

Por otro lado, el movimiento parecía tener dificultades para conocerse a sí mismo o darse a conocer, y desde el principio se vio acompañado de una epistemología paranoica. ¿Quiénes eran? El carácter multirracial del levantamiento, especialmente de sus participantes jóvenes, se trató como un escándalo, que se explicaba como una provocación policial o una infiltración de supremacistas blancos. Mientras que los medios de comunicación de derecha lo trataron como una insurrección liderada por los demócratas, los medios liberales condonaron los disturbios como una indignación justificable, restando importancia a su alcance y violencia, y señalando las grandes marchas pacíficas que tuvieron lugar durante el día después de los días insurreccionales como el verdadero corazón del movimiento. En las zonas autónomas, donde podría haber habido coordinación y extensión, los problemas prácticos de la abolición de la policía lo hicieron imposible. Se trataba, en la práctica, de zonas sin ley, lo que las convirtió en áreas de oportunidad para todo tipo de personas. Se produjeron tiroteos caóticos y hubo personas que recibieron disparos de los defensores del movimiento, que claramente no eran ni policías ni vigilantes fascistas. Esto no quiere decir que estas zonas autónomas no pudieran haberse estabilizado y ampliado, pero para ello habría sido necesario establecer una coherencia ética y organizativa que las convirtiera en espacios por los que valiera la pena luchar: tendrían que estar libres de la policía, pero también ser espacios de verdadera libertad y autonomía para las personas. En Minneapolis, esto ocurrió hasta cierto punto en los primeros días. Se abrió un hotel ocupado y se alojó a personas de forma gratuita. Se crearon depósitos donde se distribuían los bienes saqueados, pero estas iniciativas habrían tenido que ampliarse, profundizarse y dotarse de una coherencia replicable. Aquí la investigación debe volverse especulativa.

Todo el mundo odia a la policía, pero nadie sabe qué hacer con ella. El logro del levantamiento de George Floyd fue revelar esta unanimidad fundamental, que incluso los liberales podrían admitir. Incluso la policía odia a la policía. El nombre que el movimiento dio a esta unanimidad fue «abolición»: ¡abolir la policía! Este fue su grito, y el incendio de la tercera comisaría su objetivo correlativo. Pero es imposible imaginar la abolición de la policía independientemente de la abolición de la sociedad de clases, o sea, de la instauración del comunismo. Quemar dos, tres, cuatro, muchas comisarías parece suicida si no existe la posibilidad de cultivar una forma de vida que pueda prescindir de la policía. Tampoco se puede construir el nuevo mundo sobre las cenizas del antiguo: se necesita su riqueza, sus recursos y capacidades reales. Así, la abolición llega a significar todo y nada. Dado que la policía es un enemigo absoluto, un mal absoluto, se puede considerar que la lucha contra ella es un juego de suma cero. Cualquier reducción de las prisiones es buena. Cualquier reducción de la violencia policial es buena y, por lo tanto, todas las reformas son abolicionistas. Pero esto también es cierto para cualquier cosa que mejore prácticamente la vida de las personas.

Y, sin embargo, hay que trabajar con los términos que el proletariado ya ha elegido, como nos muestra Jan Appel, y en el caso del levantamiento por George Floyd esto está claro. El nombre del ejemplo revolucionario es «abolición», pero aún no ha encontrado su forma, ya sea el incendio provocado, la zona autónoma o cualquier otra cosa. Abolición era el nombre del soviet sin consejos del movimiento y sus partidarios revolucionarios. Y al igual que con los soviets, su significado era indeterminado: necesitaba una restricción de sus participantes, una delimitación de sus funciones. Así es como se podrían haber respondido los llamamientos al liderazgo negro del movimiento, no simplemente por parte de personas, sino en el compromiso fundamental del movimiento con la abolición, no solo con la superación de la policía, sino con la larga historia de dominación racial en los Estados Unidos, la tarea inconclusa de la abolición de la esclavitud, es decir, la abolición de la sociedad de clases y, con ella, la racialización. ¿Qué pasaría si, en Minneapolis o en cualquier otro lugar, en estos primeros días, se celebrara una gran asamblea abolicionista, cuyo resultado fuera la formación de un comité abolicionista y la ocupación permanente de un espacio determinado? ¿Qué pasaría si esto se extendiera a otras ciudades? ¿Qué pasaría si estos comités pudieran crecer y menguar a medida que el movimiento atravesara sus fases, prolongando las energías de un momento inicial hasta un posterior recrudecimiento insurreccional? Estos serían espacios en los que el significado de la abolición tendría que determinarse de manera práctica, tanto a través de la creación de zonas libres de vigilancia policial como a través de la superación práctica de las estructuras del racismo contra los negros, tanto internas como externas. Esto implicaría, naturalmente, el liderazgo y la participación de los proletarios negros, pero también, y de igual importancia, el liderazgo y la participación de aquellos fundamentalmente comprometidos con la abolición, en todos su amplio significado.

El comité de abolición en mi construcción es una ficción heurística, un marcador de posición, un nombre para una forma que aún no ha surgido. No debe tomarse al pie de la letra, y tal forma solo puede convertirse en una respuesta a las preguntas planteadas por los propios movimientos: surgen por necesidad y no por elección, y como expresión del contenido proletario y comunista de dicho movimiento. Llamar a comités o consejos en ausencia de tal momento es gritar en el vacío. No obstante, esta ficción es útil para sondear ciertas funciones que habría que cumplir para que el movimiento lograra convertirse en revolucionario, y obviamente requiere una gran abstracción de las cuestiones particulares propias del levantamiento por George Floyd. ¿Qué tendrían que hacer estos comités de abolición, aparte de abolir la sociedad de clases y, con ella, al proletariado y a sí mismos? En primer lugar, tendrían que servir de reflector crítico y amplificador del contenido de la lucha misma, de la distribución de tácticas y formas viables que pudieran agudizar los medios del movimiento y aclarar sus fines, extendiendo las energías de los disturbios a nuevas categorías y espacios sociales. Necesitarían catalizar la acción entre los no militantes y los no activistas, en los lugares de trabajo, las escuelas y las prisiones. Necesitarían establecer correspondencias, a través de la prensa escrita y otros medios de comunicación, y permitir así la autorreflexividad. Necesitarían establecer puntos de entrada abiertos, formas en que la gente pudiera participar, tanto en la vida real como en línea.

Desde el principio, cabe esperar que estos comités estén dominados por grupos oportunistas o, en el mejor de los casos, reformistas, y que se orienten hacia la legislación y el trabajo electoral. Probablemente surgiría una tendencia hacia la creación de una enmienda constitucional o un referéndum nacional, como ocurrió con los chalecos amarillos en Francia y el Estallido Social en Chile, y anteriormente con Podemos en España y Syriza en Grecia. Estas tendencias deberían ser contrarrestadas mediante el fomento de la capacidad organizativa fuera de los entornos típicos de la izquierda; dicha resistencia requeriría la extensión de estos desarrollos a los lugares de trabajo y los barrios, así como el fomento de una capacidad real de autoorganización en ellos, que pudiera resistir la politización institucional del movimiento. La coordinación debe buscarse fuera del Estado. Aquí es donde la investigación podría convertirse en la forma misma de organización. Los comités de abolición podrían dedicarse no solo al trabajo práctico, sino también al trabajo especulativo: ¿Cómo sería la abolición? ¿Qué requeriría?

Mientras se desarrollaban los disturbios, las ocupaciones, los bloqueos, el sabotaje y la expropiación, los comités de investigación para la abolición podrían desarrollar esencialmente planes para el comunismo. Sus preguntas fundamentales serían: ¿Qué harían si el poder del Estado desapareciera hoy? ¿Qué harían si no hubiera más policía y, detrás de ella, más ejército? ¿Qué haría si se quemaran todas las prisiones? Una tarea clave de estos comités de investigación sería la investigación técnica de las condiciones de la producción capitalista y la vida cotidiana. La apropiación y transformación de los medios de producción existentes en producción y distribución comunistas es también la apropiación y transformación del conocimiento correspondiente a dichos medios, su dimensión virtual, haciéndolos transparentes y manejables para todos. Se trata de un proceso especulativo, porque la pregunta para los comunistas no es solo cómo funciona esto, sino cómo podría funcionar. Un comunista mira una central eléctrica, una fábrica, un supermercado, una flota de autobuses o una granja siempre con la mirada puesta en lo que podría ser en el comunismo, que no es en absoluto lo que es en el capitalismo. Pero lo que podría ser está fundamentalmente determinado por lo que es, y por lo tanto, el conocimiento de la base de datos de los recursos existentes es el primer paso para producir una historia real del comunismo a partir de ellos.

¿A qué se dedica la gente donde viven? ¿Qué se produce y con qué insumos? ¿De dónde viene la electricidad? ¿Y el agua? ¿Cómo se abastecen los mercados? Pocos de nosotros conocemos las respuestas a estas preguntas en profundidad. Para Appel, el papel del partido comunista era proporcionar un marco, los consejos, y, por lo tanto, también su teoría. Los Grundprinzipien [Principios fundamentales de la producción y distribución comunista] son un modelo que puede aplicarse mediante una apropiación deliberativa. Pero aquí pienso en un marco a un nivel más fundamental, no un plano, sino un mapa con la ubicación de los elementos a partir de los cuales los propios constructores podrían construir un plano.4 No es tanto un plan común como un plan para un plan común. La construcción del mapa sería también, en parte, una labor de unión de quienes poseen los conocimientos que lo componen, estableciendo conexiones con las personas que trabajan en el departamento de aguas, la empresa eléctrica, los distribuidores a los mercados. La idea es imaginar un atlas de la reproducción comunista, con todo el conocimiento que un movimiento comunista podría necesitar para comenzar a reproducirse a sí mismo, en un momento insurreccional determinado. La recopilación y el refinamiento de esos datos antes de que se produzca el hecho es, por supuesto, imposible, pero esto no significa que no se pueda recopilar nada. Cualquier aclaración previa puede ser útil.

Estos mapas también pueden ser útiles durante la fase de huelga masiva de un movimiento, mucho antes de que se plantee la cuestión de la comunización o la socialización de la riqueza. Durante los momentos iniciales del levantamiento de George Floyd, cuando la policía estaba paralizada por el trabajo de extinción de incendios, se podría haber hecho casi todo lo que los militantes querían, pero las multitudes carecían de objetivos o metas claras. Aparte de algunos puntos de referencia clave, no sabían dónde se encontraban los centros de poder. La distribución de un mapa con objetivos, así como las herramientas necesarias, podría haber contribuido en gran medida a catalizar la acción militante en ese momento. La selección de dichos objetivos requiere sensibilidad hacia el ejemplo revolucionario: se eligen objetivos que el movimiento pueda reconocer, simplemente por su nombre o por su aspecto, como válidos.

La clave aquí es el trabajo de lo que he llamado «contralogística»: trazar un mapa de la circulación capitalista y buscar sus puntos débiles, los lugares donde un bloqueo puede interrumpir la producción.5 Los puertos, los aeropuertos, los centros logísticos y los intercambios intermodales son fundamentales en este sentido. Vivimos en la era de la protesta de bloqueo, un bloqueo que, cuando es estacionario, se convierte en una ocupación, una «bloqueocupación [bloccupation]». Los movimientos proletarios buscan cada vez más su poder sobre la producción fuera de la producción, pero este es un poder que debe penetrar en el corazón de la producción. Debe interrumpir la producción capitalista, ya sea ganando a los trabajadores a su causa y convenciéndolos de que dejen las herramientas, o haciendo imposible que la producción continúe. Aquí es esencial la investigación clásica de los trabajadores y el desarrollo de sindicatos de base o comités de empresa: estos movimientos deben buscar aliados dentro de la producción. El «cómo» esto ocurrirá esto es una de las cuestiones esenciales de la investigación comunista en nuestro momento.

La debilidad de los movimientos actuales revela sus potenciales fortalezas. Cuando los proletarios, que pueden ser trabajadores pero no tienen oportunidades de intervenir en sus propios lugares de trabajo, bloquean los lugares de trabajo de otros proletarios, revelan las antinomias de la autoorganización, la necesidad de que la autoorganización se convierta en la organización con los demás de la comuna universal. Al examinar la historia de la huelga masiva prerrevolucionaria, vemos dos desviaciones del camino del comunismo: los soviets o consejos se declaran antes de que los proletarios controlen activamente sus lugares de trabajo; o, alternativamente, los trabajadores se apoderan de sus lugares de trabajo, pero sin establecer un mecanismo de coordinación, lo que les obliga a depender del Estado como negociador o árbitro de la socialización como nacionalización. Si los trabajadores se organizan solo para sí mismos, colectivizando su lugar de trabajo por su cuenta, desconectados de otras expropiaciones, entonces se ven obligados a depender del mercado (que los castigará), del voluntariado (que se desvanecerá) o del Estado (que los traicionará a la clase capitalista). Pero si se organizan solo para ellos mismos, formando consejos sin una intensiva base en los lugares de trabajo u otros centros de la vida proletaria, entonces no logran cambiar significativamente las condiciones de la vida cotidiana y pierden la oportunidad de incorporar a la gran mayoría en un proyecto comunista. Los bloqueadores [blockaders] tratan el capital desde el punto de vista del comunismo, como propiedad común, que pertenece a todos y a nadie. Reconocen que el capital es una relación social que involucra a todos, en primer lugar al proletariado, en el proyecto de la destrucción común de la sociedad de clases por una humanidad ampliamente proletarizada. Si una industria fabrica armas que se utilizan para matarlos, no es solo un problema de sus trabajadores. Pero, para los trabajadores, esos capitales son el medio de supervivencia: su reivindicación ética es real, aunque solo pertinente para el capital. Si les impiden trabajar y llevan a la quiebra a su empresa, morirán de hambre, al no tener otros medios para reproducirse.

Las soluciones a este dilema solo pueden surgir a través de un antagonismo diagonal a estas categorías. Desde 1968, la lucha ha surgido por fuera de la producción, como uno de los focos de una elipse que tiene su otro en el lugar de trabajo silenciado. Solo la lucha tanto dentro como fuera de la producción puede superar esta división. El nombre que Théorie Communiste ha desarrollado para esta lucha protocomunista es l’écart [la brecha], que da al acontecimiento el nombre del problema que supera: el «desvío» entre la lucha por la circulación y el foco ausente de la producción que supera la «brecha» o «el salto» entre la lucha proletaria y su objeto, sedimentada en la distribución de los medios de producción.6

Si en las próximas décadas surgiera algo parecido a los consejos, es probable que no fueran consejos obreros en sentido estricto. La elipse con sus dos focos tendría que colapsar en el círculo de la reproducción comunista, pero esta contracción no se produciría hacia el centro anterior en el lugar de trabajo, sino hacia el punto tangencial de la producción y la circulación, superando la división entre ambas, principalmente desvinculando la contribución social de la distribución social a nivel individual. El proceso por el que se logrará esto requerirá un inventario vivo de recursos y capacidades, en absoluto exhaustivo, pero suficientemente robusto para las necesidades de aprovisionamiento para uso común. El comunismo es un libro abierto que sus lectores escriben libremente: la mayor historia aún por contar.

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The Future of Revolution. Communist Prospects from the Paris Commune to the George Floyd Uprising, de Jasper Bernes, sale hoy a la venta con Verso Books.

Traducción: Pablo Jiménez Cea

NOTAS

1.Vortex Group (ed.), The George Floyd Uprising, PM Press, 2023; Zhandarka Kurti y Jarrod Shanahan, States of Incarceration: Rebellion, Reform, and America’s Punishment System, Reaktion Books, 2022.

2.Idris Robinson, «How It Might Should Be Done», Ill Will, 16 de agosto de 2020. Disponible en línea aquí.

3. Adrian Wohlleben, «Memes Without End», Ill Will, 16 de mayo de 2021. Disponible en línea aquí.

4. Esta noción de mapa se debe en parte a la propuesta de Fredric Jameson de «mapas cognitivos» en su influyente ensayo sobre el posmodernismo. Fredric Jameson, «Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism», New Left Review 146 (julio/agosto de 1984): 89-92.

5. Jasper Bernes, «Logistics, Counterlogistics, and the Communist Prospect», Endnotes 3 (septiembre de 2013).

6. Roland Simon y Théorie Communiste, «Théorie de l’écart», Théorie Communiste, 20 (septiembre de 2005); Roland Simon, «The Present Moment», Sic, 1, n.º 1 (noviembre de 2011), 96. Disponible en línea aquí.

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