[Phil A. Neel] Teoría del Partido

Los precios son más altos. Los veranos son más calurosos. El viento es más fuerte, los salarios más bajos y los incendios se propagan con mayor facilidad. Los tornados azotan como ángeles vengadores las ciudades de la llanura. Algo ha cambiado. Las plagas arden profundamente en la sangre. Cada dos años, una gran inundación desciende, salpicada de cadáveres, para revolver la tierra de otra nación castigada. Detrás de nosotros queda la gran hoguera carbonífera de la historia humana. Delante, una sombra difusa proyectada por nuestros propios cuerpos, atrapados y agitándose en el remolino. Cualquiera puede sentir que algo va muy mal, que el mal se ha infiltrado en el seno mismo de la sociedad, y todos saben que los poderes y principados de este mundo son los culpables. Y, sin embargo, todos nos sentimos impotentes para llevar a cabo cualquier tipo de represalia. Como individuos, no vemos ninguna forma de ejercer influencia alguna sobre el curso de los acontecimientos y simplemente debemos observar cómo nos arrollan. Nos encontramos desarmados y solos, enfrentados a un futuro oscuro en el que horrores escalofriantes acechan más allá de los límites de nuestra vista, arrastrados inexorablemente hacia adelante mientras las cadenas traquetean y los sonidos del tormento resuenan desde el mundo venidero.

Pero, con los ojos adecuados, mirando en los lugares correctos en los momentos oportunos, tal vez se pueda ver la sombría sombra del futuro fragmentada por destellos de luz sobrenatural: momentos cegadores en los que la perspectiva de la justicia aparece por un fugaz segundo. La comisaría arde, los trabajadores salen en masa de la fábrica, se forman comités en las calles y los pueblos, el gobierno cae tan suavemente como una pluma, tres casquillos de bala caen como dados —con un conjuro grabado en cada uno—, como para invocar algo más grande. Quizás lo hayas sentido. El corazón se aligera. El fuego angelical recorre la carne y, durante ese momento sin aliento, algo inmortal nos habita. La hoja del meteoro atraviesa el estómago de un cielo sin luna y luego parpadeamos y desaparece: se llama a la Guardia Nacional, los sindicatos negocian la vuelta al trabajo, los comités se disuelven, el presidente derrocado es sustituido por el consejo militar, el director general muerto es reemplazado por uno vivo y las balas de la policía caen de las torres de cristal como una lluvia fría y dura. Pero la luz no puede dejarse de ver. Como resultado, esta misma derrota es en sí misma un despertar.Nos damos cuenta, poco a poco, de que el carácter colectivo y expansivo del mal que nos aflige requiere una forma colectiva y expansiva de respuesta. La venganza social requiere un arma social. El nombre de esta arma es el partido comunista.

A medida que aumenta la cadencia y la intensidad del conflicto de clases, se plantean con mayor frecuencia cuestiones organizativas. Estas surgen primero como cuestiones inmediatas y funcionales a las que se enfrentan luchas específicas y que crecen a la par que ellas. A raíz de cualquier lucha, surgen entonces cuestiones más amplias de organización, que adquieren una dimensión tanto práctica como teórica. En términos prácticos, la cuestión se centra en gran medida en la actividad de los partisanos fieles que se quedan sin un objeto inmediato de fidelidad. Expresan una subjetividad residual evacuada de su fuerza de masas. En términos más directos, estos individuos son «residuos» de una cierta marea alta del conflicto entre clases. A este nivel, la pregunta suele plantearse como una cuestión de qué podría hacer este «nosotros» fragmentado en el intervalo entre revueltas. Como resultado, el proceso de investigación en sí mismo suele verse lastrado por un celo frustrado, con debates movilizados en círculos evisceradores de recriminación moral impulsados más por un espíritu de autocastigo que por un interés sincero en el análisis.

No obstante, la misma línea de cuestionamiento pronto se ramifica en una red más amplia de indagaciones relacionadas con la «espontaneidad», la relación entre las tendencias estructurales (en el empleo, el crecimiento, la geopolítica, etc.) y las posibles formas de organización que adoptarán los proletarios más allá de esta capa residual de partisanos y, por supuesto, cómo estos partisanos podrían comprometerse con tales organizaciones. A partir de aquí, la investigación se elabora y se abstrae en sus dimensiones teóricas, convirtiéndose en una «cuestión de organización» como tal. Aunque está indisolublemente ligada a teorías más amplias sobre el funcionamiento de la sociedad capitalista y cómo debería ser un mundo diferente, esta cuestión de la organización también ocupa una posición liminal, simultáneamente abstracta (como teoría de la revolución) y coyuntural (como paso práctico necesario en la construcción del poder revolucionario). Por sí solas, cada una de estas dimensiones se desvanece rápidamente: el aspecto necesariamente abstracto se convierte en un determinismo mecánico en el que se aplica un único esquema en todos los casos (ya sea el del «grupo de afinidad» o el de la «organización de cuadros»); mientras que el aspecto necesariamente coyuntural se convierte en una forma de inacción activista en la que la propia agitación de la actividad «organizativa» local (normalmente una combinación de defensa de causas, prestación de servicios y trabajo mediático) es en sí misma una forma de desorganización que obstaculiza el proyecto partidista.

Unificar estos aspectos divergentes requiere formas de abstracción construidas a partir de momentos coyunturales de revuelta y vinculadas materialmente a ellos. Por lo tanto, cualquier discusión sobre la organización debe producirse a una escala totalmente localizada —discutiendo cómo estas personas podrían organizarse en esta situación— o como una recopilación genérica y sincrética de los múltiples actos de organización que ya pueblan el conflicto de clases, tal y como lo experimentan los participantes, en un esfuerzo por reflexionar sobre sus límites y refinar nuestra comprensión de lo que significa exactamente «organización». Aquí espero tender un puente entre estas dos funciones, presentando una intervención teórica que opera a un nivel relativamente alto de abstracción —basada tanto en un estudio cuidadoso como en la experiencia sobre el terreno dentro de las rebeliones que han sacudido el mundo en los últimos quince años— y que inicialmente se concibió como una intervención local destinada a ayudar a perfeccionar proyectos organizativos específicos surgidos de rupturas sociales concretas. En otras palabras, lo que sigue es una teoría del partido diseñada para ayudar a catalizar formas concretas de organización partisana.

Principios clave

A medida que salimos lentamente del largo eclipse del movimiento comunista mundial, nos encontramos en una situación paradójica, heredando demasiado y, a la vez, demasiado poco. Por un lado, nos queda una rica herencia, aunque en gran parte textual, de intelecto y experiencia acumulada por generaciones pasadas. Sin embargo, esta historia está ahora tan lejos que resulta demasiado fácil idealizarla, ya que los programas y polémicas que en su día fueron dinámicos se han congelado en esquemas y las apasionadas pasiones de la época se han enfriado hasta convertirse en una nostalgia entumecedora. Por otro lado, en términos de experiencia concreta y liderzgo, el largo invierno de la represión no nos ha dejado más que restos dispersos. Los partidos del pasado se fundieron en el alambique de la represión. Las grandes mentes se quebraron. La traición siguió a la traición. Los valientes fueron aplastados y los cobardes huyeron. Solo los muertos permanecieron puros en su silencio. Por lo tanto, nuestra generación se crió en la selva, nuestro comunismo era inculto y salvaje, moldeado únicamente por la fuerza bruta del capital. Como resultado, ahora nos encontramos con que cualquier indagación sobre la «cuestión de la organización» se ve inmediatamente lastrada tanto por esta sobreabundancia de una historia demasiado lejana que se convierte con demasiada facilidad en fanfics exagerados, como por la falta de instituciones vivas que continúen con el espíritu incendiario del proyecto partisano.

Subjetividad colectiva

A primera vista, la pregunta parece obvia: lo que se necesita es más «organización». Sin embargo, una vez planteada, la definición básica de «organización» resulta confusa, desapareciendo en el mismo intento de articular lo que, exactamente, se quiere decir. A menudo, la pregunta en sí misma no es más que un garrote. El patrón es familiar: el «teórico» repasa las luchas recientes, diagnostica sus límites obvios, los atribuye a una elección consciente de actores malos o, al menos, ingenuos que han seleccionado formas de lucha «horizontales» o «sin líderes» en su propio perjuicio, y luego prescribe la «organización» como la panacea que debería haberse elegido en el pasado y debe elegirse en el futuro[1]. Al hacerlo, estos «teóricos» no ofrecen en primer lugar ninguna imagen real de cómo habría sido la «organización» en la situación real a la que se enfrentaban los rebeldes, ya que era obvio que no había ningún ejército revolucionario esperando las órdenes necesarias. Y lo que es más importante, en su obsesión fanática por las ideas correctas, tampoco comprenden la dinámica más básica de la revuelta social, en la que una forma de inteligencia colectiva surge de la acción masiva más allá del pensamiento de cualquier participante individual o incluso de agrupaciones programáticas de actores políticos.

La verdadera cuestión es, en cambio, completamente diferente. Como puede decirte cualquiera que haya participado en alguna de las grandes rebeliones de los últimos quince años, nunca faltan esos «teóricos de la organización», o incluso pequeñas formaciones militantes compuestas por «cuadros» de mentalidad correcta que operan en medio de la revuelta, todos ellos defendiendo activamente su propia visión de la organización vinculada a un programa político coherente. Entonces, ¿por qué nadie parece interesarse por lo que ofrecen estas personas? La razón suele ser muy simple: no ofrecen nada en absoluto, salvo la palabra «organización» repetida hasta la saciedad. Aunque ellos mismos estén convencidos de lo contrario, estas personas y sus supuestas «organizaciones» no suelen aportar ninguna experiencia táctica concreta ni conocimientos estratégicos, por lo que son incapaces de llevar la revuelta más allá de sus límites y construir formas sustanciales de poder proletario. Por esta razón, la inteligencia colectiva de la propia rebelión los supera rápidamente. Incluso en los raros casos en que tienen algo que ofrecer, no logran organizarse con la eficacia suficiente para convencer a nadie de que se interese por lo que tienen que decir. En otras palabras: no tienen medios para interactuar o comprometerse con la rebelión en general[2].

Este enfoque de la cuestión de la organización es en sí mismo un síntoma de los límites tácticos concretos que se manifiestan en la incapacidad de las rebeliones para llevar a cabo un cambio social significativo o generar formas de poder proletario que puedan sobrevivir a su paso. Pero también es retrógrado, ya que toma como punto de partida para las luchas actuales las organizaciones programáticas a gran escala que surgieron como resultado de largas décadas de lucha revolucionaria en períodos anteriores de la historia, como si tales entidades pudieran revivirse por pura fuerza de voluntad. El proceso real de organización es exactamente lo contrario: en medio de luchas y rebeliones de diversa intensidad, surgen innumerables formas de organización (a menudo caracterizadas erróneamente como «espontáneas» o «informales») a partir de los rompecabezas tácticos que se plantean a la inteligencia colectiva de los participantes y, solo una vez que se forma este sustrato práctico de poder popular, pueden empezar a tomar forma formas más «estratégicas» o teóricas de coordinación y construcción de poder a mayor escala. En otras palabras, quienes se suman a la rebelión exigiendo que «nos organicemos» presuponen un «nosotros» que aún no existe.

La cuestión de la organización debe centrarse primero en construir la subjetividad colectiva, no en imponerla. El punto de partida de la teoría del partido no es, por tanto, la cuestión de cómo «nosotros» debemos organizarnos. En cambio, la cuestión es doble: ¿cómo puede surgir una forma específicamente comunista de subjetividad revolucionaria de las luchas cotidianas de la clase, claramente no comunistas? ¿Y cómo podrían intervenir en estas condiciones fracciones específicas de partidarios comunistas individuales producidos por estas luchas, con el fin de elaborar aún más esta subjetividad partidista dentro y fuera de las luchas individuales? El surgimiento del partido es tanto un proceso de recopilación y aprendizaje de la inteligencia colectiva de la clase en medio de conflictos incendiarios como una intervención propositiva o una síntesis programática. En lugar de mirar hacia atrás a los levantamientos recientes en un sentido puramente negativo, entendiendo sus límites como emanados de ideas incorrectas, la investigación partisana ve estos fracasos como límites principalmente materiales, expresados tácticamente, que también conllevan una fuerza propulsora y subjetiva. Como resultado, pueden leerse en un sentido positivo como un repositorio acumulado de experimentación colectiva, aunque solo se actualicen como tal en la medida en que estos experimentos se utilicen para informar futuros ciclos de revuelta.

La vanguardia táctica y el sigilo

Los límites tácticos que surgen para restringir cualquier ruptura social solo pueden superarse mediante la acción, y solo la acción elabora el pensamiento colectivo. La acción es la interfaz necesaria entre el pensamiento aislado de individuos o grupos y la subjetividad masiva expresada en la rebelión más amplia. Los enfoques convencionales de la cuestión de la organización tienden a asumir que la acción se deriva del sentimiento moral o político individual. Estos enfoques son «discursivos» en el sentido de que presuponen que la acción política va precedida de la propuesta intelectual de un determinado programa. En otras palabras, se parte del supuesto de que las personas se convencen de adoptar determinadas ideas políticas a través de la conversación, la polémica o la propaganda, y que estas ideas implican a su vez la adopción de determinadas orientaciones estratégicas y prácticas tácticas afiliadas. Pero la historia demuestra exactamente lo contrario: las posiciones políticas surgen de la acción táctica y no de la imposición discursiva de argumentos morales o ideológicos.

Por lo tanto, dar prioridad al programa es retrógrado y, en efecto, a menudo sirve como una forma de desorganización. En realidad, la organización surge a través de la superación práctica de los límites materiales, dejando atrás sus compromisos intelectuales, estéticos y éticos. En otras palabras, las personas no se unen a las organizaciones, las apoyan o adoptan sus posiciones políticas, simbología y disposiciones generales en masa porque estén de acuerdo con ellas. Lo hacen porque estas organizaciones muestran competencia y fuerza de espíritu. En la teoría militar, este proceso se entiende como una lucha por el «control competitivo» sobre un campo de conflicto abierto[3]. Solo después de que se haya establecido este liderazgo concreto en la acción, las personas se vuelven receptivas al liderazgo más abstracto en el programa y los principios. Por lo tanto, incluso si el enfoque proposicional posee un programa teóricamente perspicaz y prácticamente útil, este programa no podrá influir en el curso de los acontecimientos mientras sus adeptos carezcan de la capacidad de llevar a cabo las intervenciones tácticas necesarias para interactuar con la inteligencia colectiva del levantamiento.

Además, estos programas deben considerarse en sí mismos como articulaciones vivas de su momento político. Incluso su análisis estructural más amplio expresa una forma de inteligencia colectiva localizada en un momento y lugar concretos. Como resultado, no solo son provisionales, sino que también deben añadirse a la acción y derivarse de ella. Este proceso remodela entonces estas posiciones y genera nuevas formas de pensamiento político. De este modo, la política se difunde y se elabora a través de esta interfaz táctica. Al cometer actos valientes que rompen los límites tácticos de cualquier lucha dada, la simbología de cualquier grupo de partidarios puede adquirir una fuerza memética adicional, convirtiéndose en lo que yo denomino un sigilo: una forma flexible y simbólica que comprime y transmite una cierta dimensión de la inteligencia colectiva de la rebelión en una gramática visual simplificada y, al hacerlo, aprovecha una forma más expansiva de subjetividad (el partido histórico, que se explora más adelante)[4]. En su forma más rudimentaria, los sigilos operan a nivel estético: cosas como el chaleco amarillo o el casco amarillo de las luchas de finales de la década de 2010. En su forma más elaborada, abarcan ciertas acciones tácticas o disposiciones organizativas que se transmiten a través de un nombre y un conjunto de prácticas mínimas: consejos de empresa, comités de resistencia vecinal, ocupaciones de plazas públicas, etc. El sigilo convierte las tácticas en formas ampliamente replicables y ofrece un paso mínimo a través del cual los no iniciados —es decir, esa sección de la población normalmente considerada «apolítica»— pueden entrar en el momento de ruptura. Por lo tanto, el sigilo abre la acción a una base social más amplia de participantes, independientemente de si se adhieren a algún punto de unidad discursivo o programático.

De este modo, el sigilo extrae una forma preliminar de subjetividad colectiva de la marea creciente de la historia. Al mismo tiempo, convoca una fuerza partidista de la clase a través de su poder aparentemente oculto y, como punto de referencia práctico que orienta tácticas concretas, también estructura esta subjetividad amorfa en formas mínimas de organización. Aunque memético, el sigilo no es principalmente estético y no depende de ningún medio técnico concreto para su propagación. Los sigilos solo surgen a través del ejemplo táctico. Las disposiciones políticas siguen entonces al sigilo, sirviendo como la articulación desordenada, en su mayoría subconsciente, de estos actos radicales después del hecho. Alguien con un casco amarillo rompe las ventanas del parlamento; el conjunto de sentimientos políticos y conflictos políticos asociados a este acto simbólico —en este caso, el localismo de derecha en Hong Kong— puede entonces difundirse aún más a través de la replicación memética, lo que permite que los símbolos y prácticas asociados hegemonicen más fácilmente el espacio estético y táctico de la rebelión, reforzando aún más el carisma de sus posiciones políticas afiliadas[5].

Luchas por la subsistencia

Una distinción igualmente importante es la que existe entre el proyecto partisano, que solo puede construirse en y a través de rupturas sociales a gran escala, y las formas de lucha más limitadas que se observan en el continuo hervidero de la lucha de clases[6]. Toda organización comunista debe, por necesidad, orientarse en torno a las luchas por la subsistencia que surgen continuamente a lo largo de toda la clase clase, generadas por la dinámica contradictoria de la sociedad capitalista. Aunque los acontecimientos políticos más amplios superan estas luchas —y este exceso es el lugar real en el que surge una fuerza subjetiva (véase más adelante)—, los conflictos iniciales sobre las condiciones y la imposición de la subsistencia se encuentran, no obstante, en el origen de estos acontecimientos. Del mismo modo, estas luchas por la subsistencia estructuran el campo en el que la organización debe persistir entre levantamientos específicos. Por lo tanto, toda organización comunista debe ser capaz de traducirse continuamente en intereses de clase concretos, asumiendo funciones prácticas en relación tanto con las condiciones específicas de subsistencia en un momento dado como con los métodos específicos mediante los cuales se impone la subsistencia a la clase.

Sin embargo, los comunistas también deben afrontar las luchas por la subsistencia como un límite que hay que superar. Dado que las demandas y quejas expresadas por estas luchas son intereses impuestos que emanan de identidades que, en última instancia, son construidas por el capital (como se ve, por ejemplo, en la oposición racista a la mano de obra migrante), limitarse a defender el bienestar material (es decir, luchar por logros reales para la clase trabajadora) acaba despojando a una organización comunista de su fidelidad al proyecto comunista más amplio. El impulso incendiario de cualquier lucha se desangra a través de los mil pequeños cortes del compromiso. De hecho, la «victoria» en cualquier lucha por la subsistencia es a menudo en sí misma una derrota: el policía asesino es enviado a juicio (quizás incluso declarado culpable), se consigue el aumento salarial, se cancela el proyecto de desarrollo destructivo para el medio ambiente, se retira la ley controvertida, el presidente dimite (y el poder pasa al gobierno «de transición»). La mejor manera de derrotar a un movimiento comunista es, con mucho, que el partido del orden conceda logros reales en las luchas por la subsistencia y consolide esos logros bajo su propia bandera.

En términos generales, las luchas por la subsistencia son aquellas que se centran en cuestiones concretas de supervivencia bajo el capitalismo. Aunque operan en múltiples dimensiones, pueden dividirse a grandes rasgos en luchas por las condiciones de subsistencia y luchas por la imposición de estas condiciones a la población. Las primeras tienden a centrarse en cuestiones distributivas relativamente limitadas de acceso a los recursos sociales, mientras que las segundas tienden a centrarse en cuestiones más amplias de supervivencia y dignidad que surgen a través del reparto de estos recursos.

La primera categoría, las luchas por las condiciones de subsistencia, casi siempre se centra de alguna manera en el nivel de precios. Estas pueden subdividirse a su vez en luchas por los precios generales de los productos básicos (el costo de la vida, especialmente el alquiler), luchas por el precio de la fuerza de trabajo (salarios, pensiones y otras prestaciones laborales) o luchas por el precio de los servicios y recursos canalizados a través del Estado (bienestar social, infraestructura, educación). Las diferencias institucionales entre localidades garantizan que ciertas cuestiones (como la atención médica) puedan situarse en un lado u otro, o abarcar ambos. Las subidas repentinas de los precios o los reajustes de los bienes sociales pueden sin duda desencadenar protestas a gran escala, y la inflación y la corrupción a largo plazo pueden aumentar la frecuencia de las luchas por la subsistencia. Sin embargo, por regla general, estas luchas se recuperan más fácilmente en la esfera política y solo adquieren un carácter radical en condiciones extremas o cuando existen organizaciones partidistas que las impulsan en esa dirección. Por esta razón, su expresión política tiende hacia un populismo simple centrado en el restablecimiento de niveles de precios estables, que se supone que han sido distorsionados por intervenciones externas (por parte de una fracción de las élites rentistas) en el funcionamiento, por lo demás eficiente, del mercado.

La segunda categoría, las luchas por la imposición de estas condiciones de subsistencia a la población, se centra en la mera supervivencia y la dignidad en la vida y el trabajo. Las más evidentes son las protestas recurrentes y a menor escala contra los asesinatos policiales de personas pobres en un barrio determinado (al menos las que aún no son levantamientos masivos), las luchas abolicionistas contra el encarcelamiento, las protestas puramente locales contra las deportaciones, etc. Pero este tipo de luchas también se entrecruzan con las demás. En el lugar de trabajo, por ejemplo, las luchas por las condiciones de subsistencia suelen estar motivadas menos por su objetivo inmediato (por ejemplo, el aumento de los salarios) que por la oposición a los directivos autoritarios o al trato diferencial por motivos de raza o estatus migratorio dentro de la empresa. Estos conflictos suelen ser los más incendiarios en el lugar de trabajo, como sabe cualquiera que haya organizado un lugar de trabajo. Del mismo modo, cuando las luchas por las condiciones de subsistencia se enfrentan a la violencia policial, se convierten inmediatamente en luchas contra la imposición misma de esas condiciones a la población. Por lo tanto, estas luchas son más amplias que las del primer tipo, adquieren rápidamente características más abiertamente políticas y a menudo se expresan como luchas contra la dominación como tal.

A diferencia de las luchas por las condiciones de subsistencia, que a menudo pueden predecirse de forma muy aproximada a partir de los movimientos en las políticas y los niveles de precios, las luchas contra la imposición de estas condiciones a la población son extremadamente difíciles de prever. Más allá de la idea general de que estas luchas se desencadenan más fácilmente en determinadas zonas y entre poblaciones sometidas a una extrema miseria, y que se propagan con mayor eficacia cuando se da amplia publicidad a un caso concreto, es difícil decir, por ejemplo, cuándo un asesinato policial determinado dará lugar a una protesta, y es prácticamente imposible decir cuándo podría desencadenar una revuelta generalizada que supere sus límites iniciales. Sin embargo, por regla general, estas luchas son más difíciles de recuperar a través de las instituciones existentes y se propagan más fácilmente, ya que su propia represión desencadena nuevas revueltas.

Las confluencias particulares de las luchas por la subsistencia sirven de base para el surgimiento de levantamientos masivos, que luego superarán estos límites iniciales y dejarán de ser una mera expresión de estas luchas subyacentes por la subsistencia. Aunque ambos modos de lucha por la subsistencia desempeñan su papel aquí, suele ser el segundo tipo el que actúa como detonante inmediato. Las protestas en curso en Indonesia son un buen ejemplo: el constante hervidero de luchas por las condiciones de subsistencia (costo de vida, distribución estatal de los recursos, acceso al empleo, etc.) proporcionó el conjunto de reivindicaciones básicas para un conjunto de protestas inicialmente limitado. Estas estallaron entonces en un levantamiento juvenil a gran escala después de que la policía asesinara descaradamente a un repartidor y reprimiera violentamente nuevas protestas, lo que provocó aún más muertes. No obstante, incluso las luchas agresivas contra la imposición de las condiciones de subsistencia existen dentro de los mismos límites de cualquier lucha por la subsistencia, expresando intereses concretos que luego pueden ser cooptados por el partido del orden[7].

Ecuménico y experimental

Cualquier afirmación de cualquier partido de poseer el único camino verdadero hacia la revolución es obviamente ridícula. Las revoluciones no son monoculturales, ni en teoría ni en la práctica. Lo único que debería unir a los comunistas, entonces, es una oposición estricta al sectarismo y a cualquier pretensión de certeza. Nuestra práctica debe ser ecuménica y experimental desde el principio, cultivando, recopilando y catalizando las diferencias que luego se someten a un diálogo constante entre sí. Solo incorporando enfoques heterogéneos a nuestros esfuerzos podemos esperar generar soluciones novedosas a las innumerables limitaciones intelectuales y tácticas a las que se enfrenta cualquier proceso revolucionario.

Esto requiere mantener una postura de apertura hacia las corrientes apolíticas o antipolíticas, así como hacia aquellas cuya expresión estilística o tonal de la política difiere de la nuestra, en lugar de transformar torpemente esas diferencias estéticas en supuestas críticas políticas. Al mismo tiempo, el ecumenismo no es equivalente al eclecticismo. Y el experimentalismo no es lo mismo que idealizar la novedad.

No se trata simplemente de «tomar prestado lo que es útil» de cualquier fuente para crear un feliz mosaico de ideas radicales, ni de obsesionarse con alguna táctica o disposición «nueva» en la lucha (casi siempre antigua, de hecho), sino de extraer e integrar verdades fragmentarias en una idea comunista múltiple, pero no por ello menos coherente, ampliamente compartida por todos los partisanos, cada uno de los cuales elabora el mismo proyecto básico en innumerables dimensiones. El comunismo se cohesiona a través de la diversidad misma de expresiones que lo componen. Pero esta diversidad requiere, como base, que estas expresiones circulen en torno a un cierto conjunto de condiciones mínimas, de la misma manera que un péndulo oscila alrededor de un centro de gravedad distinto (pero también virtual o emergente). Simplificadas al máximo, estas condiciones podrían resumirse así: la creencia de que el objetivo de dicho proyecto es la creación de una sociedad planetaria que funcione según los principios de deliberación, no dominación y libre asociación, utilizando las vastas capacidades (científicas, productivas, espirituales, culturales, etc.) de la especie humana para rehabilitar su metabolismo con el mundo no humano.

Estas condiciones mínimas se desarrollan a continuación en una serie de preguntas y conclusiones adicionales que deben elaborarse a través del propio proyecto partidista. Por definición, cualquier sociedad que funcione según estos principios debe abolir la dominación indirecta u oculta implícita en el valor como forma social (incluido el dinero, los mercados, los salarios, etc.) y en las formas de identidad legal e ilegal que se derivan de ella (es decir, la condición de «ciudadano» de un «país» con derechos diferenciales), así como las formas directas de dominación expresadas en el Estado, en la inclusión obligatoria en unidades familiares autoritarias, en prácticas consuetudinarias patriarcales o xenófobas, etc. Del mismo modo, dado que implica una transición de fase entre formas de organización social fundamentalmente diferentes, el comunismo debe surgir de una ruptura revolucionaria con el viejo mundo y no puede abordarse lentamente a través de medios evolutivos de reforma gradual y desarrollo de las fuerzas productivas. De ello se deriva quizás la línea divisoria más importante: la que separa a los comunistas de todos aquellos que temen, rechazan o tratan como infantil el comportamiento tumultuoso de la multitud en el momento del levantamiento, prefiriendo tácticas de protesta ordenadas y «pacíficas» o alguna forma mítica de disciplina militante, como si las insurrecciones fueran operaciones militares quirúrgicas en lugar de levantamientos masivos y caóticos.

A primera vista, esto parece plantear una paradoja: si consideramos que la unidad es sinónimo de uniformidad y, por lo tanto, el polo opuesto de la diversidad o la diferencia, estas condiciones adquirirían un carácter excluyente contrario al espíritu del ecumenismo. Pero lo que se propone aquí no es una unidad estricta o superpuesta que anule y homogeneice los elementos subsidiarios, sino simplemente una medida necesaria de coherencia. Si bien estas condiciones mínimas deben aplicarse para garantizar un entorno ecuménico que permita la proliferación de ideas verdaderamente comunistas, este proceso de restricción es al mismo tiempo generativo. Sin dicha aplicación, las ideas «radicales» o «izquierdistas» no comunistas que se ajustan más al sentido común de la ideología popular eliminarán rápidamente cualquier contenido comunista. Aunque será importante mantener el diálogo con estas corrientes vagamente «socialistas», «abolicionistas» o «activistas» —ya que sus propias contradicciones tienden a llevar a una minoría de participantes más inteligentes hacia el comunismo—, es aún más importante mantenerse al margen de ellas, negándose a liquidar el proyecto comunista en este liberalismo radical tibio. Esto nos permite entonces sentar las bases para nuestra propia experimentación, permitiendo a los partidarios del comunismo intentar diferentes formas de intervención y compromiso y luego recopilar los resultados con claridad.

Teoría del partido

Cuando hablamos de organización comunista, no nos referimos a la organización en general. Aunque diversas teorías de la organización como tal —extraídas de la cibernética, la biología o incluso ejemplos de las estructuras de coordinación utilizadas en entornos corporativos o militares— serán obviamente informativas, también carecen de una característica necesariamente trascendente: la orientación partisana hacia una idea. El partisanismo requiere una teoría no solo de la organización, sino específicamente de la organización del partido. Además, para los comunistas, es una cuestión que solo puede formularse a través de una «teoría» del partido elaborada en la práctica: construida continuamente a partir de las lecciones prácticas aprendidas en largas historias de conflicto de clases, y siempre retroalimentada en este conflicto para ser puesta a prueba y perfeccionada. Aunque esta teoría pueda, en un momento dado, ser recopilada y articulada por pensadores específicos, en última instancia expresa una herencia colectiva continuamente reaprendida y reinventada a través de la acción de la clase.

El partido histórico (invariante)

A un alto nivel de abstracción, podemos dividir la teoría del partido en tres conceptos distintos, pero interrelacionados. El primero de ellos, el partido histórico, es también el más amplio, ya que abarca la suma de las formas aparentemente espontáneas de malestar a gran escala que resurgen continuamente de las luchas por las condiciones de subsistencia. Se habla de él en singular: hay un único partido histórico que se agita bajo la sociedad capitalista en todos los lugares y épocas, aunque solo se hace visible en su surgimiento. Marx también se refiere a él como el «partido de la anarquía», ya que así lo trata el «partido del orden», que intenta reprimirlo, y el «antipartido», que intenta excluirlo por completo[8]. Este partido siempre es, al menos vagamente, rastreable en el hervidero de las luchas por la subsistencia. Sin embargo, las luchas por la subsistencia por sí solas no expresan un contenido comunista y no adquieren «naturalmente» un carácter partidista. Todo lo contrario: las luchas por la subsistencia tienden a expresar los intereses determinados de identidades esculpidas socialmente y, como resultado, su camino más probable es desarrollar demandas relativamente limitadas y representativas que, aunque se expresen a través de «movimientos sociales de base», operan íntegramente en el ámbito de la política convencional: solicitar reformas a los poderes existentes, apelar al sentimiento público e incluso afirmar los intereses insulares de un segmento de la clase frente a otros.

Las luchas por la subsistencia por sí solas se entienden mejor como formas expresivas de conciencia política, en las que la «subjetividad» se reduce a la mera representación del lugar social. Por el contrario, el horizonte emancipador visible en el movimiento del partido histórico solo surge en exceso de la representación, aunque también surge necesariamente de una ubicación social específica (es decir, de los conflictos y acuerdos de poder distintivos propios de ese lugar). La subjetividad revolucionaria es la elaboración de una universalidad práctica en tensión con sus propias condiciones de emergencia[9]. Así, la existencia del partido histórico es más evidente cuando las luchas por la subsistencia alcanzan una cierta intensidad, momento en el que adquieren un carácter autorreflexivo que desborda los límites de sus reivindicaciones iniciales. En términos convencionales, este es el punto en el que las luchas singulares se convierten en levantamientos «masivos» multifacéticos. Estas rupturas sociales excesivas pueden entonces convertirse también en singularidades políticas, o lo que el filósofo político Alain Badiou denomina «eventos», que distorsionan el tejido de lo que parece posible en un lugar determinado y, por lo tanto, reorganizan las coordenadas del panorama político a su paso[10].

Por sí solo, el partido histórico es una fuerza no del todo subjetiva. Aunque sin duda genera formas de «conciencia de clase», el partido histórico en sí mismo opera a un nivel que se describe mejor como el subconsciente de la clase. Por lo tanto, a menudo parece incipiente, inescrutable y reactivo. Además, la intensidad de cualquier reacción dada es a menudo extremadamente difícil de predecir. Por ejemplo, los asesinatos policiales ocurren todo el tiempo, pero solo ciertos casos —en esencia idénticos a cualquier otro— provocan levantamientos masivos. No obstante, el movimiento del partido histórico también está obviamente conectado con las tendencias estructurales a largo plazo en un lugar determinado y en la sociedad capitalista en su conjunto.

De hecho, podemos incluso pensar que está impulsado por la tensión inherente entre las identidades socialmente existentes (la «conciencia política» antemancipadora de las luchas de subsistencia y los movimientos sociales) y su excesiva sobreexpresión en el acontecimiento. Esto explica los altibajos del partido histórico, que están determinados por la confluencia de estas tendencias objetivas y su elaboración subjetiva en el conflicto de clases, y también su invariancia.

Las leyes fundamentales de la sociedad capitalista no cambian, y la crisis y la lucha de clases son los medios a través de los cuales esta sociedad se reproduce. Por esta razón, siempre surgirán luchas de subsistencia y, reunidas a un cierto ritmo e intensidad, siempre tenderán a desbordar sus propios límites, generando acontecimientos políticos en los que el partido histórico se hace visible. A través de su conflicto con el mundo existente, el partido histórico proyecta entonces una imagen del comunismo en negativo.

Esta imagen es invariante en dos sentidos. En primer lugar, dado que la lógica social básica de la sociedad capitalista es inmutable, las condiciones mínimas para su destrucción también siguen siendo las mismas. Podemos pensar en esto como una invariancia «teórica» o «estructural». En segundo lugar, el proceso a través del cual se forma la subjetividad revolucionaria también es invariable, en el sentido de que los comunistas siempre se enfrentarán a los mismos enigmas centrales y recibirán respuestas similares por parte de las fuerzas del orden social, lo que dará lugar a un campo estratégico que, en lo fundamental, es idéntico al que enfrentaron las fuerzas revolucionarias en el pasado. Podemos pensar en esto como una invariancia «práctica» o «subjetiva».

La desposesión que está en la raíz de la existencia proletaria y que se hace evidente en las luchas cotidianas por la subsistencia, junto con la posibilidad del poder proletario que se hace evidente en el exceso político del acontecimiento, se unen para crear una imagen potencial, virtual o espectral del comunismo que siempre es visible para ciertos participantes y no para otros, debido a una combinación de circunstancias y temperamento. Al trazar los límites de cualquier lucha dada, estos participantes se encuentran elaborando un patrón, principio o verdad más amplio: la idea invariante del comunismo. Por esta misma razón, los acontecimientos se abren directamente a una cierta dimensión de lo absoluto, vinculando levantamientos de épocas y lugares muy diferentes en la misma eternidad, que es en sí misma un reflejo en el presente del futuro comunista potencial.

El partido formal (efímero)

Los partidos formales representan intentos de elaborar este patrón dentro y fuera de los acontecimientos, grabando esa idea invariable en la materia efímera de las asambleas autoconscientes de individuos. Se habla de los partidos formales en plural: siempre hay múltiples partidos formales operando simultáneamente, cada uno de los cuales busca su camino según su propio método de navegación a estima y, por lo tanto, elabora el patrón o principio en direcciones distintas que a menudo se contraponen entre sí.

No se puede decir que ningún partido formal actúe como «vanguardia» de la clase en su conjunto. No obstante, al igual que las olas que rompen representan un movimiento fluido más profundo debajo, el partido histórico siempre generará sus propios destacamentos de avanzada. Por lo tanto, cualquier partido formal tiene el potencial de servir como una de las muchas vanguardias del partido histórico. Estas vanguardias suelen operar en diferentes dimensiones: algunos partidos formales expresan una comprensión teórica más avanzada y completa, mientras que otros expresan un conocimiento táctico más refinado, o simplemente permiten que su espíritu brille con fuerza en la batalla, cada acto valiente encendiendo una nueva señal de fuego para atraer a la clase a su combate predestinado.

Estos partidos suelen surgir del exceso autorreflexivo del acontecimiento, aunque también pueden aparecer en períodos intermedios en formas débiles, especialmente cuando el nivel general de subjetividad partidista es alto. En el fondo, un partido formal surge cada vez que grupos de individuos se unen para expandir, intensificar y universalizar conscientemente un acontecimiento. Los partidos formales también suelen sobrevivir al auge del partido histórico y, en el intervalo entre rupturas sociales, pueden intentar elaborar la verdad colectiva revelada por el evento, prepararse para futuros levantamientos o (si tienen la capacidad) intervenir de nuevo en las condiciones imperantes para hacer más probable la aparición de eventos futuros y garantizar que tengan una mayor probabilidad de superar los límites anteriores. En este sentido, los partidos formales expresan una forma débil o parcial de subjetividad o, más exactamente, el proceso inicial y titubeante a través del cual se gesta un sujeto revolucionario.

La gran mayoría de los partidos formales son agrupaciones pequeñas y orientadas a la práctica que tienen un carácter «táctico» o práctico, y que suelen surgir de colectivos funcionales improvisados formados en medio de alguna lucha: un comité organizador en una ola de huelgas, la cocina compartida en una ocupación, grupos de manifestantes que participan en enfrentamientos violentos con la policía, colectivos de estudio e investigación formados para comprender mejor la lucha, o diversos consejos vecinales que surgen invariablemente en medio de una insurrección. Pero los partidos formales también pueden ser más grandes, más explícitamente políticos e incluso «estratégicos» en su orientación, siempre y cuando conserven este aspecto partisano. Los grupos tácticos que no se disuelven tenderán en esta dirección. Como resultado, pueden incluso evolucionar hasta convertirse en «partidos comunistas» nominales, cada uno de los cuales se expresa como el partido comunista de algún lugar y a menudo se contrapone a otros «partidos comunistas» superpuestos. Sin embargo, ninguno de ellos es el partido comunista como tal.

Aunque suene como un acertijo, los partidos formales existen, se reconozcan o no a sí mismos. Es decir, los partidos formales también describen agrupaciones «informales» que pueden no considerarse a sí mismas como «organizaciones» coherentes. Por ejemplo: grupos de amigos que se reúnen todas las noches en medio de la lucha, subculturas que participan en el levantamiento y posteriormente se ven divididas por sus consecuencias y, por supuesto, los diversos «grupos de afinidad» y «organizaciones informales» que, irónicamente, tienden a tener algunas de las formas más rigurosas de disciplina y estructuras de mando refinadas. Independientemente de su supuesta «informalidad», estos grupos operan de hecho según las formalidades de la costumbre, el carisma y la simple inercia funcional.

La diferencia entre los grupos «informales» y «formales» no radica en realidad en si son o no partidos formales (ambos lo son), sino en el grado en que esta formalidad es una característica explícita y reconocida de la organización. Del mismo modo, su aspecto partisano —el compromiso de elaborar la verdad colectiva del acontecimiento en general y superar los límites de cualquier acontecimiento dado— no tiene nada que ver con sus declaraciones programáticas. En cambio, los partidos formales se ponen a prueba y pierden o conservan su estatus de organizaciones partisanas cuando se enfrentan a nuevos acontecimientos políticos. Estos acontecimientos demuestran si ese partido ha mantenido su fidelidad al proyecto comunista, creando las condiciones en las que su actitud y su comportamiento pueden ponerse a prueba frente a la «anarquía» desatada por cualquier levantamiento. ¿Se involucra en la nueva revuelta? Si es así, ¿su forma de participación tiende a desviar esa revuelta hacia caminos más conservadores? ¿O cumple una función práctica que ayuda a impulsar esa revuelta más allá de sus límites?

Si se considera que es insuficiente, el antiguo partido formal se ve reducido: ya no es un partido, sino una mera organización o, lo que es peor, un órgano operativo del partido del orden, o antipartido. Esta es una de las razones por las que el partido formal es siempre efímero. Como grupos funcionales y a menudo fortuitos, los partidos formales suelen autoliquidarse cuando ya no son necesarios, o bien cambian de forma, pasando de ser grupos tácticos muy unidos en medio de un levantamiento a un escenario social más amorfo tras el mismo. Mientras tanto, las organizaciones más grandes suelen mantener la apariencia de ser un partido formal solo para fracasar completamente en la prueba del evento en sí, momento en el que se retiran a la oscuridad, arrastradas por las mareas de la historia o endurecidas hasta convertirse en nada más que una secta cultista que no tiene ninguna función práctica. Siguiendo esta misma lógica, las organizaciones preexistentes pueden asumir repentinamente funciones partisanas y convertirse así en partidos formales, tanto si eran explícitamente políticas antes del levantamiento (grupos abolicionistas, sindicatos, sociedades de ayuda mutua) como si solo eran marginalmente políticas (ultras del fútbol, iglesias, organizaciones de ayuda en casos de desastre).

Sin embargo, el «desprendimiento» de los partidos formales osificados es en sí mismo productivo, ya que los futuros partidos formales surgen entonces a través de su oposición a estos órganos osificados y, al hacerlo, expresan formas más avanzadas de subjetividad. Por esta razón, los partidos formales recién liquidados y osificados forman algo así como la estructura del suelo de la que pueden surgir formas más complejas de vida política. Comprender esta complejidad requiere entonces hacer distinciones más granulares entre las diferentes formas de organización como tales (en particular, las organizaciones apolíticas y prepolíticas más propensas a asumir características partidistas en medio de un acontecimiento, o más útiles para que los partidarios interactúen con ellas) y entre los diferentes tipos de partidos formales: los puramente tácticos y fortuitos, los grupos militantes «informales», los grupos militantes «formales», los sindicatos radicales, las milicias de autodefensa, los supuestos «ejércitos populares», los «partidos comunistas» nominales, etc.

La forma atómica de organización partisana es lo que yo llamo el «cónclave comunista». Los comunistas se producen en medio de acontecimientos políticos y, a menudo, surgen solos o, en el mejor de los casos, en grupos muy pequeños. Del mismo modo, los comunistas suelen encontrarse en medio de las luchas y comienzan a coordinarse de manera informal. Estos pequeños grupos de comunistas pueden denominarse «cónclaves», dado su carácter privado y algo ritualista y, por supuesto, el hecho de que se organizan en fidelidad a un proyecto trascendente. En cualquier lugar donde se reúnan dos o tres comunistas existe un cónclave, independientemente de si se considera como tal. Los cónclaves funcionan principalmente a través de la afinidad. Algunos luego elaboran esta afinidad en divisiones de trabajo más formales o en subculturas informales más grandes. A menudo, los cónclaves sirven como semilla para partidos formales más elaborados.

Sin embargo, incluso cuando surgen proyectos partidistas formales, los cónclaves persisten dentro y entre ellos. Estos vínculos de afinidad informal son en sí mismos partidos formales importantes. Sirven para salvar la división entre organizaciones partidistas y no partidistas, para integrar más densamente los proyectos partidistas formales y para proporcionar resistencia y redundancia cuando las organizaciones formales se tensan y se fragmentan. En otras palabras, siempre existirán partidos formales menores dentro del cuerpo de partidos formales más complejos. La informalidad y la formalidad, la espontaneidad y la mediación, la opacidad y la transparencia no son opuestas. Ninguna de ellas puede privilegiarse sobre la otra, ni eliminarse en su totalidad.

Los cónclaves secretos existirán (deben y tienen que existir) dentro de las organizaciones comunistas formales con una membresía transparente, y dentro del cónclave existirán cónclaves aún más secretos. La teoría, la invención táctica y la camaradería se forjan en estos espacios oscuros e íntimos antes de ser elaboradas en lugares más abiertos a través de discusiones, debates y experimentos transparentes. Aunque un cónclave puede ser visible desde el exterior, sigue siendo una institución relativamente opaca.

Por un lado, esto siempre supone una amenaza para la organización en general, en la medida en que permite las intrigas entre bastidores y las luchas secretas por el poder. Por otro lado, esta privacidad es precisamente lo que permite al cónclave ser experimental y creativo. Los partidos formales más complejos deben diseñarse para protegerse y adaptarse simultáneamente a la persistencia de partidos formales relativamente opacos en su seno y, en el mejor de los casos, aprovechar estos órganos como fuente de vitalidad. Aunque estos cónclaves pueden integrarse potencialmente en grupos o facciones abiertos dentro de organizaciones más grandes, no son sinónimos de ellos y, a menudo, se alinean por factores fortuitos (como la experiencia compartida en una lucha) más que por un acuerdo teórico. Por lo tanto, preceden a este trabajo de grupo más público, y es probable que un solo grupo incluya múltiples cónclaves.

El partido comunista (eterno)

El partido comunista surge de la interacción entre el partido histórico y los numerosos partidos formales que genera, abarcando y superando a ambos. Con el tiempo, una combinación de factores estructurales provoca una mayor turbulencia dentro del partido histórico. Mientras tanto, la fuerza subjetiva débil o parcial de varios partidos formales, unidos por voluntad o por circunstancias, acaba por intervenir en las condiciones circundantes para revitalizar aún más el partido histórico que los vio nacer. El resultado es una forma emergente de organización que opera a una escala completamente diferente a la de los levantamientos fortuitos del partido histórico o las actividades improvisadas, tácticas y en gran medida localizadas (aunque a gran escala) de los partidos formales. El partido comunista es singular, pero multitudinario.

Como entorno expansivo de partidismo cada vez más organizado, el partido comunista nunca es el nombre de ningún «Partido Comunista» oficial concreto que opere en ningún lugar del mundo. Aunque estos muchos partidos comunistas «mayúsculos» son a menudo elementos importantes del partido comunista «minúsculo», no pueden reducirse a ellos. Además, siempre es un grave error estratégico intentar subordinar el partido comunista como tal a los intereses de un Partido Comunista singular (aunque este Partido Comunista haya llegado a representar algún levantamiento revolucionario local). Quizás la mejor forma de concebir el partido comunista sea como una especie de «metaorganización» que, por un lado, permite la elaboración de partidos formales y, por otro, estimula la vitalidad del partido histórico que surge debajo. Por lo tanto, es posible hablar del partido comunista como una especie de «ecosistema» partidista, en la medida en que la interacción entre el partido histórico y los numerosos partidos formales arraigados en él crea literalmente un territorio partidista que, como medio para la organización posterior, plantea sus propias limitaciones e incentivos emergentes.

Pero esta imagen del partido como «ecosistema» es, de hecho, ideológica. Al fin y al cabo, la metáfora del ecosistema es la preferida en la filosofía política liberal debido a su supuesta lógica «horizontal», que parece replicar el funcionamiento (también supuestamente «horizontal») del mercado. Y, en este caso, simplemente no capta el panorama completo: el partido comunista no es un ecosistema de lucha que se expande ciegamente en la historia. Es, más bien, el punto en el que la débil subjetividad visible en el partido formal se sublima en una fuerte subjetividad adecuada a la tarea de la revolución. Esta subjetividad revolucionaria abarca necesariamente las organizaciones individuales y es en sí misma organizada, intencional, relativamente consciente de sí misma (aunque esto depende de la posición de cada uno dentro de ella) y distribuida de forma desigual en su geografía y demografía.

Tradicionalmente, el partido comunista también se ha descrito con el lenguaje excesivamente impreciso de «movimiento comunista internacional» y con el lenguaje excesivamente restrictivo de cualquier «internacional» dada, a la que luego se le asigna un estatus ordinal en la secuencia histórica. En última instancia, lo mejor es considerarlo como algo intermedio entre la amorfía de un ecosistema o movimiento y la rígida estructura de capítulos de las diversas iteraciones de las internacionales formales y federativas. Pero también es más expansivo que cualquiera de ellos, en la medida en que sus capacidades organizativas reales se encuentran fuera del amplio «movimiento comunista» o de las estrechas federaciones de «partidos comunistas», y se miden en cambio por su relación con las asociaciones conciliares o deliberativas específicas que surgen de la clase en medio de una insurrección, y que luego comienzan a tomar medidas comunistas, se les pida o no, formando así las comunas que (si sobreviven) llegan a servir como el corazón y el motor de la secuencia revolucionaria. Sin embargo, las comunas solo pueden surgir cuando el circuito entre los partidos formales y el partido histórico está bien establecido, creando un entorno subjetivo en el que las formas deliberativas, expropiatorias y transformadoras de libre asociación se convierten en una consecuencia orgánica de la actividad de clase.

Al igual que el acontecimiento, el partido comunista puede surgir, caer en el olvido y luego resurgir más tarde, pero siempre es el mismo partido comunista, vinculado con un hilo rojo a sus encarnaciones anteriores. Su crecimiento extensivo (geográfico, demográfico) e intensivo (organizativo, teórico, espiritual) es en sí mismo la ola de revolución que inicia el proceso de construcción comunista. Del mismo modo, al igual que el partido formal, el partido comunista puede parecer que se osifica, que cae en desuso y que abandona su fidelidad al proyecto comunista, como cuando los partidos socialdemócratas de la Segunda Internacional degeneraron en una política reformista y belicista. Sin embargo, en tal situación, el partido comunista no se está osificando realmente, sino que está siendo eclipsado. Tal eclipse puede ser causado por cualquier número de factores, pero siempre está señalado por el fracaso de los partidos formales que una vez compusieron el partido comunista para mantener su fidelidad al proyecto comunista. Por esta razón, el resurgimiento explosivo del partido comunista se elabora a menudo en contraposición a estos restos osificados, como cuando la Tercera Internacional surgió de una serie de motines, insurrecciones y revoluciones que inicialmente buscaban emular la construcción del partido de la Segunda Internacional y que, al final, se vieron obligadas a elaborarse en oposición a esta misma herencia.

El partido comunista lleva mucho tiempo en un periodo de eclipse y, aunque hay indicios que apuntan a su resurgimiento, aún no se puede decir que exista de forma sustancial. Una vez más: el partido como tal no es simplemente la suma de la actividad «izquierdista» en un momento dado, sino una forma de supra-subjetividad que subsiste solo en la confrontación incendiaria con el mundo social imperante, sirviendo como el paso a través del cual el comunismo puede elaborarse como una realidad práctica. Más que la agregación sin sentido de muchos intereses menores en un sistema complejo, el partido comunista representa el florecimiento materializado de la razón humana necesaria para que la especie administre conscientemente su propia estructura social, que es al mismo tiempo su metabolismo social con el mundo no humano[11]. Por eso podemos hablar del partido comunista como el cerebro social del proyecto partidista, e incluso como la cámara de gestación de la propia sociedad comunista.

El partido comunista es, por lo tanto, eterno, en el sentido de que es la forma larvaria de un cuerpo inmortal: el florecimiento de la razón y la pasión en una especie autoconsciente que coordina conscientemente su propia actividad como un sistema geosférico[12]. En otras palabras, el partido comunista es la única arma capaz de destruir verdaderamente la sociedad de clases —anulando la lucha milenaria entre el igualitarismo simple y la dominación social al subsumir ambos bajo un principio superior de prosperidad— y es también, a través de esta misma destrucción, el vehículo a través del cual la verdad revelada por el partido histórico y elaborada por la multitud de partidos formales florece en una era completamente nueva de existencia material que sustenta un metabolismo social racional a escala planetaria

Notas

[1] Para una crítica similar de este enfoque, aplicada a un ejemplo concreto, véase: Jasper Bernes, «What Was to Be Done? Protest and Revolution in the 2010s» (¿Qué había que hacer? Protesta y revolución en la década de 2010), The Brooklyn Rail, junio de 2024. Disponible en línea aquí.

[2] Quizás más reveladora sea la pregunta de por qué, incluso cuando estas personas y sus organizaciones afiliadas han «ganado poder» aparentemente a través de elecciones tras la revuelta (como en los casos de Syriza, Podemos o el gobierno de Boric en Chile), no han logrado llevar a cabo ningún cambio social significativo. De hecho, el desvío de la revuelta popular hacia campañas electorales ha servido casi universalmente como una fuerza represiva, contribuyendo a desintegrar las escasas formas de poder proletario que estaban surgiendo fuera de la esfera institucional. Esto ocurre independientemente de la predilección política o de la intención de cualquier líder individual.

[3] Para obtener una visión general de la idea, véase: David Kilcullen, Out of the Mountains: The Coming Age of the Urban Guerrilla, Oxford: Oxford University Press, 2015, págs. 124-127

[4] El concepto de «sigilo» es una elaboración del «meme con fuerza» desarrollado por Paul Torino y Adrian Wohlleben en su artículo «Memes con fuerza: lecciones de los chalecos amarillos» (Mute Magazine, 26 de febrero de 2019; disponible en línea aquí), y ampliado posteriormente en Adrian Wohlleben, «Memes sin fin», Ill Will, 17 de mayo de 2021 (disponible en línea aquí).

[5] El uso de un ejemplo tomado de la derecha no es casual en este caso, ya que las organizaciones de derecha han demostrado ser especialmente hábiles en el despliegue de esta lógica durante las últimas décadas. Una de las razones del ascenso de la derecha es precisamente que este tipo de liderazgo suele ser rechazado de plano por quienes se sitúan en «la izquierda», que lo consideran una imposición autoritaria inherente al impulso espontáneo de la clase, en lugar de una dinámica autorreflexiva producida a través de ese mismo impulso. De este modo, se pierde el momento fugaz y los símbolos se extinguen por sí solos. Exploro las ramificaciones de este problema para la política en Estados Unidos en Hinterland: America’s New Landscape of Class and Conflict (Reaktion, 2018) y examino el mismo dilema en Hong Kong en los capítulos 6 y 7 de Hellworld: The Human Species and the Planetary Factory (Brill, 2025).

[6] El proyecto partidista se refiere a los intentos continuos por organizar alguna forma de subjetividad revolucionaria colectiva orientada hacia fines comunistas. En otras palabras, hace referencia tanto al pasado como al futuro de la lucha por emancipar a la humanidad de las cadenas históricas de la sociedad de clases e inaugurar un futuro comunista. Por lo tanto, es más o menos sinónimo de «organización comunista» o «movimiento comunista».

 

[7] Incluso en los levantamientos políticos masivos que traspasan los límites de la subsistencia expresados en forma de intereses concretos, persiste una tensión entre este exceso y sus motivos expresivos. Aprovechar esta tensión en favor de lo expresivo es la forma en que estas rupturas políticas se suprimen y se reabsorben en el statu quo.

[8] Marx habla del «partido de la anarquía» y del «partido del orden» en una serie de artículos escritos para el Neue Rheinische Zeitung en 1850, que más tarde serían recopilados en un libro, Las luchas de clases en Francia: 1848-1850, por Engels en 1895 (disponible en línea aquí). En esta versión del libro, los términos aparecen en el capítulo 3. Los mismos términos reaparecen en obras posteriores, como El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, de 1852. El término «antipartido» es una adición mía, introducida en Hinterland (selecciones disponibles aquí).

[9] Este marco teórico se basa en la obra del filósofo político Michael Neocosmos. Véase su libro Thinking Freedom in Africa: Toward a Theory of Emancipatory Politics (Pensar la libertad en África: hacia una teoría de la política emancipadora), Wits University Press, 2016.

[10] No obstante, la naturaleza simultáneamente universal y aleatoria del evento también significa que esta reorganización de coordenadas sigue siendo difícil de describir. Por ejemplo, para prácticamente cualquier observador está claro que «todo ha cambiado» tras la rebelión de George Floyd y, sin embargo, a todos nos costaría mucho explicar exactamente cómo han cambiado las cosas o señalar un caso concreto.

[11] Para más detalles sobre esta idea, véase: Phil A. Neel y Nick Chávez, «Forest and Factory: The Science and Fiction of Communism» (El bosque y la fábrica: la ciencia y la ficción del comunismo), Endnotes, 2023. Disponible en línea aquí.

[12] Más rigurosamente: la autorrealización de la «especie» como sujeto, más allá de su condición de hecho biológico aparente, que en realidad expresa la unidad material de la actividad productiva humana en la sociedad capitalista. Se trata de la realización, en la práctica, de lo que el geólogo soviético Vladimir Vernadsky (divulgador del término «biosfera») denominó en su día, de forma especulativa, la «noosfera». La idea se explora con más detalle en Neel, Hellworld, capítulo 2.

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[Alberto Toscano] Sobre fascismo y deseo (extracto de Fascismo Tardío)

[Nota de NPU: El contenido que sigue a continuación es una traducción propia del Cap. 7 y la Conclusión del libro Late Fascism [Fascismo tardío] de Alberto Toscano. En estos momentos me encuentro elaborando un estudio más amplio sobre el presente momento histórico de la civilización capitalista, siendo este texto un insumo que me pareció valioso para quienes se interesen sobre las nuevas formas de reacción que anidan en el seno de la crisis del capitalismo tardío. Por otro lado, el texto trata la relación entre fascismo y deseo, relación que suele quedar fuera del campo de visión de las críticas tradicionales del fascismo que, operando un reduccionismo con respecto a su dimensión subjetiva, pierden de vista una dimensión esencial para la elaboración de cualquier estrategia de combate práctico y disputa del campo social a las nuevas formas de reacción].

7 CATEDRALES DE LA MISERIA EROTICA[1]

Algunas personas nos dicen que lo que hacemos no es asunto de nadie, que es asunto mío, es mi vida privada. No: todo lo relacionado con la sexualidad no es un asunto privado, sino que significa la vida o la muerte de un pueblo; el poder mundial o la insignificancia – Heinrich Himmler, discurso de boda[2].

La tarea más urgente del hombre de acero es perseguir, contener y someter cualquier fuerza que amenace con transformarlo de nuevo en el horrible batiburrillo desorganizado de carne, pelo, piel, huesos, intestinos y sentimientos que se hace llamar humano. – Klaus Theweleit, Male Fantasies, vol. 2 – Male Bodies: Psychoanalyzing the White Terror [Fantasías masculinas, vol. 2 – Cuerpos masculinos: psicoanálisis del terror blanco].

LA ERÓTICA DEL PODER

En diferentes momentos de este libro, he hecho un llamamiento a recurrir a los debates sobre el «nuevo fascismo» de finales de los años sesenta y setenta para arrojar luz sobre nuestra propia situación política y teórica. Esto es quizás aún más importante si se tiene en cuenta la (pos)vida [(after)life] sexual del fascismo, ya que las revoluciones culturales y los impulsos liberacionistas de la década de 1960 no solo fueron constitutivos de los nuevos fascismos y antifascismos de su época, sino que siguen siendo un componente crucial de las narrativas dominantes de la extrema derecha, donde la «ideología de género» es a los disturbios de Stonewall lo que la «teoría crítica de la raza» al Black Power, es decir, una estrategia global mainstream y apoyada por las élites para abolir la familia, la tradición y el Occidente (blanco). El pánico moral planetario en torno a la a las personas trasgénero se ha sumado a las narrativas racistas de la migración como sustitución étnica en una fuente de energías fascistas[3]. Como sostengo en este capítulo, teorizar sobre los controvertidos entrelazamientos del fascismo y el eros es importante en sí mismo, pero es especialmente urgente hoy en día, cuando las redes internacionales de la reacción se cohesionan en torno a la amenaza que supone la no conformidad de género, y cuando la falsificación de las crisis de sexo y género permite proyectar lo geopolítico y lo civilizatorio sobre el cuerpo en su dimensión más material, pero también en su dimensión más simbólica.

En la conferencia Schizo-Culture celebrada en Nueva York en 1975, Michel Foucault articuló la tarea de pensar el fascismo después de los años sesenta en los siguientes términos:

Creo que lo que ha ocurrido desde 1960 se caracteriza por la aparición de nuevas formas de fascismo, nuevas formas de conciencia fascista, nuevas formas de descripción del fascismo y nuevas formas de lucha contra el fascismo. Y el papel del intelectual, desde los años sesenta, ha sido precisamente situarse, en función de sus propias experiencias, competencias, elecciones personales, deseos, situarse de tal manera que haga evidentes las formas de fascismo que, lamentablemente, no se reconocen o se toleran con demasiada facilidad, describirlas, intentar hacerlas intolerables y definir la forma específica de lucha que se puede emprender contra el fascismo[4].

Al igual que George Jackson, cuyo asesinato había sido anteriormente objeto de un panfleto del Grupo de Información sobre las Prisiones animado por Foucault, en la conferencia Schizo-Culture, el filósofo francés centró la sociedad carcelaria y punitiva en sus investigaciones sobre las nuevas formas de fascismo[5]. En la misma mesa, R. D. Laing habló del uso político de los tranquilizantes como «drogas de condicionabilidad», mientras que la activista carcelaria de Weather Underground Judy Clark presentó un relato detallado de la llamada «modificación del comportamiento», es decir, el «terror físico y psicológico contra las personas que se organizan dentro [de las prisiones] y se rebelan contra las condiciones que allí se dan»[6]. El propio Foucault profundizó en el papel de los médicos en la supervisión de la tortura bajo la dictadura militar en Brasil.

Pero desarrollar los órganos para discernir las variantes no reconocidas y toleradas del fascismo, para hacerlas perceptibles e intolerables, también significaba lidiar con la visibilidad espectacular y sexualizada de cierto fascismo en la cultura de los años setenta. El cine, en particular, se había convertido en el terreno para un retorno fantasmático del fascismo como fenómeno sexual en obras muy comentadas, desde El portero de la noche, de Liliana Cavani, hasta Salò, de Pier Paolo Pasolini, pasando por Salón Kitty, de Tinto Brass, y la plétora de películas de «nazisploitation». Fue en dos entrevistas concedidas a revistas cinematográficas francesas a mediados de la década de 1970 cuando Foucault hizo algunos de sus comentarios más sugerentes e incisivos sobre el nazismo y el fascismo. Sus observaciones abren líneas de investigación que, en muchos sentidos, superan el marco «biopolítico» que le llevó, en el primer volumen de Historia de la sexualidad, a trazar las continuidades entre el bienestar y el genocidio como polos interrelacionados de una política de poblaciones, en términos que siguen teniendo una profunda influencia en los debates teóricos actuales.

Ante la fantasmagórica fusión en la cultura popular de la sexualidad excesiva y el nazismo, la primera inclinación de Foucault es deserotizar provocativamente el fascismo. Como le dice a su entrevistador:

El nazismo no fue inventado por los grandes locos eróticos del siglo XX, sino por la pequeña burguesía más siniestra, aburrida y repugnante que se pueda imaginar. Himmler era un tipo vagamente agrícola y se casó con una enfermera. Debemos comprender que los campos de concentración nacieron de la imaginación conjunta de una enfermera de hospital y un criador de pollos. Un hospital más un gallinero: ese es el fantasma que se esconde detrás de los campos de concentración. Millones de personas fueron asesinadas allí, por lo que no lo digo para restar culpa a los responsables, sino precisamente para desengañar a quienes quieren superponer valores eróticos a ello. Los nazis eran limpiadores en el mal sentido de la palabra. Trabajaban con escobas y plumeros, queriendo purgar la sociedad de todo lo que consideraban insalubre, polvoriento, sucio: sifilíticos, homosexuales, judíos, los de sangre impura, los negros, los locos. Es el repugnante sueño pequeñoburgués de la higiene racial lo que subyace al sueño nazi. Eros está ausente[7].

La estetización libidinosa del nazismo que recorre el cine y la cultura popular de los años setenta (recordemos la infame entrevista de David Bowie en Playboy en 1976, con sus comentarios sobre Hitler como una estrella de rock «tan buena como Jagger», o las esvásticas que lucían Siouxsie Sioux y Sid Vicious) es sintomática para Foucault de una atracción persistente, aunque anacrónica, por un erotismo propio de la sociedad disciplinaria, «una sociedad regulada, anatómica, jerárquica, cuyo tiempo está cuidadosamente distribuido, cuyos espacios están divididos, caracterizada por la obediencia y la vigilancia». El nombre de ese eros disciplinario es Sade, pero Foucault replica: «Nos aburre. Es un disciplinario, un sargento del sexo, un contable del culo y sus equivalentes»[8].

Si, tras 1968, el problema, como insinuaba Foucault en el prefacio a la traducción al inglés de Anti-Edipo, era esbozar los protocolos éticos de una «vida no fascista», entonces esto también exigía olvidar a Sade y las sórdidas fantasías de control que su nombre había llegado a sancionar. Como exhorta Foucault: «Debemos inventar con el cuerpo, con sus elementos, superficies, volúmenes y espesores, un erotismo no disciplinario: el de un cuerpo en estado volátil y difuso, con sus encuentros fortuitos y placeres imprevistos»[9]. O, citando la reciente invitación de Jordy Rosenberg: «Si los nazis bailan toda la noche, entonces nuestra resistencia requiere algo más que lógica; algo más que un «tsk» cultivado o frenéticos estallidos de pánico. Necesitamos deseo, ese descenso desordenado, a veces poco gentil y autodestructivo hacia el lado oscuro de la razón»[10]. La invención experimental de otros placeres indisciplinados es la cara opuesta al diagnóstico de nuevas formas de fascismo, imperceptibles, que evitan las formas explícitamente políticas o históricamente reconocibles. Aunque en última instancia prefería el registro de una ética de los placeres al de un esquizoanálisis de los deseos, Foucault también estaba preocupado, al igual que Deleuze y Guattari, por lo que denominaba «el fascismo que hay en todos nosotros, en nuestras cabezas y en nuestro comportamiento cotidiano, el fascismo que nos hace amar el poder, desear precisamente lo que domina y explota»[11]. En los debates sobre el «nuevo fascismo» de los años sesenta y setenta, este fascismo cotidiano, inconsciente e íntimo cobró un protagonismo considerable, sobre todo, como sugieren el prefacio de Foucault y la crítica de Deleuze y Guattari a los grupúsculos de izquierda, como (auto)crítica de las relaciones autoritarias dentro de colectivos supuestamente revolucionarios[12]. Así es como lo encontramos también entre las feministas negras de Estados Unidos. Robin Kelley cita el siguiente pasaje de una sección sobre «La revuelta de las mujeres negras» del libro colectivo de 1973 Lessons from the Damned: «Dentro de las familias y dentro de nosotras hemos encontrado las semillas del fascismo que la izquierda tradicional no quiere ver. El fascismo no era un tema importante ni aterrador para nosotras. Era nuestra vida cotidiana»[13].

Las nuevas formas de fascismo de las que hablaba Foucault, irreductibles a la repetición de modelos organizativos y símbolos del periodo de entreguerras, requerían una microfísica del poder. En contraste con la masividad de sus antecesores «totalitarios», estas nuevas cepas de la «peste marrón» nazi eran «microfascismos» que, para ser diagnosticados y desactivados adecuadamente, exigían un análisis de las nuevas formas de acumulación y subjetivación capitalistas. Como señalaba Félix Guattari:

El capitalismo moviliza todo para detener la proliferación y la actualización de las potencialidades inconscientes. En otras palabras, los antagonismos que señala Freud, entre las inversiones del deseo y las inversiones del superyó, no tienen nada que ver con un tema, ni con una dinámica, sino con la política y la micropolítica. Aquí es donde comienza la revolución molecular: primero eres fascista o revolucionario contigo mismo, en el nivel de tu superyó, en relación con tu cuerpo, tus emociones, tu marido, tu mujer, tus hijos, tus compañeros, en tu relación con la justicia y el Estado. Existe un continuo entre estos dominios «prepersonales» y las infraestructuras y estratos que «exceden» al individuo[14].

La fórmula de Guattari resuena con la exhortación de Foucault, citada anteriormente, de hacer detectables e intolerables esas formas latentes y toleradas de fascismo que acechan bajo el umbral social del reconocimiento. También se refiere al objetivo de tantas investigaciones de la posguerra sobre la vida psíquica del poder bajo el capitalismo, desde La personalidad autoritaria en adelante, a saber, crear una profilaxis política que impida la cristalización de nuevas formas macro de fascismo a partir de su existencia, en gran medida indetectable, en el cuerpo social. Como declara Guattari: «Hay que encontrar los elementos microfascistas en todas nuestras relaciones con los demás, porque cuando luchamos a nivel molecular, tenemos muchas más posibilidades de impedir una formación verdaderamente fascista, macrofascista, a nivel molar»[15]. De ahí la propuesta de que las formas organizadas militares y político-partidistas del antifascismo clásico deben ser sustituidas por una «lucha antifascista micropolítica», que requiere nuevas modalidades clínicas y críticas de vigilancia que vayan más allá del mero reconocimiento del fascismo cuando desfila con su morbosa indumentaria[16]. Como advierte Guattari:

Debemos abandonar, de una vez por todas, la fórmula fácil y rápida: «El fascismo no volverá». El fascismo ya «ha vuelto» y sigue «volviendo». Atraviesa las mallas más tupidas; está en constante evolución, hasta el punto de que participa de una economía micropolítica del deseo inseparable de la evolución de las fuerzas productivas. El fascismo parece venir de fuera, pero encuentra su energía en el corazón mismo del deseo de todos[17].

En el contexto de su influyente diálogo con Foucault sobre «Los intelectuales y el poder», Deleuze reiteró con fuerza el principio metodológico de que un estudio materialista del poder, y en particular de sus ensamblajes fascistas, no puede limitarse a la dimensión de los intereses —en la que lo encasillan desde los teóricos de la elección racional hasta los marxistas tradicionales—, sino que debe prestar atención a «las inversiones del deseo que funcionan de una manera más profunda y difusa que nuestros intereses». Un materialismo político libidinal debe apuntar a la articulación de los deseos y los intereses, ya que, como observa Deleuze:

Nunca deseamos en contra de nuestros intereses, porque el interés siempre sigue y se encuentra donde el deseo lo ha colocado. No podemos ignorar el grito de Wilhelm Reich: las masas no fueron engañadas; en un momento determinado, ¡realmente querían un régimen fascista! Hay inversiones del deseo que moldean y distribuyen el poder, que lo convierten en propiedad tanto del policía como del primer ministro; en este contexto, no hay diferencia cualitativa entre el poder que ejerce el policía y el que ejerce el primer ministro. La naturaleza de estas inversiones del deseo en un grupo social explica por qué los partidos políticos o los sindicatos, que podrían tener o deberían tener inversiones revolucionarias en nombre de los intereses de clase, son tan a menudo reformistas o absolutamente reaccionarios en el plano del deseo[18].

Las observaciones de Deleuze sobre las inversiones libidinosas que subyacen al poder policial y político merecen tenerse en cuenta al reflexionar sobre cómo Foucault abordó el vínculo entre el poder y Eros en sus observaciones sobre el sexo y el nazismo en el cine.

Si el primer paso de Foucault es desinflar la presuntuosa idea de un fascismo sadeano y sexualmente transgresor, también aprovecha estas falsificaciones sexualizadas de la memoria y el significado para esbozar una descripción de la «carga erótica» del poder. La pura improbabilidad de un erotismo nazi es un dilema histórico y político que exige nuestra atención:

¿Cómo es posible que el nazismo —representado por personajes puritanos, patéticos y sórdidos, viejas solteronas ridículamente victorianas o, en el mejor de los casos, individuos obscenos— haya logrado convertirse, en Francia, en Alemania, en Estados Unidos y en toda la literatura pornográfica del mundo, en el símbolo definitivo del erotismo? Toda fantasía erótica de mala calidad se atribuye ahora al nazismo. Lo que plantea un problema fundamentalmente grave: ¿cómo se ama el poder? … ¿Qué lleva a que el poder sea deseable y a que se desee realmente? Es fácil ver el proceso por el que se transmite, se refuerza, etc., esta erotización. Pero para que la erotización funcione, es necesario que el apego al poder, la aceptación del poder por parte de aquellos sobre los que se ejerce, ya sea erótico[19].

El cine de explotación sexual nazi aparece entonces como un síntoma del colapso contemporáneo del apego erótico al poder («Ya nadie ama el poder… obviamente no se puede estar enamorado de Brezhnev, Pompidou o Nixon») y de los incipientes esfuerzos por re-erotizar el poder, que van desde las «tiendas de porno con insignias nazis» hasta la afición del entonces presidente francés Valéry Giscard d’Estaing por los elegantes trajes de chaqueta.

Pero Foucault también excava las fuentes de la carga erótica del poder en la organización política de la violencia fascista, de una manera que podría decirse que va más allá de la dialéctica del deseo y el interés y arroja luz sobre lo que discutimos en un capítulo anterior bajo la apariencia de la «libertad fascista». Aquí, la polémica contra el tratamiento del fascismo por parte de los marxistas gira en torno a la afirmación (cierta en el caso de Georgi Dimitrov y sus epígonos, pero no en el de Guérin o Bloch) de que su representación del régimen fascista como exacerbación de la dictadura burguesa descuida elementos cruciales de su composición y funcionamiento. En particular, Foucault sostiene:

Omite el hecho de que el nazismo y el fascismo solo fueron posibles en la medida en que pudo existir dentro de las masas un sector relativamente amplio que asumió la responsabilidad de una serie de funciones estatales de represión, control, vigilancia, etc. Esto, en mi opinión, es una característica crucial del nazismo: su profunda penetración en las masas y el hecho de que una parte del poder fuera realmente delegada a un sector específico de las masas. Aquí es donde la palabra «dictadura» se vuelve cierta en general y relativamente falsa. ¡Piensa en el poder que podía tener un individuo bajo el régimen nazi con solo ser miembro de las SS o afiliarse al partido! ¡Podías matar a tu vecino, robarle la mujer, la casa![20]

Al igual que en el relato de Johann Chapoutot sobre las teorías de gestión nazis como himnos a la autonomía del rendimiento y la iniciativa, lo que encontramos en las observaciones de Foucault es un poderoso desafío al lugar común de que el fascismo se define fundamentalmente por la centralización y la concentración del poder. Para Foucault, en la medida en que existe una erotización del poder bajo el nazismo, esta está condicionada por una lógica de delegación, sustitución y descentralización de lo que sigue siendo, en forma y contenido, un poder vertical, excluyente y asesino. El fascismo no es solo la apoteosis del líder por encima de las masas ovinas de sus seguidores; es también, de una manera menos espectacular pero quizás más trascendental, la reinvención de la lógica colonizadora de la soberanía mezquina, una «liberalización» y «privatización» muy condicional pero muy real del monopolio de la violencia. Como dice Foucault a su entrevistador:

Hay que tener en cuenta la forma en que se delegaba y distribuía el poder en el seno mismo de la población; hay que tener en cuenta esta vasta transferencia de poder que llevó a cabo el nazismo en una sociedad como la alemana. Es erróneo decir que el nazismo era el poder de los grandes industriales ejercido bajo una forma diferente. No se trataba simplemente de la intensificación del poder central del ejército, que era eso, pero solo en un nivel concreto… El nazismo nunca dio a la gente ninguna ventaja material, nunca repartió nada más que poder… El hecho es que, contrariamente a lo que se entiende habitualmente por dictadura —el poder de una sola persona—, se podría decir que en este tipo de régimen la parte más repulsiva (pero en cierto sentido la más embriagadora) del poder se entregaba a un número considerable de personas. A las SS se les concedió el poder de matar, de violar[21].

La visión de Foucault sobre la «erótica» de un poder basado en la delegación de la violencia es, en mi opinión, un marco más fértil para el análisis tanto del fascismo clásico como del fascismo tardío que la afirmación hiperbólica de Guattari de que «las masas invirtieron un fantástico instinto colectivo de muerte en […] la máquina fascista» , que pasa por alto la materialidad de esa «transferencia de poder» a una «franja específica de las masas» que Foucault diagnosticó como fundamental para el atractivo del fascismo[22].

La dimensión de género de la libido fascista se descuida en gran medida o se da por sentada implícitamente en los argumentos de Foucault, Deleuze y Guattari que acabamos de examinar. Respondiendo a su desafío teórico y descartando en gran medida su atención a la economía política y las estructuras de poder del fascismo, Klaus Theweleit, en Male Fantasies, se centra en la misoginia palingenésica y la política corporal paranoica del fascismo —la «mujer roja» como amenaza psicosomática de disolución que justifica la rabia asesina, la contención de la inundación— para comprender cómo la producción del deseo puede transformarse en producción de la muerte[23]. En el contexto actual de la nociva mezcla de la fascistización con nuevas bandas de hermanos (Männerbunde), físicas o virtuales, Theweleit ha inspirado la exploración del microfascismo contemporáneo como una «guerra de restauración» que busca revivir una fantasía arcaica del poder patriarcal mediante la puesta en práctica de prácticas violentas de «soberanía autogenética»: la reproducción del poder masculino sin y contra las mujeres[24]. Como argumenta Jack Z. Bratich: «El proyecto palingenésico del renacimiento masculino busca un futuro sin biorreproducción. Puebla el mundo de mártires y mitos, los escuadrones fantasmales del pasado y del futuro. Es una réplica sin reproducción»[25]. Y, sin embargo, debido a que

el soberano autogenético es siempre un proyecto imposible, necesita una renovación continua y vuelve a empezar a construir el mundo mediante la vigilancia, el castigo y el control… nos enfrentamos a un doble movimiento del soberano autogenético: una huida de la dependencia mientras vuelve a depender de las mujeres[26].

Esta imposibilidad también podría abordarse en términos de la discontinuidad entre las fuentes del fascismo en los grupos masculinos unidos por prácticas y/o fantasías de violencia, por un lado, y, por otro, el fascismo como proyecto de reconfiguración del Estado y la sociedad, que debe necesariamente incorporar e interpelar a las mujeres a su manera.

Emancipación de la emancipación: las mujeres y el fascismo

El debate teórico parisino de los años setenta sobre las nuevas formas de fascismo no pasó por alto la cuestión de las mujeres, el fascismo y el deseo. La periodista, académica y diputada comunista italiana Maria Antonietta Macciocchi organizó un seminario en la Universidad París VIII de Vincennes con un impresionante elenco de ponentes que aplicaron la política post-68 y la alta teoría a la historia y el futuro del fascismo (entre ellos, Nicos Poulantzas sobre el impacto popular del fascismo, Jean Toussaint Desanti sobre Giovanni Gentile y los orígenes filosóficos del fascismo y Jean-Pierre Faye sobre el fascismo y el lenguaje)[27]. El seminario también incluyó proyecciones de películas fascistas y antifascistas, desde la producción antisemita de Veit Harlan Jud Süss hasta Ossessione, de Luchino Visconti, pasando por Fascista, de Nico Naldini, y La Nave Bianca, de Roberto Rossellini. Fue también ocasión de enfrentamientos ideológicos y disturbios físicos con activistas maoístas del Groupe Foudre, liderados por Natacha Michel, que veían en Macciocchi al propagador de una teoría reaccionaria del sexo-fascismo, que oscurecía la clase y el capital en aras de un marco libidinal antimarxista[28]. Macciocchi realizó varias contribuciones al seminario, la más significativa de las cuales fue un largo ensayo sobre las mujeres y el fascismo, que más tarde se publicaría en italiano y parte del cual apareció traducido al inglés como «Female Sexuality in Fascist Ideology»[29].

Para Macciocchi, el nexo entre las mujeres y el fascismo —la interpelación de las mujeres por el fascismo, su participación en él e incluso su deseo por él— se había convertido en una especie de tabú feminista, el punto ciego de un movimiento feminista que tendía a tratar a las mujeres como un gauchiste ultraliberal trataba al proletariado: hagiográficamente, como una especie de fetiche irreprochable[30]. Aunque basaba su análisis en un abundante archivo de materiales textuales del ventennio fascista, Macciocchi también hizo un amplio uso de las teorías de Wilhelm Reich sobre la infraestructura libidinal del poder fascista. El sexo en general, y la sexualidad de las mujeres en particular, fueron sometidos por el fascismo a una estrategia concertada de expropiación. Como declaró Macciocchi: «En el fascismo, la sexualidad, al igual que la riqueza, pertenece a una poderosa oligarquía. Las masas están desposeídas de ambos»[31]. La dictadura fascista de masas, siguiendo a Reich, se consideraba basada en «una enorme represión sexual estrechamente vinculada a la muerte», mientras que en el caso italiano, basándose en la tradición católica, inventó un cóctel particularmente potente de normatividad reproductiva y lo que hemos encontrado en Furio Jesi como una religio mortis, una religión de la muerte[32]. «La característica del genio fascista y nazi», escribe Macciocchi, «es su desafío a las mujeres en su propio terreno: convierten a las mujeres en reproductoras de la vida y guardianas de la muerte, sin que ambos términos sean contradictorios»[33]. La nacionalización tanto de la familia como del sexo hace posible una biopolítica de la reproducción que es también una necropolítica (¡Viva la muerte!). No solo se trata de engendrar hijos para el frente —o hijas que a su vez engendrarán más hijos para futuros frentes—, sino que la mujer fascista también se alista en una religión libidinosa de la muerte que glorifica al mártir nacional, caído en el acto de matar. A la inversa, la reterritorialización del sexo en la familia nacionalizada, tanto material como simbólicamente, desempeña un papel ideológico crucial. Como afirma Macciocchi: «La plaga «emocional» del fascismo se propaga a través de una epidemia de familiarismo»[34].

En resumen, «no se puede hablar de fascismo sin estar dispuesto a hablar también de patriarcado»[35]. En su introducción a la publicación del artículo de Macciocchi en el primer número de Feminist Review, la historiadora Jane Caplan resumió de forma muy útil la teoría de la ideología que subyace a sus tesis:

El fascismo se gana el apoyo de las mujeres dirigiéndose a ellas en un lenguaje ideológico-sexual con el que ya están familiarizadas a través de los «discursos» de la ideología cristiana burguesa. En términos abstractos, esto significa que el sistema de signos y representaciones inconscientes que constituyen la «ley» del patriarcado se invoca en la ideología fascista de tal manera que las mujeres se ven atraídas hacia una relación de apoyo particular con los regímenes fascistas: de hecho, Macciocchi parece incluso sugerir que esta «disponibilidad» de las mujeres es también constitutiva del fascismo, y no es solo una reserva pasiva… mientras las mujeres sigan permitiéndose ser abordadas en el lenguaje patriarcal de la alienación sexual, seguirán siendo un público potencial para las persuasiones del fascismo[36].

Pero Caplan también expresó algunas críticas astutas sobre este planteamiento del problema de las mujeres bajo el fascismo. Macciocchi a veces caía en la falacia ecléctica: dado que el fascismo es una ideología carroñera que remienda elementos ideológicos disponibles, existe la tentación de tratar cada uno de esos elementos (en lugar de la especificidad de la incorporación y articulación de cada elemento en un conjunto más amplio) como fascista o protofascista en sí mismo. Caplan también cuestionó la oposición, ya mencionada en este libro, entre los deseos (irracionales) y los intereses (racionales), al tiempo que ponía en duda las sugerencias de que existiera un entusiasmo femenino sui generis por el fascismo. La suya es también una defensa del análisis materialista e histórico en contraposición al uso indiscriminado de categorías psicoanalíticas:

La esfera de la ideología/el inconsciente corre el riesgo de convertirse en un país en el que todo es posible, una especie de categoría residual global y privilegiada cuyos límites se difuminan en horizontes indistintos. Esto parece correr el peligro de atribuir al fascismo una capacidad última y exclusiva para dominar un terreno que, de otro modo, sería inexpugnable; de proponer el inconsciente como el dominio propio y peculiar del fascismo, sin sugerir, más allá de unas pocas alusiones crípticas, cómo se puede recuperar[37].

A las advertencias de Caplan podríamos añadir que ver el fascismo a través del prisma de la familia sexualmente represiva puede tener efectos distorsionadores. Aunque se evita la imagen lasciva del fascismo como perversión sexual, la idea diametralmente opuesta de que «el discurso fascista es rigurosamente casto, puro, virginal» y que su «objetivo central es la muerte de la sexualidad» se contradice con el historial de las políticas sexuales fascistas[38].

Como demostró la historiadora Dagmar Herzog en su brillante estudio Sex After Fascism, la identificación del fascismo con la represión sexual fue en parte un subproducto de la reacción de los años sesenta contra un establishment cómplice de la posguerra (la generación de los padres), que había impuesto el conservadurismo sexual y moral como baluarte contra las subversiones del fascismo de la familia tradicional (y para renegar de su propia participación anterior en el régimen). Las interpretaciones sexualizadas del nazismo tenían su propia historia y periodización, condicionadas por los conflictos morales y políticos de su momento. Como señala Herzog, a principios de la década de 1950 en Alemania

…los comentaristas seguían haciendo hincapié en el componente antiburgués del nazismo y vinculaban explícitamente el fomento de la sexualidad extramatrimonial por parte de los nazis con los crímenes del nazismo, [mientras que] el juicio de Auschwitz de 1963-1965 en Fráncfort del Meno marcó el surgimiento de la teoría del perpetrador del Holocausto pequeño burgués y sexualmente reprimido, que iba a cobrar tanta importancia para el nuevo movimiento de izquierda[39].

Ni grandes locos eróticos ni pequeñas burguesas limpiadoras, los nazis promovieron una política sexual que no puede reducirse a modelos anteriores de regulación sexual (burgueses o pequeñoburgueses, liberales o conservadores), ni a un patriarcado genérico; siguiendo a Herzog, podemos verla como una síntesis móvil entre, por un lado, un conservadurismo moral pragmático y, por otro, la aceleración de las tendencias sexuales modernizadoras bajo una apariencia racista y nacionalista. Pace Theweleit, «el núcleo de toda propaganda fascista» no es «una batalla contra todo lo que constituye el disfrute y el placer»[40]. Como argumenta Herzog:

Cuando los nazis llegaron al poder en 1933, se presentaron con frecuencia ante el público como restauradores de la moral sexual tradicional (aunque esta postura también fue cuestionada dentro de la dirección del partido desde muy temprano). Sin embargo, a medida que se desarrollaba el Tercer Reich, surgió una política sexual totalmente nueva y altamente racializada. Si bien se siguieron promoviendo hasta el final los llamamientos a la conservadurismo sexual, quedó claro que, bajo el nazismo, muchas (aunque ciertamente no todas) las tendencias liberalizadoras preexistentes se intensificarían deliberadamente, al tiempo que se redefinían la libertad sexual y la felicidad como prerrogativas exclusivas de los heterosexuales «arios» «sanos»[41].

Con su base en una crítica subnietzscheana de la represión cristiana del cuerpo, sus fuentes en los innumerables naturismos, nudismos y cultos del cuerpo que atravesaron la Alemania de principios del siglo XX, y su obsesión por la estetización marcial del cuerpo en la antigua Grecia y Roma (reinterpretadas como avanzadillas mediterráneas de la raza nórdica), el nazismo no puede reducirse a una represión pequeñoburguesa[42]. Su «familialismo» tampoco debe atribuirse únicamente al ansia de carne de cañón joven o a las fantasmagorias supremacistas blancas; también fue, como detalló el historiador Tim Mason en un brillante ensayo sobre las mujeres bajo el nacionalsocialismo, una función del encuentro del fascismo alemán con las contradicciones culturales y materiales del capitalismo. La familia podía aparecer como una especie de solución, pero también como un lugar de compromiso psicológico y material entre una población ansiosa y un régimen desprovisto de cualquier «término medio entre la improvisación dramática y brutal, por un lado, y la búsqueda de objetivos finales visionarios, por otro»[43]. Como concluía Mason, la

…propaganda y las políticas nazis magnificaron la función reconciliadora mucho más fundamental de la vida familiar, y la gente respondió a ello porque [esta] apelaba a mecanismos de autoprotección contra los rigores alienantes de la vida fuera del hogar, establecidos desde hacía mucho tiempo y casi universales… El mundo de pesadilla del gobierno dictatorial, los enormes conglomerados industriales, la administración omnipresente y la inhumanidad organizada era parásito de su antítesis ideológica, la minúscula comunidad de padres e hijos[44].

Sin embargo, a pesar de su énfasis tendencioso y ecléctico en cierta dimensión de la vida sexual del fascismo, la obra de Macciocchi sigue siendo importante por su afirmación de que no se puede eludir el problema del fascismo y las mujeres (y del fascismo y el género en general). Como advierte:

Si no se analiza la relación pasada (¿y presente?) entre las mujeres y la ideología fascista, si no analizamos cómo y por qué el fascismo ha engañado a las mujeres, entonces el feminismo mismo (y del mismo modo toda la vanguardia política) seguirá privado de una comprensión de su contexto histórico. Sin este análisis dialéctico, el feminismo queda mutilado; queda suspendido sin pasado, como un globo aerostático atemporal, incapaz de comprender lo que está en juego hoy ni la dirección de cualquier alianza futura entre la lucha feminista y la lucha revolucionaria[45].

Entre los objetos dialécticos de tal análisis se encuentra la consolidación bajo el fascismo de un «antifeminismo femenino», producto de lo que Macciocchi denomina acertadamente la «politización antipolítica» de las mujeres por parte de los regímenes fascistas y nazis[46]. Como ha argumentado Robyn Marasco, en una perspicaz recuperación crítica de la obra de Macciocchi junto con los escritos de Andrea Dworkin sobre las activistas de ultraderecha en Estados Unidos, a pesar de sus limitaciones, este trabajo puede perturbar los análisis asépticos y desencarnados del fascismo como fenómeno «puramente» político y sensibilizarnos sobre el papel del género, la sexualidad y el sexo en los procesos contemporáneos de fascistización. Como pregunta retóricamente Marasco:

En un nivel aún más básico, ¿podemos hablar de fascistización sin hablar de sexo? ¿Estaremos en condiciones de comprender el fascismo de nuestro presente y cómo se relaciona con los fascismos del pasado? ¿Entenderemos cómo la misoginia en línea se convierte en una droga de iniciación a la extrema derecha, cómo el mundo de los activistas por los derechos de los hombres, los artistas del ligue, los trolls MGTOW y los «celibatos involuntarios» se superpone al de los supremacistas blancos, los milicianos y los proud boys, o incluso cómo un episodio relativamente menor como el #gamergate podría describirse de forma plausible como uno de los acontecimientos inaugurales de la era Trump? ¿Reconoceremos en el mito del «gran reemplazo» un intento de controlar la sexualidad de las mujeres, así como el pánico racista y culturalista? Más aún, sin considerar el sexo como un instrumento de fascistización, ¿podemos entender a los antivacunas, las madres yoguis y los gurús del bienestar que forman parte del resurgimiento de la nueva derecha, cómo la conspiración Q-anon moviliza los temores de las mujeres por sus hijos?[47]

Pero aunque la respuesta pueda ser un sí rotundo, esto no significa que los patrones de fascistización sexuados y de género vayan a adoptar formas familiares. De hecho, basando sus reflexiones en el caso de Ashli Babbitt, «mártir» de la «insurrección» del 6 de enero, Marasco nos invita a pensar en las formas regresivas de empoderamiento y los placeres transgresores que pueden permitirse ciertas mujeres en los movimientos de extrema derecha contemporáneos. Lo que ofrecen las escenas fascistas de derecha puede que no sea principalmente la seguridad patriarcal (aunque su pastiche se ofrece a las «tradwives» y a las de su clase). Más bien, puede ser

… algo más inmediatamente transgresor, más receptivo a los impulsos destructivos y a las fuerzas antisociales, y más próximo a la igualdad que rechaza y a la libertad a la que renuncia. Ofrece a las mujeres blancas una explicación de su infelicidad y un espacio afectivo para expresar su rabia… No se trata simplemente de proteger los propios intereses (como mujeres blancas, mujeres pequeñoburguesas, mujeres con ciudadanía estadounidense), ni siquiera de desear el propio dominio, sino de acceder a los placeres del afecto y la agencia «masculinos». Es un privilegio reservado solo a algunas mujeres, lo cual es parte del problema. Y es una forma de «antifeminismo femenino» que refleja el feminismo neoliberal al que se opone, otra versión degradada de «tenerlo todo», en la que, en lugar de la carrera corporativa y la familia reproductiva heterosexual, las mujeres pueden tener entrenamiento de combate, rifles AR-15, sexualidad poliamorosa, conspiracionismo y, sobre todo, una apariencia de poder que sustituye al real[48].

Esta recomposición del antifeminismo femenino también puede derivar en un «feminismo fascista», que busca asegurar y afirmar violentamente una figura normativa, si no necesariamente heteropatriarcal, de la mujer, y que invierte el deseo y la libido en sus narrativas sobre la amenaza inminente de la erradicación de las mujeres e incluso del feminismo por parte de la «ideología de género» y la transidad[49].

El sexo en crisis

El fascismo se presenta como la solución, el remedio, a una crisis global del orden. No solo del orden social, sino del orden en todos sus registros semánticos y materiales: económico, geopolítico, espiritual, estético, corporal, racial. Y sexual. Desde la perspectiva fascista, la crisis orgánica es siempre una crisis de lo orgánico, una desregulación de los sentidos, un desorden en nuestros órganos. Pero a diferencia de los conservadurismos reaccionarios, a los que manipula hábilmente, el fascismo nunca se reduce simplemente a un deseo de restauración, de devolver los cuerpos a su lugar[50]. Consciente, aunque no siempre lo confiese, de que el camino hacia una armonía perdida está irremediablemente bloqueado, la huida hacia adelante del fascismo hacia el pasado va inevitablemente acompañada de todo tipo de inventos recombinantes, revoluciones conservadoras que afectan a la reproducción y la sexualidad, el deseo y el placer, lo íntimo y lo colectivo. También en este ámbito, si el fascismo se repite, lo hace con una diferencia. No hemos terminado con el pánico políticamente manipulado en torno a la profanación racial (judía), la «mujer en crisis» y la homosexualidad que configuraron los fascismos europeos de entreguerras, ni con la genderización de la regulación terrorista del fascismo racial de la negritud y la subalternidad colonial, que precedió y sobrevivió al Eje Roma-Berlín[51]. Pero también tenemos que lidiar con nuevas formas de fascismo (incluidos los fascismos cotidianos y los microfascismos) que surgen de las transformaciones en los ámbitos del sexo, el género y la sexualidad, y de las articulaciones mutables entre lo libidinal, lo económico y lo natural.

Como han observado los estudiosos de las recomposiciones de la extrema derecha en el contexto de la emergencia climática, las normas sexuales y de género reaccionarias no solo se limitan a la esfera doméstica o íntima, sino que son también mediaciones antagónicas de la totalidad social, sensibles a los imaginarios del todo social (y natural). Como sugiere Cara Daggett, la nostalgia agresiva por un conjunto obsoleto de masculinidad, automovilismo y manufactura —que trasciende los bastiones históricos del fordismo— puede entenderse como la consolidación de una petromasculinidad, que nos alerta

…a la posibilidad de que el cambio climático catalice los deseos fascistas de asegurar un lebensraum, un espacio vital, un hogar protegido del espectro de quienes lo amenazan, ya sean contaminantes, inmigrantes o personas con desviaciones de género. Tomarse en serio la petro-masculinidad significa prestar atención a los deseos frustrados de los patriarcados privilegiados a medida que pierden sus fantasías fósiles[52].

Esta pérdida conflictiva de la fantasía (y de la fantasía de la pérdida) por parte de «una hipermasculinidad occidental cada vez más frágil» también puede interpretarse como un robo del disfrute, lo que, si tenemos en cuenta la historia explotadora y extractiva de esas historias coloniales, raciales y patriarcales, quizá se describa con mayor precisión como el robo del disfrute del robo (y del orden que surge y se reproduce a partir del saqueo). Los ladrones del disfrute pueden adoptar formas múltiples, variadas e incoherentes (plutócratas judíos depredadores, élites liberales metropolitanas que conducen Prius, madres negras que viven de la asistencia social, mujeres trans), pero para el imaginario fascista, sin su eliminación o represión, no es posible ningún «renacimiento institucionalizado», ninguna revolución restauradora[53].

Como han argumentado desde hace tiempo las antifascistas feministas y queer, los fascismos no son solo regímenes raciales, sino también regímenes sexuales y de género[54]. La politización antipolítica del sexo y el género desempeña un papel fundamental en la formación y la circulación del fascismo. Invierte la experiencia de la crisis en su dimensión más íntima y visceral, donde los trastornos sociales y económicos, aparentemente demasiado abstractos para ser cartografiados, se hacen sentir en los registros domésticos, libidinales y corporales. El fascismo tardío es tanto una propuesta libidinal —una reivindicación basada en los deseos colectivos— como un pánico sexual o, mejor dicho, un pánico de género. La cultura de la derecha actual es la cultura de las guerras inciviles que ponen en primer plano la regulación, la persecución y la estigmatización de los cuerpos sexuados y sexuales. También es una cultura inquietantemente transnacional y «viral», en la que la reparación y la reinvención de una masculinidad marcial y la nostalgia ansiosa por la familia heteronormativa como célula del demos y el ethnos son los ejes en torno a los cuales se cohesiona toda una infraestructura institucional e ideológica, con la «ideología de género» y la transness como némesis. Si «el activismo crítico con el género funciona… como un proceso de traducción a gran escala a través del cual se formulan y se ponen en circulación [a nivel mundial] determinadas contrateorías y conceptos», no es solo por su capacidad para crear articulaciones novedosas entre formaciones conservadoras y feministas, sino porque presenta la problemática de género como una crisis global, germen y vector de un capitalismo global malo, capitalismo globalista, dirigido por élites desarraigadas que se confabulan con sujetos desviados y subalternos para despojar aún más a los ya precarios «ciudadanos comunes», creando lo que Serena Bassi y Greta LaFleur han denominado provocativamente «un feminismo posfascista del 99 %»[55].

La antipolítica sexual del fascismo es una estrategia, como nos recuerda con crudeza el discurso nupcial de Himmler, para vincular lo geopolítico con lo genital (así como con lo genómico o lo hormonal). En cierto sentido, no es sorprendente, aunque no por ello menos grotesco, que el fascismo tardío se cohesione y circule con frecuencia en torno al pánico moral sobre la transexualidad y la «ideología de género». Aquí opera una especie de «escalaridad» sexual y de género: no solo la tematización del trastorno sexual y de género permite proyectar los problemas «macro» a escala «micro» —el fin inminente de la civilización occidental está inscrito en los cuerpos rebeldes—, sino que la consolidación de una nueva «internacional fascista» y su capacidad para capturar y hegemonizar los conservadurismos más antiguos se produce en gran medida a través del prisma de una crisis planetaria de las normas de género y sexuales[56]. Esto ha servido para cimentar las infraestructuras políticas y las solidaridades entre sujetos políticos dispares, todos comprometidos con la idea de que nos encontramos en medio de una guerra cultural mundial en la que la queeridad y la transidad son los precursores de un colapso civilizatorio que debe ser frustrado a toda costa[57]. Mientras que el migrante de color es el avatar del Gran Reemplazo, la eventual extinción de la blancura y las naciones que la componen, la transness es el emblema y el emisario de un Gran Desorden, la confusión de las diferencias sexuales y la destrucción de la familia. Si los fascismos nacidos de los campos de exterminio de la Primera Guerra Mundial intentaron proyectar la lógica del frente sobre las crisis sociales y sexuales —luchando contra las masas rojas, las masas femeninas y judías como vectores de la disolución de los límites mismos del cuerpo—, los fascismos tardíos de hoy, en gran medida desligados de la «guerra como experiencia interior», pero ardientemente nostálgicos de las masculinidades marciales, se fijan en la no conformidad de género como metáfora y metonimia, causa y síntoma de un desorden a escala tanto personal como planetaria[58]. Para ellos, el declive de Occidente es un problema de género, y el deseo contagioso de una vida mejor más allá de las jerarquías de identidad racial y normalidad sexual es una enfermedad, una patología social, la distopía desviada contra la que erigir la imagen regresiva de una vida de lucha incesante y el deseo desesperado de una tradición por venir[59].

CONCLUSIÓN

Este libro es el resultado de un esfuerzo por pensar el fascismo como un proceso y un potencial que acecha a un mundo desgarrado e inestable por múltiples crisis superpuestas. A partir de los ricos archivos del pensamiento antifascista, he tratado de teorizar sobre la dinámica social e ideológica del fascismo, sus culturas y temporalidades, en lugar de nombrar o clasificar movimientos, regímenes o individuos. He tratado de abordar la relación entre el fascismo histórico y los signos contemporáneos de fascistización, no de forma analógica, comparando a los epígonos con un modelo, sino de forma contrapuntística, permitiendo que la historia y el presente se iluminen, pero también se perturben mutuamente. Esto también ha supuesto poner en primer plano aquellas características del fascismo europeo de entreguerras que trascienden los marcos de las interpretaciones canónicas para resonar en nuestro propio momento histórico, por ejemplo, reflexionando sobre las desviaciones del fascismo respecto a nuestro sentido común sobre un Estado total basado en la supresión de toda libertad y autonomía.

Feroz y cruelmente identitario, el fascismo también elude una identificación exhaustiva. Se repite, pero con diferencias, escudriñando el terreno ideológico en busca de materiales utilizables, no pocas veces procedentes de sus antagonistas de izquierda. Puede hacer alarde de su relativismo mientras comercia con absolutos. Y a pesar de su asociación durante la Guerra Fría con la lógica hiperestatista del totalitarismo, engendra sus propias formas de pluralismo y sus propias visiones de la libertad. Mi apuesta ha sido que es posible pensar de forma coherente sobre los elementos del fascismo como política antemancipatoria de crisis sin equiparar teoría y definición, evitando la lista de características reveladoras o el calendario simplificado de los pasos hacia la victoria fascista. Una teoría crítica del fascismo no tiene por qué adoptar la forma de un manual diagnóstico y estadístico de trastornos políticos. Los teóricos radicales del fascismo racial y colonial que han sustentado mis propias reflexiones en estas páginas, así como mis críticas a la analogía histórica, pueden sintonizarnos con cuatro dimensiones entrelazadas de la historia y la experiencia del fascismo.

La primera es que las prácticas e ideologías que cristalizaron, con mayor o menor dificultad, en el fascismo italiano, el nazismo alemán y sus parientes europeos fueron presagiadas y preparadas por el despojo y la explotación de «razas inferiores sin ley» llevada a cabo por el colonialismo, la esclavitud y el capitalismo racial intraeuropeo (o colonialismo interno). Una de las apuestas de este libro es que nuestro «fascismo tardío» no puede entenderse sin los «fascismos anteriores al fascismo» que acompañaron la consolidación imperialista de un sistema mundial capitalista.

En segundo lugar, el fascismo se ha aplicado, experimentado y denominado de manera diferente según los ejes de raza, género y sexualidad. Como nos enseñan los escritos de revolucionarios negros encarcelados en Estados Unidos, los órdenes políticos ampliamente considerados liberal-democráticos pueden albergar instituciones que funcionan como regímenes de dominación y terror para amplios sectores de su población, en algo parecido a un Estado dual racial[60]. Esto significa que, tanto en sus orígenes políticos como en sus imperativos estratégicos, el abolicionismo y el antifascismo contemporáneo no pueden separarse.

En tercer lugar, el fascismo se basa en una modalidad de contraviolencia preventiva, su deseo de renacimiento etnonacional o revancha alimentado por la inminencia de una amenaza proyectada como civilizatoria, demográfica y existencial. El pánico histórico ante la «marea creciente del color» y la «revolución mundial de color» que sembró el auge del fascismo tras la Primera Guerra Mundial se ha transformado (apenas) en narrativas de reemplazo, sustitución o suicidio cultural compartidas tanto por los autores de tiroteos masivos como por los primeros ministros europeos.

En cuarto lugar, el fascismo requirió la producción de identificaciones y subjetividades, deseos y formas de vida que no solo exigen obediencia al poder estatal despótico, sino que se nutren de una idea sui generis de la libertad. Ya sea bajo la forma de un poder descentralizado y delegado o de salarios psicológicos, el fascista —como síntesis fantasmática del colono y el soldado (o el policía)— necesita imaginarse a sí mismo como un accionista activo en el monopolio de la violencia, así como un pequeño soberano emprendedor, con la raza y la nación como vectores afectivos e ideológicos de identificación con el poder.

Si tenemos en cuenta estas dimensiones —la longue durée del capitalismo racial colonial, la experiencia diferencial de la dominación, la violencia política que se anticipa a una amenaza existencial imaginada, el sujeto como delegado de la violencia soberana—, podemos empezar a comprender cómo los potenciales fascistas contemporáneos convergen y se cristalizan en formas de «fascismo fronterizo». Ya sea que esa frontera sea una demarcación física que debe ser amurallada y patrullada, o un conjunto de fallas fractales que atraviesan el cuerpo político y están marcadas y vigiladas de múltiples maneras, no se puede eludir el hecho de que, a medida que «los ciclos del capitalismo que impulsan tanto la migración masiva como la represión convergen con la crisis climática» y una crisis racial y civilizatoria se entremezcla con escenarios de escasez y colapso, la extrema derecha autoritaria trazará su política del tiempo —y especialmente su obsesión por la pérdida trascendental de privilegios y pureza— en el espacio del territorio[61]. Al igual que sus antecesores del siglo XX, también tratará de controlar las fronteras del cuerpo, de patrullar las demarcaciones entre géneros y sexos.

Ruth Wilson Gilmore ha resumido la idea del capitalismo racial en la fórmula «el capitalismo requiere la desigualdad y el racismo la consagra»[62]. El fascismo, podríamos añadir, se esfuerza violentamente por consagrar la desigualdad en condiciones de crisis creando simulacros de igualdad para algunos: es una política y una cultura de atrincheramiento nacional-social, alimentada por el racismo, en una situación de catástrofe social real o anticipada. Como política de crisis, es un caso límite de «capitalismo salvando al capitalismo del capitalismo» (a veces incluso creando el espejismo de un capitalismo sin capitalismo)[63]. Contrarrestar los potenciales y procesos fascistas que atraviesan el presente global no puede significar, por tanto, subordinar la crítica práctica del capitalismo a frentes (im)populares diluidos con liberales o conservadores. El neoliberalismo «progresista» —el que subyace en la mayoría de las denuncias del fascismo por parte de la corriente dominante— se define por la producción y reproducción de desigualdades y exclusiones, acompañadas de manera inconsistente por compromisos formalistas y estereotipados con los derechos, la diversidad y la diferencia. Quienes hagan causa común con él tendrán que hacerlo conscientes de que están «defendiendo las puertas del imperio», aliándose con la causa para protegerse de sus efectos[64]. Quien no esté dispuesto a hablar de anticapitalismo, tampoco debería hablar de antifascismo. Este último, entendido en sentido amplio, no es solo una cuestión de resistir lo peor, sino que siempre será inseparable de la forja colectiva de formas de vida que puedan deshacer los romances letales de identidad, jerarquía y dominación que la crisis capitalista genera con tan sombría regularidad.

[1] Una sección, ahora perdida, de Hanover Merzbau [del artista vanguardista Kurt Schwitters] se llamaba «La catedral de la miseria erótica», un monumento destartalado que contenía, escondidos en sus diversas “grutas”, pequeños recuerdos solicitados o robados a amigos como Hannah Hoch, así como «una pequeña botella redonda con mi orina» y fotografías de personajes públicos como Hindenburg y Mussolini. Hal Foster, «Anyone can do collage», London Review of Books, 10 de marzo de 2022.

[2] Citado en Chapoutot, The Law of Blood, 230.

[3] Véase Judith Butler, «Why is the idea of «gender» provoking backlash the world over?», The Guardian, 23 de octubre de 2021.

[4] Michel Foucault, «Schizo-Culture: On Prisons and Psychiatry», en Foucault Live: Collected Interviews, 1961-1984, ed. Sylvere Lotringer, trad. Lysa Hochroth y John Johnston, Nueva York: Semiotext(e), 1996 [1989], 179. En un contexto diferente, Foucault también reflexionó sobre cómo, en ausencia de las «gigantescas sombras del fascismo y el estalinismo» y la «ansiedad política» que provocan en las sociedades contemporáneas, sus propias investigaciones sobre los intersticios del poder no habrían adquirido la «dirección e intensidad» que tomaron. Véase Foucault, «El fin de la monarquía del sexo», en Foucault Live, 221.

[5] Véase Alberto Toscano, «The Intolerable-Inquiry: The Documents of the Groupe d’information sur les prisons», Viewpoint Magazine, 25 de septiembre de 2013. Ibid., 169, 174.

[6] Ibid., 169, 174.

[7] Foucault, «Sade: Sergeant of Sex», en Foucault Live, 188. El rechazo de Foucault a enmarcar el nazismo en términos eróticos coincide en gran medida con las observaciones de Primo Levi sobre el cine de nazisploitation en un artículo periodístico de 1977. Véase Primo Levi, «Movies and Swastikas», en The Complete Works of Primo Levi, ed. Ann Goldstein, Liverlight: Nueva York, 2015.

[8] Foucault, Foucault Live, 189.

[9] Ibid.

[10] Jordy Rosenberg, «The Daddy Dialectic», Los Angeles Review of Books, 11 de marzo de 2018.

[11] Foucault, «Prefacio», en Gilles Deleuze y Félix Guattari, El anti-Edipo: Capitalismo y esquizofrenia, trad. Robert Hurley et al., Nueva York: Viking, 1977, xiii.

[12] Aunque surge de la misma coyuntura ideológica, este esfuerzo reflexivo por explorar un fascismo cotidiano o microfascismo debe distinguirse del discurso del «fascismo de izquierda» (Linksfaschismus) expresado por personas como Jürgen Habermas en respuesta a los movimientos radicales y armados de la década de 1970.

[13] Citado en Robin D. G. Kelley, Freedom Dreams, 147.

[14]  Félix Guattari, «Soy un ladrón de ideas», en Soft Subversions: Texts and Interviews, 1977-1985, ed. Sylvere Lotringer, trad. Chet Wiener y Emily Wittman, introd. Charles J. Stivale, Nueva York: Semiotext(e), 2009, 31. Para una versión anterior de este mismo argumento, véase Guattari, «El deseo es poder, el poder es deseo: respuestas a la conferencia Schizo-Culture», en Caosofía: Textos y entrevistas, 1972-1977, ed. Sylvere Lotringer, trad. David L. Sweet, Jarred Becker y Taylor Adkins, introducción de François Dosse, Nueva York: Semiotext(e), 2009, 287. Francois Dosse, Nueva York: Semiotext(e), 2009, 287. Guattari vio esta perspectiva micropolítica del fascismo anticipada en la observación de Daniel Guerin de que el capitalismo alemán e italiano de entreguerras no deseaba «privarse de este medio incomparable e insustituible de penetrar en todas las células de la sociedad, la organización de las masas fascistas». Citado en Guattari, «Todo el mundo quiere ser fascista», en Caosofía, 165.

[15] Guattari, «Una liberación del deseo», en Subversiones blandas, 152.

[16] Guattari, «Todo el mundo quiere ser fascista», en Caosofía, 164.

[17] Ibíd., 171. «Una micropolítica del deseo significa que, de ahora en adelante, nos negaremos a permitir que se nos escape ninguna fórmula fascista, sea cual sea la escala en que se manifieste, incluso dentro de la escala de la familia o incluso dentro de la escala de nuestra propia economía personal» (166).

[18] Gilles Deleuze y Michel Foucault, «Los intelectuales y el poder», en Foucault en vivo, 80.

[19] Foucault, «Film and Popular Memory», en Foucault Live, 127, 129. Las observaciones de Foucault pueden contrastarse útilmente con la posición adoptada sobre la sexualización del nazismo por Susan Sontag en su artículo, más o menos contemporáneo, «Fascinating Fascism», New York Review of Books, 6 de febrero de 1975.

[20] Ibíd., 128.

[21] Ibíd., 128-129.

[22] Guattari, «Todo el mundo quiere ser fascista», 168. Guattari también traza la «mutación de un nuevo maquinismo deseante en las masas» a partir de las características específicas de su inversión en el «estilo» de Hitler, que combina elementos plebeyos y de veterano de guerra con una «flexibilidad de tendero» a la hora de negociar con las grandes empresas y un «delirio racista» capaz de capturar «el instinto colectivo de muerte liberado de los osarios de la Primera Guerra Mundial» (165-166).

[23] Véase el incisivo comentario sobre el proyecto de Theweleit en el «Prólogo» de Barbara Ehrenreich a Klaus Theweleit, Male Fantasies, vol. 1 – Women Floods Bodies History, trad. Stephen Conway con Erica Carter y Chris Turner, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987, ix-xvii. Para un esfuerzo sorprendente por emplear el método de Theweleit, véase el ensayo de archivo de Jonathan Littell sobre el fascista belga Leon Degrelle, Le sec et l’humide. Une brève incursion en territoire fasciste, París: Gallimard, 2008. Littell señala con perspicacia, siguiendo a Theweleit, que para el fascista, la metáfora (como la «inundación» comunista feminizada) «nunca es solo una metáfora (de ahí la increíble eficacia de las metáforas fascistas)» (29).

[24] Para una brillante exploración temprana de la genealogía alemana de las asociaciones masculinas y su papel en la germinación de la política volkisch y nazi, véase Hans Mayer, «The Rituals of Political Association in Germany of the Romantic Period», en The College of Sociology (1937-1939), ed. Denis Hollier, trad. Betsy Wing, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988, 262-78. Sobre la forma del Bund en la derecha nacionalista alemana prenazi, véase también George L. Mosse, The Crisis of German Ideology: Intellectual Origins of the Third Reich, Nueva York: Grosset & Dunlap, 1964, 204-17. Es en el nivel del nexo entre la libido y la organización de los grupos políticos, más que en uno puramente psicoanalítico, donde mejor se aborda la controvertida cuestión del atractivo del fascismo para ciertos intelectuales y élites homosexuales, a pesar de su violenta homofobia. Véase, por ejemplo, George L. Mosse, «On Homosexuality and French Fascism», en The Fascist Revolution: Toward a General Theory of Fascism, Madison: University of Wisconsin Press, 2022, 139-44. Sobre la capacidad limitada de las teorías críticas del fascismo para abordar la homosexualidad y la queeridad, véase Bruce Baum, «Queering Critical Theory: Re-Visiting the Early Frankfurt School on Homosexuality and Critique», Berlin Journal of Critical Theory 5: 2, 2021, 5-67.

[25]  Bratich, On Microfascism, 52. Véase también Anson Rabinbach y Jessica Benjamin, «Foreword», Klaus Theweleit, Male Fantasies, vol. 2 – Male Bodies: Psychoanalyzing the White Terror, trad. Erica Carter y Chris Turner con Stephen Conway, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1989 xvii. Como señalan Rabinbach y Benjamin: «A Theweleit no le interesa la «ideología» como representación de la realidad, sino la construcción simbólica del otro como mecanismo de cohesión propia» (xxii).

[26] Bratich, On Microfascism, 30.

 

[27] Las actas del seminario se recogen en dos volúmenes bajo el título Eléments pour une analyse du fascisme. Séminaire de Maria-A. Macciocchi: Paris VIII – Vincennes 1975/1975, París: UGE, 1976.

[28] Macciocchi relata este enfrentamiento con gran detalle en el epílogo del vol. 2 de Eléments. Natacha Michael publicó un panfleto polémico contra Macciocchi un par de años más tarde: Contre M.A. Macciocchi: contribution à la critique d’une nouvelle branche de la science, la raciologie politique, Marsella: Ed. Potemkine, 1978. El Groupe foudre era una escisión de la UCFML, el grupo maoísta cofundado por Michel, Sylvain Lazarus y Alain Badiou.

[29] Maria Antonietta Macciocchi, «Les femmes et la traversée du fascisme», en Eléments pour une analyse du fascisme, vol. 1, 128-278; Macciocchi, La donna «nera»; Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», Feminist Review 1: 1, 1979: 67-82. Para una visión general perspicaz del debate sobre las mujeres y el fascismo, que aborda a Macciocchi, así como el antifascismo feminista de la década de 1970 en el Reino Unido (el Women and Fascism Study Group, Big Flame, Rock Against Sexism), véase David Renton, «Women and Fascism: A Critique», Socialist History 20, 2001, 72-83.

[30] Macciocchi, La donna «nera», 19.

[31] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 80.

[32] Ibíd., 69. Como observa Macciocchi: «El fascismo acude al rescate de los guardianes de la Iglesia. Puede hacerlo gracias a la sumisión de las mujeres, cuyos instintos puede canalizar hacia una especie de nuevo fervor religioso» (68).

[33] Ibid., 70. Sobre el nexo entre la necrofilia feminizada y la adulación sexualizada de Mussolini, véase también Carlo Emilio Gadda, Eros e Priapo. Versione originale, eds. Paola Italia y Giorgio Pinotti, Milán: Adelphi, 2016, 93, 108, 237.

[34] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 73.

[35] Jane Caplan, «Introduction to Female Sexuality in Fascist Ideology», Feminist Review 1.1 (1979), 62. Tanto Mussolini como Hitler siguieron la psicología de masas de Gustave Le Bon al considerar constantemente a las masas como «femeninas» (irracionales, histéricas, emocionales, deseosas de subordinación, etc.), cuando no las veían como un material pasivo que el líder-artista podía esculpir.

[36] Ibíd., 61-2.

[37] Ibíd., 65.

[38] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 75.

[39] Dagmar Herzog, Sex after Fascism: Memory and Morality in Twentieth-Century Germany, Princeton: Princeton University Press, 2005. Agradezco a Quinn Slobodian por recomendarme la obra de Herzog. Véase también, para una convincente visión crítica de la bibliografía sobre esta cuestión, Ishay Landa, «The Wandering Womb: Fascism and Gender», en Fascism and the Masses: The Revolt Against the Last Humans, 1848–1945, Londres: Routledge, 2018, 320-53.

[40] Theweleit, Male Fantasies, vol. 2, 7.

[41] Ibíd., 259.

[42] Como declaró Richard Walther Darre, ideólogo de la sangre y el suelo y ministro nazi de Alimentación y Agricultura: «La raza nórdica siempre ha considerado ajena cualquier negación del cuerpo. Solo cuando la inmensa sombra de un ascetismo hostil a la belleza se alzó en Oriente provocó el eclipse de la cultura en la Antigüedad». Citado en Johann Chapoutot, Greeks, Romans, Germans: How the Nazis Usurped Europe’s Classical Past, Berkeley: University of California Press, 2016, 181.

[43] Tim Mason, «Women in Germany, 1925–1940», en Nazism, Fascism and the Working Class, ed. Jane Caplan, Cambridge: Cambridge University Press, 1995, 192.

[44] Ibíd., 206. Cabría añadir que la imagen más escalofriante de la vida sexual del fascismo no hay que buscarla en Ilse, la loba de las SS y obras similares, sino en las instantáneas privadas de la vida familiar serena y feliz en los cuarteles de los oficiales de los campos de exterminio.

[45] Macciocchi, «Female Sexuality in Fascist Ideology», 67.

[46] Ibíd., 81; Macciocchi, La donna «nera», 21.

[47] Robyn Marasco, «Reconsidering the Sexual Politics of Fascism», Historical Materialism (blog), 25 de junio de 2021.

[48] Ibid. Este antifeminismo femenino debe vincularse a la apropiación neofascista de la implosión de la familia nuclear esbozada por Rosenberg en «The Daddy Dialectic»: «La familia, en pocas palabras, se fragmenta bajo el peso de lo que tiene que compensar con la retirada de los recursos estatales en tiempos de austeridad. El neofascismo contemporáneo cosecha esta fragmentación, esta descomposición familiar que, como una estrella que colapsa, emite un caos de energía al ser aspirada hacia el olvido. Nótese que, aquí, el neofascismo no se trata de reclamar la superioridad moral para sí mismo. Más bien, se regocija en llevar a cabo su perversidad».

[49] Lewis y Seresin sugieren que hay «una especie de Eros que recorre el archivo de la extrema derecha de los derechos de la mujer: nos parece palpable en el placer que la gente encuentra en ejercer el autoritarismo maternalista, en la euforia de la cosmovisión que sufre la feminidad, en el apego herido que sustenta el separatismo cis del mismo sexo… Hay una especie de fatalidad emocionante y sacrificial que acompaña a la condición de ser las llamadas mujeres nacidas mujeres, a los ojos de las participantes en el feminismo eugenésico». Sophie Lewis y Asa Seresin, «Fascist Feminism: A Dialogue», Transgender Studies Quarterly 9:

3, 2022, 464, 469-70.

[50] Como bromeó el artista y activista contra el sida David Wojnarowicz en la década de 1980 sobre los esfuerzos del senador republicano estadounidense Jesse Helms por bloquear la financiación federal de cualquier programa que mencionara la homosexualidad: «Los fascistas vestidos de conservadores han montado a Helms y lo han cabalgado a través de los cimientos de la Constitución». Close to the Knives: A Memoir of Disintegration, Londres: Serpent’s Tail, 1992, 129.

[51] Natasha Chang, The Crisis-Woman: Body Politics and the Modern Woman in Fascist Italy, Toronto: University of Toronto Press, 2015. Comentado en Serena Bassi y Greta LaFleur, «Introduction: TERFS, Gender-Critical Movements, and Postfascist Feminisms», TSQ: Transgender Studies Quarterly 9: 3, 2022, 315.

[52] Cara Daggett, «Petro-masculinity: Fossil Fuels and Authoritarian Desire», Millennium: Journal of International Studies 47: 1, 2018, 44. Sobre los salarios psicológicos del autoritarismo fósil, véase también Malm y Zetkin Collective, White Skin, Black Fuel.

[53] Klaus Theweleit, «Postface», en Littell, Le sec et l’humide, 124. Entre las instituciones mencionadas por Theweleit, a través de Rigoberta Menchú, se encuentra el escuadrón de la muerte latinoamericano, que manifiesta una de las características universales del fascismo corporal analizado por Theweleit, a saber, «una transgresión autorizada hacia el crimen, que se manifiesta al mismo tiempo que se lleva a cabo» (124).

[54] Sobre el antifascismo queer, véase Rosa Hamilton, «The Very Quintessence of Persecution: Queer Anti-fascism in 1970s Europe», Radical History Review 138, 2020, 60-81.

[55] Bassi y LaFleur, «Introduction: TERFS, Gender-Critical Movements, and Postfascist Feminisms», TSQ: Transgender Studies Quarterly 9: 3, 318. Véase también el esfuerzo por desenterrar la lógica capitalista de abstracción que subyace a la transmisoginia fascista y al antisemitismo, personificada en la figura del judío como inventor del transgénero, en Joni Alizah Cohen, «The Eradication of «Talmudic Abstractions»: Anti-Semitism, Transmisogyny and the National Socialist Project», blog Verso, 19 de diciembre de 2018.

[56] Me inspiro aquí en la incisiva discusión de Dorian Bell sobre la «escalaridad racial» en Bell, Globalizing Race.

[57] Consideremos, por ejemplo, instituciones como el Congreso Mundial de las Familias y la defensa de la familia heteronormativa realizada por la primera ministra posfascista italiana Giorgia Meloni en su reunión de 2019 en Verona. Meloni es una defensora habitual de la narrativa del Gran Reemplazo.

[58] Véase Theweleit, Male Fantasies, vol. 2, así como el prólogo de Rabinbach y Benjamin al volumen.

[59] Theweleit cita el «sueño nazi» de uno de sus principales ideólogos, Alfred Rosenberg: «Un impulso intangible dentro de las masas ha deseado durante mucho tiempo liberarse de la miserable creencia de que la vida está destinada al placer, una creencia contagiosa que es verdaderamente judía en su naturaleza. Hoy en día, el idilio del «paraíso en la tierra» ha perdido gran parte de su atractivo». Theweleit comenta: «Esta cita de Rosenberg es una formulación muy explícita del programa nazi para las masas: combatir cualquier esperanza de un verdadero «paraíso en la tierra», una vida real en el placer; calificar el deseo de una vida mejor como una enfermedad, los placeres humanos como una enfermedad contagiosa cuyo principal portador es el «elemento judío», con su perpetua tendencia al mestizaje». Theweleit, Male Fantasies, vol. 2, 9. ¿Fascismo: eros sin felicidad, deseo sin placer? Como escribe Alexandra Minna Stern, refiriéndose a Jason Stanley, para la extrema derecha estadounidense, «eliminar la posibilidad de la fluidez de género es fundamental para la restauración de la América patriarcal y blanca». Stern, Proud Boys and the White Ethnostate, 134.

[60] La obra de Ernst Fraenkel de 1941, El doble Estado (que postulaba la coexistencia en la Alemania nazi de un Estado normativo para los ciudadanos «arios» y un Estado prerrogativo «al margen de la ley» para el resto) es uno de los marcos en los que se basó el difunto filósofo y intelectual antifascista húngaro G. M. Tamas para identificar la «hostilidad hacia la ciudadanía universal» como el hilo conductor que une el fascismo y el posfascismo, para lo cual también recuperó la fórmula de Seymour Martin Lipset «el extremismo del centro». Véase G. M. Tamas, «On post-fascism», Boston Review, 1 de junio de 2000.

[61] Brendan O’Connor, Blood Red Lines: How Nativism Fuels the Right, Chicago: Haymarket, 2021, 127. Aunque centrado en Estados Unidos, el término «fascismo fronterizo» acuñado por O’Connor y su convincente descripción de su dependencia como ideología de toda una infraestructura de filantropía de extrema derecha, think tanks, etc., pueden trasladarse útilmente a otros escenarios.

[62] Gilmore, Abolition Geography, 451, 495.

[63] Ibíd., 306.

[64] Mike Giglio, «Mirrorglass: How Jan. 6 Brought Frontier Violence to the Heart of U.S. Power», The Intercept, 3 de enero de 2023.

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