Traducción: Pablo Jiménez C.
[Nota: El siguiente texto es una traducción del último capítulo del libro Schwarzbuch Kapitalismus: Ein Abgesang auf die Marktwirtschaft (El libro negro del capitalismo: un canto de cisne para la economía de mercado). Tal como su subtítulo lo indica, el escrito constituye una historia crítica del capitalismo que se realiza en el momento preciso en que dicho sistema se encuentra ante su derrumbe histórico].
El capitalismo ha llegado al final de su huida ciega a través de la historia; ahora sólo puede desgarrarse a sí mismo. Pero cuanto más innegable es que la humanidad no puede seguir reproduciéndose en las formas de la «bella máquina» y su único tautológico movimiento de fin en sí mismo, más se endurece la forma capitalista de la conciencia. La crisis mundial de la Tercera Revolución Industrial ya no encuentra ningún proyecto emancipador que pueda movilizarse como alternativa social. La crítica radical del capitalismo se considera generalmente como un anacronismo extraño, porque en la conciencia social -tanto del «hombre de la calle» como en la literatura de las ciencias sociales- se identifica sólo con el irremediablemente obsoleto paradigma museístico del movimiento obrero, que en realidad siempre ha permanecido inmanente al sistema. Así, la reflexión teórica desaparece por completo de la esfera pública capitalista; es sustituida superficialmente por una cultura de efectos mediáticos autorreferenciales, que sólo se preocupa por llamar la atención: la «teoría» es una empresa comercial como cualquier otra.
Pero el lúdico culturalismo posmoderno, que sigue redefiniendo la pobreza como un disfraz y la humillación social como un juego, es sólo un evento superficial bajo el cual ya se agita algo muy diferente. Aunque la «economía del cómo-si» ha conducido a una «cultura del cómo-si», que aparentemente ya no se toma nada en serio y al mismo tiempo difunde democráticamente el espíritu pequeñoburgués conservador a gran velocidad, ya no puede ocultar la verdad de que la crisis no resuelta del capitalismo es muy grave y cada vez se puede contener menos. Ya no es un secreto que la obstinada conciencia social, que quiere a toda costa aferrarse a las formas sociales del capitalismo, busca silenciosamente y a pie juntillas un nuevo paradigma, que es el más antiguo de la ideología burguesa. Los demonios han despertado y regresan a pasos agigantados en el pensamiento y la acción de las mónadas posmodernas de la competencia. Una nueva y radical biologización de la sociedad se abre paso, el reino animal humano del siglo XIX regresa sólo con una apariencia superficialmente modernizada.
Más allá del campo de juego culturalista de los suplementos culturales posmodernos, el triunfo neoliberal hizo que la nueva naturalización de lo socialmente democrático fuera aceptable, en primer lugar, en la ideología económica. La creencia generalmente invocada en la economía de mercado como un «orden económico natural», el «desempleo natural» de Friedman y los diversos premios Nobel por la repetición simplista de la idea del siglo XVIII de una «naturaleza humana» económicamente egoísta han dado alimento a un darwinismo social abierto o encubierto que ha podido retozar durante mucho tiempo sin ser cuestionado por las objeciones intelectuales, desde las consideraciones de «economía médica» hasta la justificación pseudonaturalista de la selección social. Si hoy la doctrina maltusiana puede volver a ser discutida positivamente con toda compostura en las gacetas liberales de izquierda, esto indica el grado ya alcanzado de una nueva «darwinización» de la conciencia social.
En la niebla de esta redarwinización neoliberal de lo económico y lo social, hace tiempo que existe una regresión aún más profunda del pensamiento. Junto con la teoría social inspirada en Marx y el pensamiento reflexivo de la crítica social, todas las corrientes, escuelas y enfoques teóricos -tanto en el mundo académico como en el periodístico-, que pretenden comprender a la especie humana como ser social y psicológico y, por tanto, entender la sociedad a partir de su propia constitución histórica, están en retirada o ya han desaparecido. La culturalización posmoderna de lo social fue sólo un interludio en el camino hacia su renovada biologización. Tras el discurso autorreferencial e inconsecuente de la reducción cultural, cuya función era únicamente la de alejar la crítica radical a la economía, ahora se populariza la ciencia natural o, más exactamente: la pseudonaturalización de la sociedad y la conciencia.
Antiguas estrellas intelectuales ex-izquierdistas descubren las supuestas «constantes antropológicas» ante las que se desvanece la historia. La psicosomática está mega out y el psicoanálisis se considera refutado. No es el inconsciente lo que nos impulsa, según el nuevo materialismo científico vulgar, sino la bioquímica y los procesos neuronales de nuestro cuerpo. En general, el ser humano aparece cada vez menos como un ser social, mientras que la sociedad tiende cada vez más a aparecer como un «cuerpo» biológico.
Y también los individuos se cuidan principalmente de la piel y descubren su corporeidad muscular; el culto posmoderno al traje se vuelve hacia el físico desnudo, y los corredores de bolsa del capitalismo de casino tratan de aproximarse en los gimnasios a la apariencia de figuras como Arno Breker. Una especie de estética nazi modificada de lo biológico está en auge, y el esoterismo popular como vertiente de la cultura de masas posmoderna se adapta a ella tan bien como lo hicieron las apariciones, el misticismo del Lejano Oriente y el culto indogermánico antes de 1933: todo tipo de ciencia ficción conspirativa mundial está teniendo éxitos de ventas y se está convirtiendo en lectura predilecta para los conductores de autobús, los desempleados y los asistentes de dentista.
La genética, punta de lanza de una nueva ciencia de la crianza y de la selección con un auténtico poder de penetración, comienza ya a ideologizarse en la vorágine social del neoliberalismo. La suposición de que todos y cada uno de los fenómenos sociales e individuales están preformados «genéticamente» o neurobiológicamente está cada vez más arraigada, inicialmente en contextos aparentemente remotos. El neurólogo estadounidense Steven Pinker afirma que el lenguaje es «tan innato al ser humano como la trompa al elefante» y que debe existir un «gen de la gramática». Para el premio Nobel Francis Crick, de San Diego, incluso el libre albedrío consiste en «nada más que neuronas». Científicos del Instituto Robert Koch de Berlín afirman haber encontrado un virus que supuestamente desencadena la melancolía y que es transmitido por los gatos domésticos. Y el biólogo molecular estadounidense Dean Hammer ha rastreado recientemente la homosexualidad hasta el gen Xq28 en una sección terminal del cromosoma sexual X.
Las pruebas inciertas, una mezcla de hipótesis, los hallazgos y las interpretaciones experimentales aparentemente ya no molestan a nadie, porque las ciencias naturales están obviamente implicadas en un proceso de demarcación de los límites del capitalismo y en programas de tratamiento de la crisis. Sus problemáticas, que se suponen «puramente objetivas», se dejan fácilmente influenciar por la corriente intelectual llena de miedo y odio de la sociedad mundial del capitalismo de crisis. Las ciencias naturales, como en toda su historia acompañando al desarrollo del capitalismo, nunca han querido -ni tampoco podrían hacerlo- reflexionar críticamente sobre su posición social, ni siquiera después de la Segunda Guerra Mundial, salvo ocasionalmente en consideraciones morales secundarias y poco profundas; y como nada ha cambiado en este sentido, sus propios demonios regresan también en la nueva crisis mundial. La «genetización» de la degradación social se está extendiendo profundamente a las ciencias sociales y las humanidades. Ya en su publicación The Bell Curve, los científicos sociales estadounidenses Richard Herrnstein y Charles Murray han establecido un vínculo entre “Raza, Genes y Coeficiente Intelectual” que define pseudobiológicamente a los negros estadounidenses fuera de la «élite cognitiva».
La construcción de un «coeficiente de inteligencia» es el vínculo entre el viejo y el nuevo discurso de darwinización. En un debate «genético» altamente ideológico, podemos ver cómo, ante el repetido aumento de las «clases peligrosas» de pobres «desempleados» en el capitalismo global de crisis, los eugenistas y los topógrafos craneales del siglo XIX y principios del XX vuelven -bajo la apariencia de una «ciencia genética de la selección»-, a definir de nuevo a los «criminales natos», a los «subhumanos» y a la «vida indigna de vivir» a finales del siglo. Es previsible que en un futuro próximo se nos presente un «gen de la criminalidad» o un «gen de la pobreza». Y la invención de un destino social anclado genéticamente llega, naturalmente, en el momento oportuno para la política neoliberal de recorte de gastos sociales. No es la forma capitalista la que se pone en tela de juicio y somete a crítica, sino los seres humanos «sobrantes», que vuelven a ser vistos cada vez más como «existencias que son una carga». Lo que es un consenso clandestino en el seno de la sociedad ya está siendo abiertamente ejecutado por las bandas neonazis sobre los sin techo y los discapacitados.
En la misma medida en que la biologización y la naturalización de la sociedad comienzan a inundar de nuevo la conciencia de crisis del capitalismo y a flanquear la selección social neoliberal, esta tendencia asesina se convierte nuevamente en una pseudocrítica derechista y fascista del liberalismo y de la «economización del mundo» capitalista. En una compulsión patológica de repetición, la nación «étnica» [völkische] y la «raza» [Rasse] se desplazan como contraimágenes fantasmáticas de una crítica radical de la economía que el marxismo del movimiento obrero jamás logró realizar.
En este sentido, no es menos «alemana» lo último de la «nueva derecha» francesa, cuyo mentor Alain de Benoist está en un trip nazi desde finales de los años 70; encubierto bajo una supuesta inocencia que se imagina libre de Auschwitz. De Benoist no deja nada de lado; se regodea con el fantasma del «indogermanismo», y para él la «raza» es un hecho positivo, «marcado» por la «frecuencia media de algunos genes (!) que establece características o predisposiciones físicas, patológicas y psicológicas para una población determinada» (de Benoist 1983, 53). Siguiendo al biólogo estadounidense Robert Ardrey, declara que los seres humanos son «carnívoros con grandes cerebros» (op. cit., 362), en cuyo ser los criterios de competencia están biológicamente inscritos:
«Nuestro más antiguo ancestro fue un depredador. Su naturaleza depredadora es lo más seguro que hemos heredado. El ser humano no es descendiente de un ángel caído, sino de un antropoide (altamente) evolucionado. Es un depredador» (de Benoist, op. cit., 362).
Lo que se presenta como una crítica al liberalismo no hace más que repetir sus supuestos axiomáticos desde Hobbes en adelante, pero bajo una forma agravada, ya que desde el siglo XIX se ha superpuesto ideológicamente a la competencia económica y se ha propagado como una darwiniana «continuación de la competencia por otros medios» entre «razas», «pueblos» y «naciones». Y a De Benoist no se le «expulsa de la sala» por revivir ese liberalismo racista mitificado, sino que se le toma en serio como un radical de derechas aceptable para la burguesía y se le invita a los congresos científicos con el gesto de la tolerancia. El resucitado Adolf Hitler habla aquí en francés. Pero, por supuesto, también hace tiempo que volvió a hablar en alemán. En la patria de la pseudocrítica irracional-romántica y racial-biológica de la modernidad, este demonio de la «ideología alemana», con el que la invención burguesa-liberal de la «nación» ha sido ennoblecida desde Herder y Fichte al estatus de un ser sanguíneo suprahistórico y opuesto a la desdeñosa democracia occidental de Mammon, se levanta de su lecho de noche como reacción a la crisis capitalista tras el «fin del marxismo» con una consistencia asombrosa.
Ahora se paga amargamente el hecho de que la izquierda, a pesar de Auschwitz, nunca entendió realmente este derivado demoníaco del liberalismo ni lo criticó hasta el final. Más aun, el contenido antisemita de los utopistas y la contribución del propio socialismo a la darwinización de lo social y a la ideología de la sangre en general permaneció oculto, al igual que no se expuso críticamente la raíz liberal del marxismo en el movimiento obrero como tal. También en este aspecto, la «nueva» izquierda de 1968 no superó a la vieja izquierda del movimiento obrero. Después de haber tematizado brevemente el fetichismo moderno del sistema de producción de mercancías, el carácter destructivo e irracional del «trabajo» abstracto y la racionalidad de la economía empresarial, la integración funcionalista de la ciencia, etc., pero sin haber cruzado este Rubicón, su encarcelamiento en la «jaula de hierro» de las categorías capitalistas estaba sellado, y no sólo en el plano de las formas económicas.
Dado que la crítica de la izquierda al capitalismo fue demasiado miope y no alcanzó sus fundamentos categóricos, la «nación» quedó exenta de crítica, de la misma manera en que lo hizo el trabajo abstracto; no fue un problema para la izquierda que el crimen contra la humanidad acechara en esta categoría como tal y que después de Auschwitz no sólo la «nación alemana» sino la «nación» en general tuviera que ser rechazada desde la base como una forma capitalista de la sociedad. En cambio, la «nación» se introdujo de contrabando en el debate de la izquierda a través de la mitificación de los «movimientos de liberación nacional» en la periferia capitalista y pudo utilizarse junto a la «democratización» como un concepto positivo. El viejo nacionalismo socialista que se había adaptado de esta manera desde 1848 podía así cargarse positivamente para su propia nación burguesa, en el sentido de la construcción de la RDA como una «nación alemana socialista». Después de 1989, lo único que quedó de él fue la «nación alemana», al igual que, por cierto, lo único que quedó del socialismo de Estado en toda Europa del Este fue el nacionalismo como forma de decadencia.
Si la «disputa de los historiadores» de los años ochenta, cuando Ernst Nolte -paralelamente a la incipiente crisis de la Tercera Revolución Industrial- presentó su pérfida rehabilitación del nacionalsocialismo en nombre de una legitimación democrática anticomunista, parecía todavía un avance del pensamiento conservador de derechas -combatido por la izquierda como siempre-, desde entonces la «ideología alemana» ha irrumpido en los procesos de descomposición de la izquierda de una manera que probablemente no se creía posible unos años antes. Esto es tanto más significativo cuanto que esta transición tuvo lugar en un clima social que difícilmente puede ser malinterpretado. El colapso de la RDA y la anexión de su territorio a la RFA, celebrada como «unificación alemana», fue ya un momento de la (negada) crisis mundial del sistema productor de mercancías; y así, «unificación alemana», crisis socioeconómica y formas de reacción racistas se fundieron en un complejo global de «agitación de masas»: en nombre de la comunidad de sangre, la gente volvía a ser perseguida, quemada y golpeada hasta la muerte en Alemania a finales del siglo XX. Estos «excesos» de las bandas de ultraderecha, como se ha señalado suficientemente incluso en los comentarios medianamente críticos, encuentran un beneplácito silencioso y no reconocido entre la «mayoría silenciosa» en el «centro» de la sociedad. Y, especialmente en Alemania del Este, ha surgido una cultura pop y de masas francamente neonazi como triste residuo de la RDA.
Cuanto más se minimiza, se niega y se distorsiona ideológicamente la crisis mundial de la Tercera Revolución Industrial, más masivamente vuelve a entrar en la conciencia social el síndrome antisemita, que nunca ha desaparecido del todo. Este antisemitismo, que es el peor de todos los demonios de la modernidad, lleva al extremo la explicación irracional del mundo y de la crisis, y se agita en el contexto del capitalismo de casino mucho antes del debido colapso financiero mundial. Así, por cuarta vez en la historia del desarrollo capitalista, desde las revueltas del hep-hep[1] de principios del siglo XIX, los estallidos de odio antisemita y los pogromos acompañan la crisis y el despegue del capital financiero. Paralelamente a la estructura del capital monetario transnacional, el antisemitismo se está globalizando como nunca antes: desde el Atlántico hasta los Urales, e incluso en Japón, florece la agitación contra las comunidades judías; e incluso Louis Farrakhan, el líder de los influyentes «musulmanes negros» de Estados Unidos, predica diatribas de odio antisemitas. También en Alemania es evidente las pocas consecuencias que se han extraído de Auschwitz, a pesar de todo el falso melodrama que se ha hecho al respecto.
Aunque los «signos de los tiempos» pueden entenderse con bastante claridad, la izquierda socialmente desarmada se apropia fantasmagóricamente de los espectros ideológicos de la crisis capitalista. Por un lado, el discurso de la «democratización» ha producido consecuentemente esa izquierda-Armani que hoy co-administra responsablemente la crisis capitalista y la represión social. Mientras acorta la vida de los beneficiarios de la asistencia social y de los desempleados en todos los sentidos, esta antigua izquierda estatista lanza al circo político mediático palabras de plástico que sólo indican lo irreal que empieza a ser la política: la «comunidad democrática de naciones», en armonía con una «Europa democrática y una economía de mercado» y un «patriotismo constitucional» alemán habermasiano, se supone que destierra los demonios que surgen del interior de esta misma democracia y revelan su falsedad. Pero en este «patriotismo constitucional» sigue estando presente la misma «nación» como categoría positiva que constituye el término de referencia central para todas las declaraciones irracionales de crisis y las campañas de exclusión racista. De este modo, la izquierda democrática de Armani contribuye a la darwinización de la conciencia social, al igual que lo hace con su naturalización neoliberal de la economía capitalista. En Alemania, esto nunca ha sido más evidente que en el debate sobre la reforma de la ley de ciudadanía. El tibio plan del gobierno de la izquierda «rojo-verde», que no quería abolir en ningún caso la comunidad de sangre y ascendencia alemana legalmente codificada, sino sólo modificarla, terminó, tras una masiva y exitosa campaña de movilización de los conservadores por el derecho de sangre, con un compromiso podrido que no tocaba decisivamente el fundamento étnico de la democracia alemana.
Por otra parte, una parte de la izquierda de 1968, con su referencia positiva a la «nación», se convirtió en el marcapasos directo de un nuevo discurso de dominación y exclusión nacional. La «nación alemana» se descubrió como un objeto del corazón que hay que hacer valer contra la globalización capitalista. Bernd Rabehl, antiguo portavoz de la revuelta estudiantil, surgió como profeta étnico-nacional, al igual que Horst Mahler, antiguo abogado y mentor de la «Fracción del Ejército Rojo» (RAF). En una «revolución cultural de derechas», la nueva derecha y la antigua izquierda están estrechamente unidas.
Mientras que en este clima la izquierda «constitucionalmente patriótica» de Armani y del «nuevo centro» ejecuta las leyes fetichistas del dinero, la izquierda étnica devenida en nacionalista, junto con los neonazis, revitaliza la falsa crítica racista y antisemita del dinero que siempre conduce al asesinato. Cada vez más escritores destacados de la RFA se adhieren al irracionalismo nacional-racista. Después de que la figura literaria Botho Strauß ya hubiera declarado su apoyo a los motivos y mitos reaccionarios de una «crítica del capitalismo» nacionalista con una polémica bautizada como «Canción de la cabra crecida», el novelista alemán Martin Walser le prestó su apoyo con motivo de la concesión del «Premio de la Paz del Comercio del Libro Alemán» a su persona:
«Todo el mundo conoce nuestra carga histórica, la vergüenza eterna, no hay un día en que no se nos presente […] Ninguna persona seria niega Auschwitz; ninguna persona que aún es capaz de razonar deja de tomarse en serio el horror de Auschwitz; pero cuando este pasado se me presenta cada día en los medios de comunicación, noto que algo en mí se resiste a esta presentación permanente de nuestra vergüenza. En lugar de agradecer la incesante presentación de nuestras (!) vergüenzas, empiezo a mirar hacia otro lado (!). Me gustaría entender por qué en esta década se presenta el pasado como nunca antes. Cuando me doy cuenta de que algo dentro de mí se opone a esto, intento escuchar los motivos de la presentación de nuestra vergüenza, y casi me alegro cuando pienso que puedo descubrir que la mayoría de las veces el motivo ya no es el recuerdo, el no poder olvidar, sino la instrumentalización de nuestra vergüenza para fines actuales […] A alguien no le gusta que queramos superar las consecuencias de la división alemana y dice que estamos haciendo posible un nuevo Auschwitz. Incluso la propia división, mientras duró, fue justificada por intelectuales autorizados con referencia a Auschwitz […] En 1977 tuve que dar un discurso no muy lejos de aquí, en Bergen-Enkheim, y aproveché la oportunidad para hacer la siguiente confesión: «Me parece intolerable que la historia alemana -por muy mala que fuera al final- acabe en un proyecto catastrófico» [. …] Esto viene a cuento porque ahora vuelvo a temblar de osadía cuando digo: Auschwitz no es apto para convertirse en una rutina amenazante, en un medio de intimidación que pueda utilizarse en cualquier momento, o en un garrote moral, o incluso en un simple ejercicio obligatorio […]» (Walser 1998, 17 y ss.).
Involuntariamente, Walser explica con ese discurso que la actual «identidad nacional» alemana sólo puede conducir a «estar harto de que se nos recuerde constantemente Auschwitz». Es el estereotipo del antisemita disfrazado: «Auschwitz fue un crimen, pero…», ese «pero» que alberga un abismo, es la mitad de la excusa anticipada de los reincidentes y la confesión de que hay algo decididamente más importante que Auschwitz, a saber, la «nación alemana». Walser cree que está «temblando de audacia» cuando dice cosas que en verdad han sido durante mucho tiempo el consenso de la «mayoría silenciosa» y que, ahora, se abren paso desde la penumbra de los discurso de cerveza en las mesas de los pubs hasta el procesamiento abierto de la crisis social. Inmerso en su particular descubrimiento literario del sentimentalismo nacional, no se da cuenta (o no quiere) de los cambios en la conciencia social -mediados por la crisis de la Tercera Revolución Industrial- que así certifica, y de cómo la polémica de Walser refuerza la avalancha desatada por la polémica de Nolte. Julius Schoeps, director del Centro Moses Mendelssohn de Estudios Judíos Europeos, resumió el impacto de Walser y la controversia que le siguió con palabras secas:
«Hay un 15% de antisemitas abiertos en Alemania. Además, hay otro 30% de antisemitas latentes. Sólo se asustan cuando ocurre algo así. Entonces tenemos 17 profanaciones de tumbas a la semana. Lo normal en Alemania es una por semana» (Die Zeit 51/1998).
Esta apreciación es todo menos exagerada. La resonancia social me llegó en la Navidad de 1998, bajo el árbol de Navidad de la familia ampliada, donde nadie se consideraría nazi. Pero a última hora cayó la frase: «En una democracia se puede decir algo contra todo menos contra los judíos». Gracias a Nolte, Walser y otros, el monstruo vuelve a sentarse a la mesa con los pies en el suelo, en lo más profundo de los estratos de las clases medias, los sindicalistas y, no menos importante, los funcionarios, especialmente en el aparato de poder del Estado. Unos años antes, un discurso como el de Walser del otoño de 1998 habría sido completamente imposible en el contexto de la «cultura Suhrkamp». Tras el abandono de la crítica a la economía, que de todos modos nunca había sido especialmente fuerte en esta escena literaria, el discurso democrático de izquierdas se entrelaza involuntariamente con el discurso neo-nacional y neo-étnico en el «nivel más alto» del lenguaje literario y la filosofía.
Y, sin embargo, siempre hay alguien que se suma a esta tendencia. La estrella democrática y filósofo de moda Peter Sloterdijk, que también está en la transición de la reflexión sociocrítica a la renaturalización de lo social, divagó a finales del verano de 1999 sobre las Reglas para el parque humano como preludio de un discurso neobiológico sobre la «antropotecnia» genética; y lo hizo de manera aparentemente inocente. Como tantos intelectuales, Sloterdijk hizo las paces con el sistema de producción de mercancías, sus mercados de trabajo y sus contradicciones socioeconómicas autodestructivas incluso antes de 1989 (si es que alguna vez tuvo problemas con ellas); en la «Wirtschaftswoche»[2] incluso se postuló como asesor filosófico de la gestión transnacional. Así, el filósofo mediático ya no percibe los problemas del mundo en su contexto histórico y a través de la confrontación con el orden dominante; deja que el capitalismo sea el capitalismo y traslada la conciencia del problema a lo a-histórico onto-antropológico. Para eso precisamente sirvieron las desviaciones posmodernas vía Nietzsche y Heidegger.
Así, para Sloterdijk, no se trata de una crisis mundial de la forma de sociedad capitalista, sino de una crisis que surge periódicamente de la «naturaleza del ser humano»; una vez más, se repite la idea fundamental de todo el pensamiento burgués desde Hobbes en adelante, que considera el «estado de naturaleza humano» como una «guerra de todos contra todos». Así, cuando Sloterdijk habla de la «domesticación» del ser humano, no se trata de una metáfora de la degradación social y la interiorización de la disciplina capitalista, sino que lo dice en un sentido biológico terriblemente literal; se trata, como dice explícitamente el texto publicado, de una cuestión de «crianza» (Sloterdijk 1999). El resultado de tal pensamiento no puede ser la cuestión de la emancipación social de las relaciones sociales fetichistas, ni el programa de subvertir el disciplinamiento capitalista, sino, por el contrario, «la cuestión de la conservación y de la formación del ser humano» (loc. cit.). La historia aparece así, si no como una «disputa entre diferentes criadores y diferentes programas de reproducción», sí como expresión de una «deriva biocultural sin sujeto (!)» (loc. cit.).
Que la «reproducción humana» se entienda de forma más bien positiva queda claro a más tardar cuando Sloterdijk interpreta la ola de violencia en las escuelas del mundo occidental no como una forma de salvajismo de la competencia capitalista, sino como una ominosa «desinhibición», para la que quizá cabría esperar «éxitos de domesticación» en la perspectiva de una «reforma genética de las características de la especie (!)» (loc. cit.) a través de una «planificación explícita de los rasgos» (loc. cit.). Esta ha sido la última palabra del mundo conservador pequeñoburgués de los altos ingresos de los administradores del Estado y del hombre durante más de cien años en cada crisis: la biologización de los problemas sociales es, al mismo tiempo, su solución.
Según Sloterdijk, no se trata de la emancipación social de la «bella máquina» del fetiche del capital, sino de una «lucha titánica … entre los criadores» (op. cit.), lo que recuerda inmediatamente el mismo vocabulario utilizado por Spengler con su «gente de raza dura como el acero». Y no se detiene ahí: se invoca el «mantenimiento de los humanos…. como tarea zoopolítica», el «arte de mantener a los humanos» (loc. cit.), fundado en el «conocimiento de la crianza real» de una «realeza experta» para la «planificación de las características de una élite que debe ser criada específicamente por el bien del conjunto» (op. cit.). Estas medias frases no necesitan ningún contexto para su correcta comprensión, aunque Sloterdijk pretenda referirse sólo a Nietzsche y a Platón (en todo caso de forma acrítica); aquí se da un tono inconfundible que no tiene que esperar mucho para el eco rotundo en el «centro» de la sociedad de la crisis capitalista. El hecho de que Sloterdijk sitúe también estas monstruosidades bajo el signo del «libre albedrío» deja claro el parentesco de tales «discursos sobre la tutela y la crianza de los seres humanos» con las ideas democráticas liberales y originales de un Bentham, para cuya panóptico habrían sido un enriquecimiento. El «autocontrol», en lugar de la liberación, funcionaría de forma más infalible con un anclaje biológico, genético -en lugar de meramente pedagógico y punitivo-, de las «huellas del comportamiento».
Cuanto más se enorgullece Sloterdijk, más claro queda, como él mismo admite, que este «nocturno filosófico»[3] le llegó, como por ósmosis, del discurso catastrófico interno de la Tercera Revolución Industrial. La inconfundible proximidad con la «eugenesia» y la «higiene racial», que el autor sólo evita de pasada y de forma inverosímil porque de todos modos argumenta a-históricamente, apunta aún más descaradamente al contexto de la constelación de la crisis en la época de la Guerra Mundial, que se repite ahora con mucha más intensidad y con un nivel de poder de acceso biotecnológico incomparablemente mayor. Sloterdijk, que ya no quiere formular la emancipación social y promete convertirse en el hermano intelectual de un tal de Benoist, ha acabado, en consecuencia, en la «biopolítica» del «superhombre»; con ello sólo demuestra que quien no quiera pensar en la línea de Marx debe seguir pensando en la línea de Bentham, Sade, Malthus, Darwin y Nietzsche (con su división de la humanidad en «élites llamadas a gobernar», «materiales» y masas «superfluas»).
No obstante, precisamente porque este pensamiento carece de concepto del límite económico interno del desarrollo capitalista, tampoco comprende que la manipulación genética «biopolítica» prevista en lugar de la política social emancipadora, aunque no termine -como cabe esperar- en catástrofe, debe quedar en nada en términos de tecnología de la dominación. Pues la Tercera Revolución Industrial disuelve cada vez más la «sustancia del trabajo», y reduce así a la valorización del valor ad absurdum, independientemente de que las personas quieran seguir existiendo bajo esta forma de servidumbre voluntaria o incluso mediante anclajes «biopolíticos y/o genotecnológicos». En este último caso, el resultado no sería un buen funcionamiento, sino que los seres humanos «criados» se encontrarían en la misma situación que las vacas en los pueblos abandonados de las regiones en guerra civil, que perecen miserablemente porque ya no son ordeñadas.
Incluso considerada de manera inmanente, la desagradable idea de la «crianza humana» es un sinsentido: la autocontradicción socioeconómica del modo de producción capitalista no puede ser «descrita» biológicamente ni por el lado del siervo ni por el del amo. ¿Y qué tipo de «superhumano» [Übermensch] sería aquel que pudiera reproducirse mediante tecnología genética? En cualquier caso, la capacidad de reflexión crítica y autorreflexión no es una función biológica, sino el resultado de un procesamiento discursivo de los procesos sociales. A lo sumo, mediante la manipulación genética, se podrá saltar cinco metros de altura y calcular más rápido que cualquier ser humano real (pero nunca tan rápido como un ordenador), o hacerse resistente a los residuos tóxicos de la economía de mercado, como ciertas poblaciones de ratones; en cambio, querer hacer algo así con uno mismo ya presupone una estupidez incomprensible en términos reflexivos. ¡Qué élite «superhumana»! Con su retórica «biopolítica», Sloterdijk demuestra que ya se ha despedido de la intelectualidad reflexiva y pasa a la bestialidad social de la ciencia natural socialmente actuante. Esto es munición para la deshumanización en la competencia de la crisis social, pero no un camino hacia ningún futuro.
Ante tales proyectos biologicistas de «Zaratustra», la intelectualidad democrática de Habermas da la voz de alarma, que, sin embargo, no va hacia ninguna parte. ¿De dónde viene toda esta bestialidad, si no es de las mismas entrañas de su amada «economía de mercado y democracia»? Lo que se necesita es una crítica radical emancipadora de la democracia, que no es más que un modo autorrepresivo de la ciega máquina de dinero capitalista. Incluso la intelectualidad democrática de Habermas nunca ha tomado una posición fundamental contra la vergüenza y la desgracia de la existencia de los «mercados de trabajo»; ni siquiera entiende por qué debería haber alguna vergüenza y desgracia en ello. Ciertamente, no quiere admitir la autodestrucción lógicamente programada e irreversiblemente agravada de la «economía de mercado y la democracia», en la que se hace visible la imposibilidad de continuar la reproducción social a través de los «mercados de trabajo».
En estas circunstancias, ¿qué vale todavía la alarma de una intelectualidad democráticamente «domesticada» contra el nuevo biologicismo y el darwinismo social? Nada. Porque es el eco de su propia historia el que resuena en los oídos de la intelectualidad republicana burguesa. La triste celebración de la democracia de la Paulskirche de 1848 siempre ha negado que es precisamente desde allí que el rastro conduce a los nazis. Las «ideas de 1848» fueron las precursoras de las «ideas de 1914»; el democratismo fue de la mano del nacionalismo desde el principio. Así, a los intelectuales de la izquierda democrática se les pasa hoy de nuevo la factura por no haber cruzado nunca el Rubicón de la crítica categórica al sistema moderno de producción de mercancías. ¿No debería hacerles reflexionar el hecho de que en la «cultura Suhrkamp»[4] sus obras estén ahora al lado de las de los nuevos nacionalistas, etnicistas y biólogos alemanes?
Frente a las bolas de demolición social de los neoliberales (incluidos los partidos de la casa de la izquierda «rojo-verde» y sus héroes de las «exigencias de la razonabilidad») y frente al nuevo nacionalismo étnico y al biologicismo, Habermas sólo puede defender el manual de estudios sociales democráticos de los tiempos del milagro económico, mientras que, al mismo tiempo, él y los suyos quieren estilizar las acciones de apaciguamiento de la policía mundial de los «leviatanes democráticos unidos» como si se tratara de una nueva «política interna mundial» de «derechos humanos» (por medio de bombardeos localizados, entre otras cosas). Todo esto recuerda desesperadamente a las recomendaciones de las autoridades de defensa civil durante la Guerra Fría acerca de mantener un maletín sobre la cabeza después de una explosión nuclear. Es la propia «política democrática», con su frenesí de configuración sin sentido en relación con lo que todavía era «desastre» e «ilusión» para Adorno, la que, al final de la esclavitud del mercado laboral, se transforma en los fantasmas anti-humanos de la «biopolítica» y la «política de las especies». Sloterdijk puede mofarse: «La teoría crítica ha muerto» (Die Zeit 37/1999). Contra los discursos deshumanizadores de Nolte, Strauß, Walser y Sloterdijk, que surgen de las flagrantes contradicciones internas de la modernidad en descomposición, y que, en cualquier caso, tienen a las audiencias democráticas de su lado, las escrituras rúnicas de hipocresía histórica y social que apoyan al Estado no pueden ser un antídoto.
Por supuesto, no se trata de una constelación exclusivamente alemana, aunque tiene sus raíces históricas en Alemania. En todo el mundo, y de forma más flagrante en las regiones económicamente colapsadas, la imposibilidad de supervivencia en el capitalismo, negada por la fraseología democrática, se traduce en las formas de exterminio de la competencia nacional, «étnica» y pseudobiológica. Como la otra cara de la economía corporativa transnacional, el pensamiento en categorías de locura étnica está floreciendo en todas partes de la tierra. Pero, aun así, la historia no se repite como una imagen en el espejo. El déficit democrático se reconoce también en el hecho de que se juzga mal el carácter de la barbarie amenazante. El totalitarismo político de la primera mitad del siglo XX, que no fue entendido como el prototipo del totalitarismo económico de las democracias de posguerra, aparece, precisamente por ello, como un peligro de repetición inmediata. En realidad, estamos ante el proceso contrario: el totalitarismo económico de las democracias se está desintegrando en metralla pseudopolítica.
La particularización de la sociedad capitalista es imparable, precisamente en su desaparición. El resurgimiento del darwinismo social también se filtra a través del revitalizado paradigma microeconómico. Si la primera naturalización y biologización burguesa de lo social a finales del siglo XVIII y principios del XIX se produjo bajo el impacto del individualismo liberal, y el apogeo de las ideas del darwinismo social y de la «higiene racial» un siglo más tarde coincidió con el auge del Estado regulador imperial y la modernización de las dictaduras, la biologización, etnización y otras radicalizaciones posmodernas de la competencia en el umbral del siglo XXI resultan ser la continuación de la economía empresarial por otros medios. Por lo tanto, ya no se trata de la producción dictatorial o democrática de una unidad social, de una universalidad productora de mercancías. En cambio, paradójicamente, incluso el nacionalismo étnico resulta ser una especie de secta en la sociedad transnacional de la crisis. La dictadura ya no es una estructura orwelliana universal, sino que aparece ella misma en una forma particular, porque ahora sólo puede ejecutar el proceso de disolución social, en lugar de formar el corsé obligatorio para una formación social.
El «discurso apocalíptico» que resulta de esta disolución ha producido sus conclusiones que se irradian a Europa, especialmente en Francia. Mientras que en Alemania el conformismo democrático estatalista y el fantasioso discurso etnobiológico ocupan el debate, en Francia la nueva cualidad se percibe con más fuerza en la decadencia casi corporativa de lo político. El politólogo francés Jean-Marie Guéhenno, partidario de la idea fantasmática de un nuevo «imperio» que funcione según los principios «asiáticos» y que supuestamente surgirá de la desintegración de los Estados nación burgueses, habla lógicamente de «El fin de la democracia». Fiel a la teoría de sistemas y el modelo cibernético, la nueva estructura imperial se supone «sin centro», manteniendo las formas de relación social capitalista en estructuras atomizadas:
«Los empleados individuales de una empresa moderna están demasiado aislados para que surjan lazos de solidaridad entre ellos, demasiado desarraigados para encontrar en la noción de clase social una respuesta a su deseo de pertenencia […] El calor reconfortante de un grupo homogéneo y simplista es entonces una tentación natural. Para quienes la idea de nación les resulta cada vez más abstracta, para quienes están excluidos de la integración en la empresa, para quienes la empresa los aísla en lugar de conducirlos a la comunidad, el grupo puede aparecer como el marco natural en el que todos encuentran su identidad. El ser humano moderno -desligado de un territorio, «nómada» y, sin embargo, atrapado en una función, privado de una ubicación que pueda dar sentido a su trabajo, un nudo tejido, reproducido sin cesar desde la sociedad y, sin embargo, siempre solitario- está así condenado a encontrar su particularidad en la búsqueda de sus orígenes. Los necesita para poder compartir con otros, también «especiales», el sentimiento de una pertenencia común» (Guéhenno 1994, 70 ss.).
Aunque la «idea de la nación» parezca abstracta como tal, puede adherirse a «grupos» o más bien a bandas que no necesitan más que una imagen enemiga. El viejo discurso burgués de la aniquilación, al contemplar a las masas de las «clases peligrosas» como potencial o manifiestamente «superfluas» desde el punto de vista de las élites funcionales transnacionales, aparece también en estas mismas masas como la definición «microsocial» rampante de un «nosotros» irracional frente a los «otros» a aniquilar. En las condiciones de una economía corporativa globalizada, tales definiciones ya no tienen ninguna capacidad de generalización social; a lo sumo, los «políticos mediáticos» demagógicos del tipo de un Reagan en Estados Unidos, un Haider en Austria, un Berlusconi en Italia o, por el contrario, un Blair en Gran Bretaña y un Schröder en Alemania pueden captar votos con ellas. Estas figuras un tanto virtuales ya no son «líderes» de un movimiento de masas real. En cambio, bajo el firmamento de los medios de comunicación, se forman esos grupos o bandas con muchos pequeños «caudillos» [«Führer»] a través del proceso de crisis, que ya no tienen un proyecto social, un «imperio», una pretensión imperial.
La exclusión y el exterminio de los «otros» se produce a nivel «molecular» paralelamente a la diferenciación de la economía empresarial transnacional. Esta forma molecular de darwinización puede adoptar muchas caras. Las imágenes del enemigo y los objetos de exterminio llevan los nombres de siempre o incluso nuevos: judíos, extranjeros, discapacitados, personas de color, «antisociales», no humanos, subhumanos… Pero quién entra en su ámbito, eso lo determina la banda respectiva. También puede tratarse de las personas de la región vecina o de los vecinos del otro bloque de pisos o de los miembros de otras bandas rivales. Y el concepto de estas bandas también debe definirse ampliamente. Pueden ser bandas juveniles y callejeras, bandas de ladrones comunes, conexiones mafiosas, milicias «étnicas» y sociedades secretas de todo tipo, pero también clanes familiares (especialmente en regiones del mundo donde esta estructura arcaica ha sobrevivido bajo la sociedad oficial, como en Oriente Próximo, Asia, África y partes de América Latina) y, por último, pero no menos importante, sectas religiosas.
El discurso biologicista y etnicista se mezcla con ideas religiosas eclécticas y un esoterismo caótico. Ideológicamente esto no es nada nuevo, basta pensar en la extraña mezcla en la mente del «Cromwell alemán» Erich Ludendorff. La novedad es que estos sincretismos salvajes ya no pueden sintetizarse socialmente en las condiciones del capitalismo de crisis globalizado. Los nuevos Hitlers no son más que jefes de bandas, milicias o incluso sectas y ejercen ellos mismos su reino del terror a escala molecular. Mientras que en ciertos distritos o regiones las bandas étnicas o las milicias persiguen a los «otros étnicos», estos programas de exclusión y asesinato a menudo son paralelos o se solapan con las luchas religiosas entre sectas (por ejemplo, en Kosovo, el Cáucaso, etc.).
Estos fenómenos de «guerra civil molecular» (Hans Magnus Enzensberger) se han extendido desde hace tiempo a los países industriales centrales. Ya sea que en Alemania del Este las bandas etnicistas instalen depósitos de armas, que en Londres las sociedades secretas racistas realicen atentados con explosivos contra la gente de color, o que, en Estados Unidos, Suiza, entre otros, las sectas suicidas y apocalípticas hagan estragos, que los jóvenes magos negros y los adoradores de Hitler lleven a cabo «masacres en las escuelas», etc., todos estos acontecimientos van en la misma dirección. Las notorias sectas suicidas representan, por así decirlo, la versión pandillera del Amok[5] individual, con la variante más agresiva de las sectas apocalípticas, que, con atentados terroristas completamente sin rumbo, van incluso más allá de la acción étnico-racista (que, sin embargo, también suele estar en el fondo entre ellas). Estas puntas de lanza de la locura social también provienen del «centro» de la sociedad. Esto es lo que dicen de la secta japonesa Aum Shinrikyo, que se hizo famosa por su ataque con gas venenoso en el metro de Tokio:
«La secta incluye a algunos de los jóvenes más prometedores e inteligentes de Japón […] Una curiosidad particular es que Fumihiro Joyu, el portavoz de la secta de 32 años, es ahora adorado por los adolescentes de todo Japón y se ha convertido en la estrella mediática número uno de la noche a la mañana. Las jóvenes y las mujeres de todo Japón están enamoradas de este licenciado en ingeniería, bien presentado y de buen hablar, procedente de una de las universidades de élite del país, la Universidad de Waseda […] El líder de la secta, Shoko Asahara, de 40 años de edad, fue detenido en relación con los atentados con gas subterráneo, junto con más de un centenar de miembros de alto rango de la secta. Asahara […] es el sexto de los siete hijos de un pobre fabricante de tatamis. Sus jovencísimos ayudantes se han graduado en las universidades más famosas de Japón (como Tokio, Keio y Waseda). Y para el gobierno fue un shock y al mismo tiempo una vergüenza cuando se supo que 30 soldados del ejército japonés eran miembros de la secta […]» (Naisbitt l995, 69 y ss.).
Ni las distintas bandas demoníacas [Dämonen-Banden] reclutan unilateralmente entre los que ya han caído de una u otra forma, ni son un mero fenómeno surgido del discurso de exterminio de los de dentro del sistema contra los de fuera. Más bien, son una mezcla de grupos sociales, personajes y motivaciones que se han vuelto muy inestables. Allí donde el Estado democrático se retira bajo «reserva de financiación», surgen «territorios grises» de terror que complementan el terror del Estado democrático y lo continúan en formas «moleculares». El alto ejecutivo y publicista francés Alain Mine ve surgir una «Nueva Edad Media» en estas formas decadentes de la civilización capitalista:
«Desde Hegel, hemos creído que el Estado es el objetivo final natural de toda organización social. ¡Error! Ocurre que los Estados se retiran a contracorriente como la marea y revelan realidades bastante extrañas […] ¿Existe un camino más corto para volver a la Edad Media que el que pasa por el creciente número de zonas al margen de cualquier autoridad legal? […] normes zonas vuelven al estado de naturaleza; en medio de las democracias más avanzadas, la anarquía vuelve a extenderse; la mafia ya no aparece como un fenómeno arcaico que pronto desaparecerá, sino como una forma social cada vez más extendida; los barrios urbanos dejan de estar sometidos a la autoridad del Estado y derivan hacia una preocupante situación extraestatal […] Nuevas bandas armadas, nuevos saqueadores, nueva ‘terra incognita’: no faltan los ingredientes para una nueva Edad Media […] Pero nuestras instituciones aún no son conscientes de esta convulsión: no se dan cuenta de que ocupan una posición minoritaria en todo el mundo y de que, incluso en Occidente, se pierden una parte cada vez mayor de la sociedad […]» (Mine 1994, 71 y ss.).
Estos reflejos se deslizan sobre una superficie opaca. Por supuesto, la «Edad Media» es sólo una metáfora, y probablemente una metáfora inapropiada. Lo que llamamos «Edad Media» con un término epocal vacío fue una civilización agraria cuyos defectos no se discuten aquí. Lo que Mine y otros describen, en cambio, es un proceso de descivilización que el capitalismo desencadena necesariamente al final de su frenético «desarrollo». La «tolerancia cero», como es de esperar, no apacigua a la sociedad, sino que se convierte en un factor de disolución acelerada de la misma. Los «aparatos de seguridad» empiezan a decaer y a pudrirse desde dentro; cada vez se diferencian menos de las bandas. Aparte de los aparatos estatales miserablemente pagados, que son víctimas de la corrupción y encajan en estructuras mafiosas, las empresas transnacionales forman sus propias culturas del terror. En los espacios de tránsito y en las «islas flotantes» de la economía empresarial transnacional surgen estados «desterritorializados» dentro del estado, al igual que en las «zonas grises» de las regiones abandonadas que se derrumban.
En el marco de una darwinización general del pensamiento y de un salvajismo de las relaciones sociales, «la economía de mercado y la democracia» se descompone en estructuras particularizadas de lucha «por la existencia». Ya sean corporaciones transnacionales con ejércitos privados y servicios secretos propios, ya sean grupos mercenarios de corte corporativo y escuadrones de la muerte, ya sean milicias «étnicas», sectas apocalípticas o bandas neonazis: el mapa de la descivilización va tomando forma, mientras el circo mediático continúa inquietantemente y el discurso democrático de plástico es cada día más ignorante y hueco. Así como la democracia siempre ha sido precedida por el «cuarto poder» de la máquina capitalista, ahora, como resultado de las disfunciones irreparables de esa máquina en la Tercera Revolución Industrial, es sucedida por el «quinto poder» de las bandas. No hay una revuelta emancipadora, pero todo el mundo empieza a armarse.
La última ratio [razón última] de exterminio y autoexterminio es la primera y última palabra del capitalismo. Esta solamente podría llegar a considerarse como «apocalíptica» con ciertas condiciones. Porque las ideas religiosas y míticas del colapso del mundo en el pasado contenían siempre la promesa del surgimiento de otro mundo rejuvenecido. Sin embargo, los sacerdotes del sistema de terror económico de la «economía de mercado y la democracia» ya ni siquiera son apocalípticos -en el sentido original del témino-, a pesar de la incontrolable crisis mundial de este modo de producción y de vida. El espíritu del tiempo [zeitgeist] «biopolítico» de la competencia de odio embrutecida aparece como un Spengler renacido; y el Ragnarök neoliberalmente mediado podría tener éxito como destrucción «molecular» endémica de la sociedad humana en general. El credo del capitalismo [das kredo des kapitalismus], la mayor secta apocalíptica de todos los tiempos objetivada en sistema mundial total, reza así: «después de este mundo, no vendrá ningún otro».
Notas.
[1] Los disturbios de Hep-Hep de agosto a octubre de 1819 fueron pogromos contra los judíos asquenazíes, comenzando en el Reino de Baviera, durante el período de emancipación judía en la Confederación Alemana [N. del T.]
[2] Wirtschaftswoche es una revista económica fundada en 1926 con el nombre Deutscher Volkswirt.
[3] Referencia a la serie de Nocturnos de Chopin [N. del T].
[4] Suhrkamp-Verlag es una importante casa editorial que dio forma a los debates intelectuales en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.
[5] Respecto del amok, Anselm Jappe señala lo siguiente: “El crimen se ha vuelto tan irracional y autorreferencial como la lógica económica —la acumulación tautológica de trabajo, valor y dinero— y la psique narcisista de los individuos. El amok en sus varias formas, es el ejemplo supremo de un crimen que ya no obedece a la realización de un interés, aceptando los riesgos, sino que, en este caso, la destrucción y la autodestrucción se convierten en fines en sí mismas. El odio del sujeto de la mercancía por el mundo y a sí mismo, normalmente latente, se hace aquí manifiesto, y por eso golpea con tanta fuerza a la opinión pública. Que después se añada una seudorracionalización política o religiosa es a menudo algo secundario: en el crimen gratuito se hace evidente el vacío fundamental que habita el individuo contemporáneo, en cuanto dominado por una economía que se ha vuelto loca” (Anselm Jappe, Ningún problema actual requiere una solución técnica. Se trata siempre de problemas sociales) [N. de T.].