[Sandrine Aumercier] No hay ninguna solución a la crisis energética

[Articulo original en francés publicado en http://www.palim-psao.fr/2022/06/il-n-y-a-aucune-solution-a-la-crise-energetique-par-sandrine-aumercier.html  ]

Traducido por Alejandro Balentine

 

Empiezo por el final y desde ya introduzco la conclusión diciendo que no hay ninguna solución a la crisis energética, ni siquiera una «diminuta solución». Si surgiera una sociedad poscapitalista emancipada, esta dejaría de preocuparse por el problema energético; no se dispondría a resolverlo siendo «más racional» y «más eficiente» con la energía. Una sociedad que pone la escasez en su principio —como hace el modo de producción capitalista— se obliga a sí misma a tener que racionar cada vez más su consumo de energía, porque se acerca a un límite absoluto. Se condena a sí misma a hundirse en una gestión totalitaria de los recursos, en guerras de seguridad, en crisis socioeconómicas de impacto creciente… Pero este es un límite que forma parte de los principios fundadores de esta sociedad y no de la naturaleza.

La categoría «energía» es tan abstracta como la categoría «trabajo», y una vez que se instala en los cimientos de las actividades humanas, no puede sino avanzar hacia un precipicio, por el efecto mismo de su propia lógica. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de la importancia de ello, porque el discurso insistente sobre los «límites planetarios» se impone en su falsa evidencia, como si se tratara de un problema geofísico. No obstante, el verdadero problema son las premisas del capitalismo, de las que ni siquiera los llamados países del socialismo real se habían desligado. Si alineamos uno al lado del otro los diversos escenarios de «transición energética» que compiten por el premio, salta a la vista que el discurso subyacente combina dos tendencias contradictorias, al presuponer que (1) lo imposible es posible, y al mismo tiempo que (2) si por casualidad —a pesar de todo— lo imposible es imposible, entonces debe ser por un hecho de naturaleza (de naturaleza humana, de naturaleza geofísica o de entropía universal). De este modo, no es necesario examinar las especificidades del modo de producción capitalista.

En primer lugar, en este debate, cada quien nos explica que, dado que el plan del otro es imposible, el suyo debe ser necesariamente mejor. Este razonamiento es falaz: el que estés equivocado no significa que yo tenga razón. Así, Jean-Marc Jancovici nos explica muy bien por qué no es viable ni económica ni ecológicamente cubrir el planeta con paneles solares o aerogeneradores; me parece que en esto podemos seguirle. Pero los antinucleares, por su parte, nos recuerdan muy bien todos los problemas económicos y ecológicos relacionados con la extracción de uranio, la construcción de centrales nucleares, su mantenimiento, su seguridad, la gestión de sus residuos, etc. En realidad, en esto todo el mundo sólo trata de proponer el escenario que salvaría la civilización que algunos llaman «termo-industrial». Teniendo en cuenta el desastre mundial, sería sin duda un héroe. Pero nada puede cambiar el hecho de que el petróleo es cada vez más difícil de obtener y, por tanto, cada vez más caro de extraer. Resulta sorprendente que la crisis energética que se le atribuye de repente a la guerra de Ucrania ya estaba causando estragos desde mucho antes, siempre atribuyéndola a razones diversas: reactivación post-pandémica, indexación del precio de la electricidad al del gas, etc. La histerización de la crisis climática y ahora la demonización de Rusia encubren convenientemente la crisis energética que comenzó en la década de 1970. Se actúa como si esta crisis se debiera a razones geopolíticas y como si debiéramos cambiar nuestros hábitos para «salvar el clima», porque cada vez es más evidente que—aunque nadie lo diga con franqueza—ningún escenario de transición se sostiene, y eso es, de ningún modo porque seamos «demasiado lentos» para poner en marcha la tan celebrada «transición». Todas estas explicaciones externas evitan abordar el problema de la crisis estructural de la energía.

En segundo lugar, al ser fundamentalmente incapaces de salvar esta civilización, todos esos escenarios han acabado por incorporar lo que yo llamaría «cláusula de decrecimiento», y por explicarnos ahora que, por supuesto, la solución no vendrá sin ahorro de energía. Este aspecto es relativamente nuevo, por lo menos en los discursos oficiales. Fue formulado por primera vez en los años 1970 con el famoso informe del Club de Roma, en conjunto con los trabajos de Georgescu-Rogen y un cierto éxito de la «hipótesis Gaia», que se articula bien con las tendencias New Age, y también integrando el pensamiento cibernético. Pero aquellos trabajos habían quedado relativamente relegados a los círculos de especialistas hasta hace poco. Fue realmente necesario que la situación se agrave para que la necesidad del «decrecimiento» (aunque siga siendo selectiva) se haya convertido, en tan poco tiempo —digamos en unos quince años, coincidiendo con el pico del petróleo convencional—, en tal lugar común. Así, de repente, la ralea ecologista, decrecentista, ecosocialista, etc., está de acuerdo con los tecnócratas de todos los bandos en su intento por hacer pasar lo infinito hacia lo finito. Esta también es la piedra angular de un escenario como el de Negawat.  Se admite que con el nivel de consumo actual es imposible seguir igual, pero si mejoramos la eficiencia energética, si economizamos, si miniaturizamos, si reciclamos, si innovamos, etc., entonces, nos dicen, todo será posible. Esta posibilidad no solo se aferra a especulaciones descabelladas[1], sino que, sobre todo, sigue estando totalmente determinada por una concepción neoclásica de la producción en términos de stocks finitos sujetos a la asignación de recursos, y no en términos de procesos de producción[2], que son ellos mismos no solo procesos entrópicos indisociables del proceso global de producción capitalista.

En tercer lugar, la teoría que ahora se denomina colapsología (a partir del primer libro de Pablo Servigne y Raphael Stevens en 2015) nos explica, por su lado, que estamos jodidos. Pero de manera extraña, el reformismo más descarado y el cinismo de «ya se jodió todo» hacen buena pareja. Este enfoque se basa en una antropología rudimentaria iniciada por Jared Diamond, que los colapsistas liberales y los colapsistas sociohumanistas están dispuestos a compartir, basada en el estudio de grandes imperios premodernos que han desaparecido. Parece innegable que estos últimos no pueden constituir, para nosotros, un modelo de emancipación. Pero es no menos claro que ninguno de ellos puso en el seno de su funcionamiento un principio de multiplicación abstracta, que transformaría gradualmente la totalidad del mundo material en desecho, como una criatura que se devora a sí misma (la imagen es de Anselm Jappe). El éxito de los colapsólogos demuestra, sin duda, que han tocado un nervio: en efecto, dicen sin rodeos que esta civilización no va salirse del apuro improvisando acomodamientos. Lo único que nos queda, según ellos, es colapsar en «solidaridad», en definitiva, con alegría y buen humor[3]. Sin embargo, esos autores no salen del paradigma geofísico que denuncian, al pasar por alto, precisamente, el carácter abstracto de los procesos de combustión termo-industrial desencadenados por el modo de producción capitalista.

El cuarto razonamiento falaz y tautológico, y que representa la versión pesimista del paradigma del colapso, es el que explica que las cosas son como son porque así debían serlo, en razón de una naturaleza humana insaciable. Este planteamiento es refutado por el más mínimo examen histórico y antropológico; pero, sobre todo, la idea de naturaleza humana es, en teoría, en sí misma indefendible. No se puede explicar a través de la «naturaleza humana» por qué alguien es caníbal, por qué alguien es budista, o por qué alguien más es corredor de bolsa en Wall Street. Cada humano de cada época se asemeja a las relaciones sociales particulares que una sociedad se dio a sí misma durante un proceso histórico ciego. Esas relaciones sociales enmarcan las determinaciones subjetivas inconscientes del individuo, es decir, el abanico limitado de posturas que este puede adoptar y las identificaciones que le son permitidas. Si no hay una revolución lista para ser implementada es porque la crisis del capitalismo es planetaria y sistémica; por ende, no tiene un afuera y, por tanto, parece inapelable. Pero, como dice Marshall Sahlings en su libro La ilusión occidental de la naturaleza humana, no se debe a la naturaleza humana; es, a lo sumo, el resultado de una historia contingente que ha fabricado sus propias condiciones de posibilidad y de imposibilidad, condiciones que son en sí mismas evolutivas y no permiten predecir el futuro.

Todos estos razonamientos tienen en común que suponen una realidad indiscutible tras la idea de una determinada cantidad finita, de una determinada reserva de materia y de energía. Con sus gráficos y sus estadísticas, parecen hablarnos del mundo material. Pero esa realidad material se desprende de la abstracción planteada al principio, y no al revés. Dicho de otra manera: una vez que se empieza a mirar el mundo con lentes energéticos, entonces sí, estamos irremediablemente jodidos. Sólo que el problema no reside en los recursos energéticos, sino en esos lentes. ¿Qué es lo que obliga a mirar el mundo a través de dichos lentes, y qué es lo que obliga a considerar la naturaleza como una inmensa reserva de materiales que hay que transformar, una reserva limitada que se agota ineluctablemente, y que debería economizarse, o bien, apostar en ella disrupciones tecnológicas fantásticas que siempre están por venir, o incluso lanzar una carrera contra el tiempo?

Esta pregunta es la más difícil de todas, porque nos obliga a revisar nuestras categorías por completo. Ya no se trata de improvisar soluciones, ni siquiera la «solidaridad» o la «satisfacción de las necesidades básicas» (exigencias que también han sido planteadas de manera tan abstracta como los procesos sociales de los que se derivan), sino de comprender cómo se ha podido llegar a considerar al mundo vivo en su conjunto como un depósito inagotable de energía.  Se creyó en la famosa generosidad del sol, que alimentaba la euforia del progreso (y su triste gemelo: el pesimismo cultural), pero al mismo tiempo se izó a la escasez como principio de todas las actividades humanas. Este principio sólo puede conducir al mundo vivo, en su totalidad, hacia el agotamiento inexorable. En matemáticas, es posible hacer converger una serie infinita con una serie finita. Traspuesto al mundo real, esto no significa más que una prolongación (relativa) de la agonía. Se cree que, si se prolonga el proceso de descomposición, es porque el fin no llegará. Pues bien, si, a partir de las mismas premisas, el fin llega de todos modos, pues que ocurra dentro de 50 o de 500 años. La única diferencia sería que, en el segundo escenario, personalmente saldría librada, mientras que en el primero, podría verme directamente afectada. Pero la duración de una vida individual no es el criterio adecuado; en los términos de los tiempos geológicos y de la duración de la aventura humana, lo anterior sigue siendo un fin fulgurante. Sumado a esto, dicha prolongación es improbable. Dado que el capitalismo se caracteriza por una crisis fundamental que no hace más que agravarse, no tiene ni siquiera los medios para ofrecerse un respiro. Lo real de su propio mito lo tiene con la soga al cuello. Por lo tanto, el verdadero imposible se encuentra ahí, pero eso, nadie lo dice en los escenarios presentados.

Las anteriores observaciones parten de análisis empíricos. Queda por explicar la articulación de la abstracción «energía» con la abstracción «trabajo» y por qué, según las palabras de Marx, «la producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador»[4]. Marx muestra que el valor incorporado a una mercancía se deriva del tiempo medio de trabajo socialmente necesario para su producción. Este trabajo es definido por él como «trabajo abstracto». Pero, «el valor, en consecuencia, no lleva escrito en la frente lo que es»[5]; no lo proporciona la cualidad de la cosa producida, su necesidad, o el placer en el trabajo, sino la subsunción de este trabajo bajo el promedio social de tiempo necesario para su producción. Tampoco lo proporciona el precio de la mercancía, que sólo refleja parcialmente el trabajo que contiene, dado que en la determinación del precio entran otros factores de producción y limitaciones de mercado. En fin, el valor tampoco lo da la utilidad que yo obtenga de una mercancía (su valor de uso). Se trata, por tanto, de una magnitud social que no es directamente calculable, pero que constituye el centro de gravedad de todas las actividades económicas bajo la presión de la rentabilidad competitiva. Para seguir siendo competitivos, los capitalistas se ven obligados a apropiarse de un excedente de trabajo no pagado, con el fin de reinvertir en el proceso de producción. Este excedente es llamado por Marx plustrabajo y permite obtener plusvalor.

Robert Kurz da una definición del trabajo abstracto que le habla a la experiencia cotidiana: «hoy en día, la mayoría de la gente parece paralizada por esta expresión cuyo sentido es, sin embargo, simple. El “trabajo abstracto” se refiere a cualquier actividad efectuada por dinero, en la que la ganancia de dinero es el factor decisivo y en la que, por consiguiente, la naturaleza de las tareas que se realizan resulta relativamente indiferente»[6]. Todos los agentes individuales del sistema capitalista deben contribuir en este sentido al proceso social combinado de acumulación de capital: si no lo hacen, no pueden sobrevivir individualmente y son expulsados inmediatamente por un agente más competente. Es el caso del capitalista, pero también el del trabajador, cuya fuerza de trabajo es puesta en competencia de manera permanente con todas las demás. Este modo de producción funciona como un látigo que nunca da tregua a nadie —un sacrificio sin sentido por una causa impersonal y abstracta—. Esta es la novedad del trabajo bajo el capitalismo con respecto a todas las actividades que los humanos realizaban en el pasado. Todo el mundo cree que va a trabajar y comprar mercancías con el dinero ganado «para satisfacer sus necesidades». En realidad, las mercancías se producen para mantener este proceso en marcha, sin otra finalidad que sí mismo. Lo mismo ocurre con las mercancías inmateriales e intelectuales, que se perciben tan fácilmente como mejores que las demás mercancías ordinarias porque se imagina que en ellas entra más libertad, en sintonía con la promoción moderna de la conciencia de sí mismo y del pensamiento como sede de la subjetividad.

La teoría neoclásica descarta la teoría del valor-trabajo formulada por los precursores de la economía política hasta Marx, para considerar el trabajo como una de las dos variables principales que entran, para cada unidad de producción, en su estimación de la «tasa marginal de sustitución técnica». Este enfoque supone una combinación óptima de factores de producción, que se determina en cada caso, y que, desde el punto de vista de la función de producción individual, considera sustituibles el «trabajo vivo» y el «trabajo muerto». El papel específico del trabajo en la producción de valor se escamotea. No se ignora del todo, pues no se le dedicaría tanto tiempo a lamentar la tasa de desempleo, pero se incluye en la categoría de la creación de poder adquisitivo. Sin embargo, sin prestar atención a los análisis marxianos sobre la creación de valor, que se deriva exclusivamente del plustrabajo realizado en los sectores productivos, el análisis económico estándar ha desarrollado una denominada teoría subjetiva del valor que hace que dependa de la venta de la producción en el mercado, lo que Marx llama realización del valor creado en el proceso de producción. El modelo marxiano insiste, pues, en una magnitud social que organiza el conjunto de la producción capitalista a espaldas de los individuos. El modelo económico estándar, en cambio, se centra en el modelo de equilibrio de la oferta y la demanda y en los mecanismos de formación de precios.

¿Qué tiene que ver la energía con esto? El concepto de energía, que nació durante la primera revolución industrial, teoriza la conservación de una determinada cantidad durante la transformación de estado de un sistema cerrado (la primera ley de la termodinámica) y la degradación de la calidad de la energía o su aprovechamiento en sistemas reales abiertos o cerrados (la segunda ley). Su descubrimiento marcó el inicio de la investigación encaminada a mejorar la eficiencia de la máquina de vapor.

El paradigma energetista supone la afirmación monista «de todo un espectro de formas de energía diferentes, todas ellas convertibles entre sí»[7], pero cuyo sustrato, que es una magnitud abstracta, no cambia. «El trabajo físico de la máquina entra en la conciencia teórica y se codifica como un valor pertinente en el momento en que esa máquina es tecnológicamente capaz de sustituir la fuerza de trabajo humana»[8]. Esta coincidencia histórica entre la promoción del trabajo económico y la promoción del trabajo en física no es casual. El universo entero comienza a ser visto como una máquina que trabaja y en la cual todos los procesos de trabajo, tanto humanos como no humanos, deben ser optimizados. Esta visión del mundo surge de la realidad de las relaciones de producción, que, como se ha dicho, implica necesariamente la creciente sustitución del trabajo humano por el trabajo de las máquinas, para que el poseedor de los medios de producción pueda seguir siendo competitivo. Nos encontramos, por lo tanto, ante una contradicción irresoluble: para mantenerse en el mercado, el capitalista individual está obligado a ir siempre un paso por delante de sus competidores en términos de innovación técnica, hasta que la nueva tecnología se generalice. Esto empuja de manera global al capitalismo a sustituir cada vez más los sectores clave del trabajo productivo por el trabajo de las máquinas[9]. Pero al mismo tiempo, esta lógica conduce al agotamiento de la creación de valor, sin el cual el conjunto de la sociedad es cada vez menos capaz de reproducirse y produce cada vez más excluidos.

La sustitución del trabajo humano por el de las máquinas y el pánico tecnológico que le sigue tienen su origen en esta contradicción. No es una fatalidad antrópica, es una característica del capital: «la maquinaria es un medio para la producción de plusvalor»[10]. La «contradicción en proceso» lleva al capitalismo al borde del precipicio, desencadenando su expansión planetaria, la destrucción de todas las sociedades precapitalistas, la extracción desenfrenada de recursos y un ritmo de producción demencial. Más allá de las limitaciones en el abastecimiento de recursos que a veces ocupan los titulares, este proceso en sí mismo tiene un coste energético; transforma toda vida y toda cosa en residuos, es decir, en términos termodinámicos, en alta entropía (una energía cada vez menos utilizable). La termodinámica, surgida al interior del capitalismo, teoriza tanto la sustituibilidad abstracta en la que se basa este modo de producción como la imposibilidad del movimiento perpetuo, es decir, el límite infranqueable contra el cual el sistema se estrella. El gasto de energía abstracta constituye el momento unitario de la sustitución técnica que actúa en la contradicción dinámica del capital. La crisis energética es la consecuencia directa e inevitable de esta lógica. Al reposicionarse en la relación social que las organiza, ya no es posible aislar la abstracción «energía» de la abstracción «trabajo» y hay que admitir que ambas son creaciones de la modernidad.

Por lo tanto, no es posible resolver la crisis energética, ni dentro ni fuera del capitalismo, remitiéndose a las categorías de limitación moral y de ahorro de recursos. Actualmente, todo confluye alrededor de la idea del racionamiento energético por parte de los consumidores (smart cities, tarjeta de carbono, crédito social, etc.). Esta evolución —que ni siquiera resolverá la crisis energética, sino que, en el mejor de los casos, podría prolongar la agonía del sistema— no es de ninguna manera una solución, sino un hundimiento colectivo en el mismo callejón sin salida.

Las categorías de eficiencia, racionalización, sobriedad, optimización, etc. se derivan todas, de la abstracción «energía» y son indisociables de otra abstracción vinculada a las dos anteriores: la de la forma-sujeto moderna. El marxismo tradicional, el socialismo, el ecologismo, el ecosocialismo, mantienen la idea de un sujeto que, liberado de la lógica de acumulación, podría, sobre bases idénticas, apropiarse de las tecnologías desarrolladas bajo el capitalismo y hacer de ellas un «buen uso». Este sujeto podría, mediante una planificación «comunista», decidir «libremente» los umbrales, las cantidades adecuadas, las verdaderas necesidades, la justa distribución, etc.  No obstante, esta cosa nunca ha existido y nunca existirá. Si algunas sociedades —y no todas— han hecho un uso razonable de sus recursos, es por dos razones: por un lado, es porque las movían otros fines (simbólicos y religiosos), distintos a los de la «necesidad» inmediata y de la acumulación de bienes, y, por otra parte, porque producían sin intermediarios y a pequeña escala lo necesario para su subsistencia; por tanto, tenían una experiencia directa de las consecuencias de sus actividades: eran las primeras afectadas. Estas dos condiciones enmarcan la posibilidad de un uso sobrio y responsable de los recursos.

En el contexto actual, la posibilidad de que se den tales condiciones parece estar cerrada. Muchos las consideran como un insoportable retorno al pasado, a pesar de que, necesariamente, se desplegarían en un contexto práctico y simbólico totalmente modificado. Pero este obstáculo fetichista no debe, en ningún caso, justificar que se haga creer que sería posible salir del capitalismo e inventar un mundo emancipado manteniendo el mismo modo de producción, solo que puesto «en buenas manos»: infraestructuras globalizadas, división internacional del trabajo, intercambios monetarios, planificación estatal o supraestatal, tecnologías y necesidades materiales modernas (es decir, determinadas por el estado de la producción capitalista que tenemos ante nosotros)…

Entre las innumerables propuestas que opacan sus propios presupuestos, cito la del ecosocialista Daniel Tanuro en su libro ¡Demasiado tarde para ser pesimistas! (2020): se trata de realizar «la perspectiva socialista de una sociedad libre de dinero, de propiedad privada de los medios de producción, de competencia, de estados, de sus ejércitos, de sus policías y de sus fronteras. Una sociedad en la que el trabajo abstracto, desmontado y sin cualidades, desaparece en favor de la actividad concreta que, crea valores de uso, es portadora sentido, genera reconocimiento social y realización personal. Una sociedad que suprime la distinción entre trabajo manual e intelectual. Una sociedad organizada en comunidades autogestionadas, coordinadas de forma flexible y democrática por delegados voluntarios y revocables. Una sociedad que tiene el control del tiempo, donde el pensamiento y las relaciones sociales —la cooperación, el juego, el amor, el cuidado— son la verdadera riqueza humana». ¿Cómo se puede lograr tan formidable proyecto? En primer lugar, nos dice el autor, a través de la «conquista del poder político» por parte de los explotados y oprimidos. (Pensábamos que esta carta ya se había jugado históricamente y se había desacreditado para siempre, pero Tanuro se conforma con ponernos sobre aviso de la burocracia soviética y el acaparamiento del poder por una franja de «privilegiados»). ¿Y para qué debería servir esta conquista? «Al tiempo que se reduce la transformación y el transporte de materias primas, el plan debe saturar la demanda de bienes y servicios que respondan las necesidades básicas, lo que implica necesariamente la repartición de las riquezas y una profunda reorientación del aparato productivo. (…) La movilización, la concientización, la responsabilización, la auto-actividad y el derecho a controlar todo a nivel global, regional, nacional y local son una condición para el éxito (…) Por un lado, no hay verdadera democracia sin descentralización y sin lucha contra los fenómenos burocráticos. Por otro lado, la planificación debe ser global… Las tecnologías de energías renovables pueden ayudar a superar esta contradicción: se adaptan especialmente bien a la descentralización —que es incluso indispensable para su implementación eficaz—, y por tanto a la gestión comunitaria».

Esta propuesta define así la emancipación sobre la base de las «decisiones correctas» efectuadas por las «personas correctas»; no hace más que retomar la ilusión subjetivista moderna (hecha pedazos por el psicoanálisis). Aunque Tanuro analiza la responsabilidad del capitalismo en la situación actual y fustiga al capitalismo verde, su propuesta contempla mantener las infraestructuras heredadas del capitalismo pero que sean «reorientadas», sin interrogarse detalladamente sobre la realidad concreta de la producción capitalista —atribuyéndole toda la culpa a «la acumulación capitalista»—, que sin embargo está constituida a mismo tiempo por un lado abstracto y un lado concreto que son inseparables el uno del otro. Cuando las categorías del capital (mercancía, dinero, trabajo, Estado, valor) son criticadas por Tanuro, es como si pudieran retomadas de otra manera en un enésimo «escenario de transición». Cuando afirma que «no hay energía nuclear ni OGM ecosocialistas», no queda nada claro cómo los aerogeneradores y la pasta de dientes serán más ecosocialistas. Por eso su propuesta enfrenta la disyuntiva entre planificación mundial y «democracia» local, ignorando que las energías renovables —presentadas en todas partes como la nueva panacea— no son ni ecológicas, ni equitativas, ni descentralizadas, si se tienen en cuenta los problemas de producción de los dispositivos de conversión, de espacio para su instalación, de intermitencia, de almacenamiento, etc. Como contrapunto a esta propuesta, hay que decir que no hay emancipación sobre la base de una justicia distributiva abstracta, universal y planificada desde arriba. De hecho, las energías renovables están en perfecta sintonía con la gestión cibernética del mundo por la cual el capitalismo, consciente de su inexorable entropía, intenta sobrevivirse a sí mismo; precisamente, la llamada «descentralización», no es más que un apéndice de la centralización.

La invocación de una racionalidad espontánea de los seres humanos «liberados del capital» es la última superchería de la subjetividad burguesa, que no quiere renunciar ni a las promesas del capitalismo, ni a la promoción del sujeto como instancia imaginaria de organización mundial. En realidad, esta subjetividad que cree poder arreglar el mundo a partir de su propio a priori es, ella misma, manejada a su antojo por su propio mundo. Ciertas condiciones sociales implican ciertas consecuencias que están en gran medida fuera de su control. Lo único que podemos examinar es qué condiciones conllevan qué consecuencias. Solo tenemos acceso a los efectos (que abren la puerta a una teoría del síntoma). Un mundo emancipado sería un mundo en el que se cumplen las condiciones prácticas mínimas de para la emancipación, no un mundo en el que, de repente, los seres humanos serían moralmente mejores porque se habría echado fuera a los especuladores y a los capitalistas. No se trata de reconquistar una posición de decisión predominante ante el mundo y la naturaleza, milagrosamente «liberada». Tal concepción sigue estando determinada, sin saberlo, por el dominio viril sobre sí mismo que parece implicar que uno es capaz de tomar —de manera abstracta— las «decisiones correctas», si tan solo se nos dejara participar en estas decisiones. Yo sería muy incapaz de tomar una postura sensata sobre problemas de envergadura global, que implican grandes cantidades de niveles interpenetrados y que afectan a tantas personas y situaciones que desconozco; esto también es lo que me hace decir que no hay solución al problema energético, porque refleja el callejón sin salida de una concepción sistémica del mundo, en la que cada individuo aplastado mantiene la idea de elevarse al punto de vista global al tiempo que se le reduce a un simple punto del sistema. Comparto esta limitación radical con mis contemporáneos y con todos los responsables políticos, para quienes es evidente que no saben lo que hacen con dicha limitación, y quienes no entienden mejor que el común de las personas los problemas fundamentales de la ciencia y de la sociedad; tampoco veo más claro cómo un científico que está ocupado todo el tiempo perfeccionando investigaciones de detalle podría, razonablemente, pronunciarse sobre las consecuencias globales de su acto. No se puede compensar este tipo de límite con una mejor educación popular ni con una agregación exponencial de datos a través del big data, ya que tiene que ver con la posición del sujeto en el sistema. Hacer creer que la participación «democrática» en las decisiones políticas superaría este límite no es, por lo tanto, otra cosa que demagogia populista. Sólo se puede «participar» útilmente en la discusión sobre aquello en lo que ya se está comprometido al interior de determinadas relaciones materiales.

A contracorriente del dualismo moderno, la condición de la emancipación no es de naturaleza moral o cognitiva, ni de naturaleza materialista (en el sentido de satisfacer necesidades definidas de manera abstracta), sino de naturaleza estrictamente política (entendido en el sentido de la constitución de una nueva relación social): se trataría de reapropiarse, a una escala del territorio cercano, las condiciones que permitan la implicación sensible y simbólica de cada uno en la reproducción colectiva. Las formas sociales que se inventarían allí son necesariamente diversas, impredecibles y no programables. No cabe duda de que la producción industrial quedaría obsoleta de facto y, con ella, se caería la energía como problema. Hay que admitir que estamos infinitamente lejos de semejante resultado y que no se puede militar de abstracta y frontalmente contra la producción industrial, sin pasar por sus categorías constitutivas. Por lo tanto, la tarea primordial parece ser la de desplegar las articulaciones de dicha producción y poner de manifiesto sus contradicciones e imposibilidades intrínsecas.

Notas.

[1] Para una crítica de las incoherencias de este escenario, ver (texto original en francés), por ejemplo: https://cpdp.debatpublic.fr/cpdp-ppe/file/1596/analyse_negawatt.pdf

[2] La novedad esencial que aporta Georgescu Rogen es mostrar la íntima articulación de los procesos económicos con las leyes de la termodinámica, pero no ha sido capaz de historizar esta relación en sí misma, y por tanto, sigue dependiendo de una concepción anhistórica de la economía y de una concepción «realista de la energía»

[3] De hecho, la solidaridad no es algo que se decreta, salvo cuando se quiere evangelizar las masas, y lo que observamos hoy es más bien la barbarización de las relaciones sociales y geopolíticas.

[4] Karl Marx, El Capital, Libro primero, Tomo I/Vol. 2. «El proceso de producción del capital». Siglo XXI Editores. p. 612. Itálicas de la citación original

[5] Karl Marx, El Capital, Libro primero, Tomo I/Vol. 1. «El proceso de producción del capital». Siglo XXI Editores. p. 90. Itálicas de la citación original

[6] Robert Kurz, « Mit Moneten und Kanonen », jungle.world, 09/01/2002.

[7] Werner Kutschmann, « Die Kategorie der Arbeit in Physik und Ökonomie », en Leviathan, Sonderheft 11, 1990. Tomado de la traducción al francés en la página: https://grundrissedotblog.wordpress.com/2022/06/01/la-categorie-de-travail-dans-la-physique-et-leconomie/

[8] Ibid.

[9] Es importante distinguir aquí entre trabajo productivo e improductivo, ya que la disminución del trabajo productivo puede ir acompañada de un aumento de las actividades logísticas o de cuidados que no necesariamente crean valor. Ver una buena presentación de esta problemática en Jason E. Smith, Smart Machines and Service Work: Automation in an Age of Stagnation. Reaktion Books, London, 2020. En francés Les capitalistes rêvent-ils de moutons électriques ?, Éditions Grevis, 2021.

[10] Karl Marx, El Capital, Libro primero, Tomo I/Vol. 2. op. cit., p. 451.

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Robert Kurz – La metafísica de la modernidad y la pulsión de muerte del sujeto que ya no tiene límites.

[Nota: El siguiente texto constituye un fragmento del libro La Guerra de ordenamiento mundial: El fin de la soberanía y las transformaciones del imperialismo en la era de la globalización  [Weltordnungskrieg: Das Ende der Souveränität und die Wandlungen des Imperialismus im Zeitalter der Globalisierung]. Trata acerca de la pulsión de muerte y la lógica de autoaniquilación transversal al proceso de modernización y sus sujetos -y, por supuesto, a sus clases sociales-. Lo hemos traducido porque consideramos que es un aporte fundamental a la comprensión crítica e integral de la violencia y la subjetividad en nuestra época de catástrofes].

Traducción: Pablo Jiménez Cea.

Evidentemente, cabe preguntarse cómo es posible que Enzensberger caiga desde un análisis que no deja de ser lúcido hacia una ignorancia tan voluntaria y en una coexistencia pacífica con la no resolución de «situaciones difíciles». Al fin y al cabo, la alternativa a la intervención militar occidental contra los procesos de barbarización, inducidos por la propia relación global del capital, no es el repliegue, sin perspectivas, en la supuesta competencia de resolución en el propio patio trasero, sino precisamente la extensión de la crítica social, que ya sólo puede formularse en el contexto global, a las formas insostenibles del sistema moderno de producción de mercancías y su subjetividad (estructuralmente «masculina»). El paradigma de la lucha de clases, inmanente a la forma, debe ser sustituido por el paradigma de la crítica del contexto de la forma común, y transversal a las clases, de una socialidad negativa moderna basada en la monetarización y la competencia anónima, así como en la relación de disociación sexual.

¿Cuál es entonces el origen de la reticencia, y no sólo de Enzensberger, a adoptar esta crítica de la forma? La razón debe residir en el hecho de que esta crítica más amplia y categórica de la modernidad tendría que abandonar todo el terreno conocido hasta ahora. Toda la crítica social anterior, y no sólo la del movimiento obrero en sentido estricto, en el marco del movimiento de ascenso y expansión del capitalismo, se refería positivamente al sistema de ideas de la Ilustración burguesa del siglo XVIII y, por tanto, a la constitución del sujeto burgués. Este sujeto, siempre pensado como primordialmente masculino, debía actuar de forma emancipadora precisamente a través de su forma, sea cual fuese su disfraz ideológico. No sólo la llamada nueva izquierda heredó del viejo movimiento obrero este tendencioso mundo imaginario, categorialmente en forma de mercancía, sino que también, y especialmente, la intelligentsia alemana de posguerra lo invocó contra la fatalidad de la historia alemana. Ilustración, sujeto, política, democracia: eso eran Marx y los profetas.

Hoy en día es aún más difícil llegar a la conclusión de que la historia alemana y el nacionalsocialismo eran parte integrante de la historia del capitalismo mundial, que en el interior de esa forma ya no hay ninguna alternativa que pueda connotarse positivamente, y que lo que está en el corazón de la miseria mundial actual es la propia forma del sujeto burgués moderno, que se ha tornado absolutamente disfuncional y sin solución posible. Ahora, en los límites de la Ilustración burguesa y de la reproducción de la forma mercancía, la verdadera metafísica de la modernidad se revela en su forma más repugnante. Una vez que el sujeto burgués ilustrado se ha despojado de sus ropajes, se hace evidente que bajo esos ropajes no hay NADA: que el núcleo de este sujeto es un vacío; que es una forma «en sí misma», sin ningún contenido. Lo que Enzensberger quiere hacer exótico es su propio ser social, como sujeto de la Ilustración burguesa (y evidentemente masculino). Cuando cree que describe el exotismo de lo «incomprensible», está retratando la metafísica de la propia modernidad occidental: «Lo que da a la guerra civil actual una cualidad nueva e inquietante es que se lleva a cabo sin ningún compromiso, que literalmente carece de causas» (ibíd., p. 35). Pero precisamente, este horror no es lo ajeno, lo externo; por el contrario, lo que sale a la luz en él es sólo lo más íntimo del sujeto de la mercancía, el dinero y la competencia, la esencia del ciudadano democrático. La nada de la que hablamos es el vacío absoluto del «sujeto automático» (Marx) de la modernidad, que se autovaloriza.

Es que la forma-valor que se expresa en el dinero, y que, como abstracción real metafísica y objetivada, domina la existencia moderna como un dios secularizado y cosificado, y de la cual la metafísica de la ciudadanía democrática no es más que el reverso, no tiene «en sí» ningún contenido sensible o social; existe en este mundo como fuerza negativa, pero no es de este mundo. Detrás de las luchas de intereses, aparentemente tan racionales, y de la aparente voluntad de autoafirmación de los individuos abstractos, se encuentra el vacío metafísico del valor. Personas como Beck y Enzensberger prefieren no tomar nota de esta cabeza de Gorgona del vacío desconectado del mundo en el centro de la modernidad. Pero es precisamente esta monstruosidad metafísica la que emerge por detrás de la máscara del, alegremente individualizado, «gestor de sí mismo» de la posmodernidad.

En un clima mundial de competencia de aniquilación mutua, de amenaza permanente a la existencia social y, al mismo tiempo, de una precaria riqueza monetaria especulativa que puede desvanecerse en cualquier momento, florece una voluntad de aniquilación difusa, que actúa más allá de las «situaciones de riesgo» externas, y que es tan abstracta y tan vacía de contenido como la forma social que constituye la base del proceso de valorización del capital. La forma «valor» y, por tanto, la forma «sujeto» (dinero y estado), es por su esencia metafísica autosuficiente, y sin embargo tiene que «exteriorizarse» en el mundo real; pero sólo para regresar siempre a sí misma. Esta expresión metafísica del movimiento aparentemente banal de valorización (y, bajo el aspecto sensible y social, de hecho, terriblemente banal) constituye el verdadero tema de toda la filosofía de la Ilustración, muy evidente en Kant y especialmente en Hegel, que retrató de forma precisa y afirmativa la forma dialéctica del movimiento de este «proceso de exteriorización» de un vacío metafísico en el mundo real.

En esta autosuficiencia, todavía como movimiento necesario de exteriorización y, en última instancia, de autoreferencialidad de las formas vacías metafísicas del «valor» y del «sujeto», reside un potencial de destrucción del mundo, ya que la contradicción entre el vacío metafísico y la «representación obligatoria» del valor en el mundo sensible sólo puede resolverse en la nada y, por tanto, en la aniquilación. El contenido vacío del valor, del dinero y del Estado tiene que exteriorizarse sin excepción en todas las cosas de este mundo para poder representarse como real: desde el cepillo de dientes hasta la emoción más sutil, desde el objeto utilitario más sencillo hasta la reflexión filosófica o la transformación de paisajes y continentes enteros. La vida y la muerte, todos los seres humanos y toda la naturaleza sólo sirven a esta capacidad de autorrepresentación multiforme del vacío social metafísico del capital y del Estado.

En este movimiento interminable del fin-en-sí-mismo metafísico (las metas de los deseos de los individuos que compiten entre sí están incluidas en este proceso jerárquicamente superior de autorreflexión del «sujeto automático»), las cosas de este mundo y los deseos de los individuos no son reconocidos por su cualidad intrínseca, sino que por el contrario se les quita ésta para convertirlos en meras «gelatinas» (Marx) del vacío metafísico, integrándolos así en la forma del valor siempre igual a sí mismo (desde una perspectiva superficial: «economizarlos», es decir, convertirlos en un simple e indiferente material del movimiento de valorización).

Esto da lugar a un doble potencial destructivo: uno «común», por así decirlo cotidiano, que siempre resulta del proceso de reproducción del capital, y otro final, por así decirlo, cuando el «proceso de externalización» se topa con límites absolutos. La metafísica real del sistema moderno de producción de mercancías destruye parcialmente el mundo, como «efecto colateral» de su «exitosa» exteriorización; y se convierte en una voluntad absoluta de destruir el mundo en cuanto ya no puede representarse a sí misma en las cosas del mundo. Se podría hablar así de una pulsión de muerte de la humanidad moderna constituida de manera capitalista, que también tiene un origen sexualmente especificado. En el centro de la filosofía de la Ilustración está su expresión ideal, el culto a la abstracción vacía de «una forma en cuanto tal» (Kant).

Esta lógica de aniquilación puede manifestarse banalmente en el curso perfectamente normal de los negocios, por ejemplo, en la destrucción de las condiciones naturales de la vida por la externalización de los «costes» de la economía empresarial, en el abastecimiento deficiente de alimentos y ayuda médica en grupos enteros de población por falta de «financiabilidad», en la innecesaria muerte masiva de bebés y niños pequeños en regiones de pobreza global, etc.

No obstante, la misma lógica de la aniquilación puede también manifestarse de manera inmediata como una explosión de violencia y, en ese acto, provocar esa disolución de la conciencia de sí mismo que puede observarse no sólo en los frentes de batalla de las guerras capitalistas, sino también en los grandes estallidos de crisis a lo largo del S. XX. Hoy en día, esta disolución del yo parece convertirse en el principio que preside el mundo. La voluntad de aniquilación final del sujeto metafísicamente constituido se dirige finalmente contra ese sujeto mismo, en la medida en que es de este mundo, es decir, sensiblemente existente. Y no es en absoluto una casualidad que, en esta orgía de autodestrucción, la esencia «masculina» de tal sujeto vuelva a irrumpir en la superficie de forma bastante evidente.

Naturalmente, no es el vacío metafísico real del valor, de la forma social del movimiento del capital, el que actúa inmediatamente «sobre» el sujeto, sino que esta acción de crisis, esta transición hacia la violencia sin límites, se produce a través de la transmisión de formas de socialización y mecanismos psíquicos. Aquí se revela precisamente la tan festejada individualización posmoderna, que en realidad no es más que la forma más exacerbada de la subjetividad abstracta (separada) del ser humano constituida a la manera capitalista, hasta el grado de abandono total, como forma de transición a la pérdida absoluta del yo, en la que se desarrollan los mecanismos psíquicos de la pulsión de muerte hasta su manifestación inmediata, como describe convincentemente el científico social y psicólogo penitenciario Götz Eisenberg: «Los conflictos sociales se reprivatizan y se espesan en un espacio anímico interior, inadecuado para la absorción de tales energías. Es demasiado estrecho. La infelicidad encarcelada no puede detenerse, busca una salida […]. Por detrás de las imágenes de las humillaciones sufridas surgen actualmente imágenes de la propia vida pasada, que vienen de la infancia, pero que sólo se revelan ahora. Actuando como un amplificador, las experiencias de ofensas y rechazos muy antiguos se suman a las humillaciones presentes, dándoles así su peso […]. La energía emocional reunida en su interior se difunde, se recompone en otros lugares, se desplaza y forma nuevas conexiones […]. El mundo interior se transforma en un caleidoscopio de fragmentos que se entrelazan, creando imágenes cada vez más grotescas y aterradoras. Parcelas psicóticas de la personalidad, que todos llevamos dentro como seres sólo «parcialmente socializados» (Mitscherlich), pasan a primer plano, ganando así una especie de hegemonía psíquica. Se va acumulando un odio arcaico hacia los objetos que nos persiguen por dentro y por fuera, la percepción se vuelve borrosa, el mundo se oscurece, hasta que finalmente todo se convierte en un objeto «maligno y persecutorio». La calma y el autodominio ahora sólo funcionan con mucho esfuerzo; son algo impactante. Las fantasías paranoides comienzan a llenar la totalidad del campo visual interno. Ahora sólo queda un último impulso, y la mecánica de la perdición entra en acción» (Eisenberg 2002, p. 24 y ss.).

La abstracción de esta voluntad de aniquilación refleja la doble autocontradicción de la relación del capital: por un lado, apunta a la aniquilación de los «otros», aparentemente con el propósito de autopreservarse a cualquier precio; por otro lado, es también una voluntad de autoaniquilación, que ejecuta el sinsentido de la propia existencia en la economía de mercado. En otras palabras: el límite entre el asesinato y el suicidio se está desdibujando. Mucho más allá del «riesgo» de la competencia, se trata de una furia de aniquilación tan ilimitada que la distinción entre el yo y los demás empieza a desaparecer, lo que de nuevo puede considerarse un mecanismo psíquico: «Para escapar de la propia catástrofe narcisista y ahuyentar los insoportables sentimientos de miedo, impotencia y desamparo, el yo interior se vuelve del revés, escenificándose de forma asesina y suicida. Puede ocurrir que la conservación de la autoestima y la integridad de la personalidad constituyan una motivación más importante del comportamiento humano que la protección de la propia supervivencia. Antes de que las tensiones internas destruyan el yo, el criminal destruye partes del mundo exterior en una especie de defensa preventiva […]. La rabia destructiva del niño pequeño que se siente abandonado, irrespetado y desesperado, y que por tanto le gustaría mucho destrozar todo lo que le rodea, está limitada por su falta de fuerza física; pero esa misma rabia explosiva es otra cosa en el cuerpo de un adulto, que puede tener acceso a armas, automóviles e incluso aviones» (Eisenberg, ibidem, pp. 25 y ss.).

El yo abstracto del sujeto del dinero se disuelve en la competencia de la crisis final, trayendo hacia la luz lo esencial de lo que siempre ha estado latente en su interior, es decir, el vacío de su existencia, que equivale a la autodestrucción. En los colapsos cada vez más frecuentes de las relaciones socioeconómicas provocados por el mercado mundial de la globalización, en el proceso de descomposición de sociedades enteras, resulta imposible que los individuos se definan a sí mismos mientras sigan moviéndose dentro de la forma social dominante (lo que hasta ahora han hecho de forma espontánea). La verborrea democrática sólo puede aumentar y avivar la rabia, porque ella misma no es más que una expresión hipócrita y piadosa de la misma lógica de la aniquilación del ser humano y de la naturaleza.

Los fenómenos de autoperdición y autoaniquilación que Enzensberger describe en la juventud masculina, han devenido actualmente universales en muchos aspectos. Por un lado, no son sólo los autores de los actos inmediatos de aniquilación y autoaniquilación (más frecuentes de año en año) los que representan esta pérdida de sí mismos. Los autores evidentes de actos de violencia son sólo la punta del iceberg, el fenómeno manifiesto de un estado de la sociedad mucho más extendido. A cada asesino suicida le corresponden miles y millones de otros con sentimientos similares, pero que (todavía) no han pasado a los actos, sino que juegan con ellos en su imaginación, o los descargan en los correspondientes productos mediáticos (el mero hecho de que tales productos, los llamados videojuegos de alta violencia y otras numerosas formas de su glorificación mediática de la violencia, puedan fabricarse en términos de lucrativa producción en masa es una clara señal de lo profundamente que afecta este problema a la sociedad).

En segundo lugar, no sólo los vencidos declarados, como los de las banlieues o los de Mogadiscio, se matan unos a otros o cortan conscientemente el hilo que les une a la vida. La guerra civil molecular también tiene lugar, y con especial incidencia, entre los jóvenes aislados en la pseudonormalidad de los que ganan sueldos superiores a la media, los ganadores de la crisis y los fanáticos de la decencia, cuya indigencia mental y pérdida de sí mismos no se diferencia en nada a las de los asesinos juveniles de los suburbios degradados. El culto al asesinato y a la violación, considerados como un deporte, al igual que el culto al suicidio escenificado, también abunda en los barrios chic de Río de Janeiro, Nueva York o Tokio. El ya proverbial Amok y posterior autoejecución en las High-school estadounidenses es un producto de la imaginación de los vástagos de las clases medias acomodadas. Y también los terroristas suicidas palestinos o de Sri Lanka son, por regla general, provenientes de «buenas familias».

Finalmente, cabe esclarecer que no se trata de la irrupción de capas más antiguas de una cultura premoderna que, bajo la apariencia de la modernidad capitalista y la universalidad global, se harían patentes en los «excluidos», por ejemplo, bajo la forma del islamismo que prolifera en el mundo musulmán. Aunque el sistema único, universal, de la metafísica real del capital global tenga una coloración cultural diferente en las distintas regiones del mundo, según las pautas de las tradiciones ancestrales, las concepciones religiosas, los comportamientos sociales y estéticos, etc., esta coloración, esta diferencia cultural, no constituye lo esencial, el núcleo profundo, en relación con el cual la constitución e integración capitalista en el mercado mundial no sería más que una especie de barniz meramente exterior. La situación es precisamente la contraria. Tras siglos de historia de adaptación al capitalismo y tras la imposición de la relación de capital como relación mundial inmediata, es la misma y única forma universal de sujeto, que «encarna» el vacío metafísico del valor idéntico en todas partes, la que constituye el yo interior de los individuos, como una esencia totalmente incolora e incluso sin cualidades, representando ya la diferencia cultural sólo un barniz exterior, casi folclórico.

Por eso también las «bombas vivientes» (Enzensberger, ibidem, p. 36) que deambulan por el mundo del capital globalizado son los productos más auténticos de ese mismo mundo: sujetos idénticos de la misma metafísica real, en la que se ha vuelto manifiesta la pulsión de muerte propia de esta socialización negativa. Los perpetradores de las masacres en las high schools de Estados Unidos y los terroristas suicidas islámicos están más unidos por su forma de sujeción, y por tanto por sus actos, que separados por sus diferentes planos de fondo culturales.

Lo que es evidente en los autores de las masacres también se aplica a los terroristas suicidas, que aparentemente están más influenciados por motivos ideológicos. También entre ellos, como ya había identificado Hannah Arendt en la generación perdida de la época entre las dos guerras mundiales, la predisposición a sacrificar su propia vida no tiene «el menor parecido con lo que solemos entender por idealismo». Los motivos religiosos que, no por casualidad, han sustituido a las ideologías modernas propiamente dichas, son una expresión de esa pérdida universal de sí mismo, que lleva al «deseo apasionado de organizar la propia vida según conceptos desprovistos de todo sentido», para acabar tirándola como un pañuelo usado.

La locura religiosa que se extiende por todo el mundo y que, también en Occidente, ha dado lugar a innumerables sectas (incluidas incluso las «sectas suicidas» declaradas) ya no tiene ningún tipo de coherencia; se compone sincréticamente de todo tipo de elementos religiosos extraviados y se enriquece con los productos de la descomposición de las ideologías del pasado, desde el culto a Hitler hasta la «misa negra». El absurdo culto del mal corresponde a la pulsión de muerte en el centro vacío de la razón ilustrada, que es puesto al descubierto.

Este proceso ya se había iniciado en la época de las guerras mundiales y sólo se interrumpió con el último impulso del desarrollo fordista después de 1945. De hecho, el nazismo puede considerarse una especie de precursor o prototipo de la mezcla venenosa de ideas que hoy circula por todo el mundo en diversas recetas. También los nazis mezclaron su patológica «visión del mundo» a partir de motivos seudoreligiosos inconexos, mitos arcaicos sintéticos, ideologías modernas y productos secundarios del pensamiento de las ciencias naturales asociado al auge del capitalismo. También los nazis se caracterizaron por el culto a la «masculinidad» violenta específicamente moderna y sus respectivos códigos. E incluso para los nazis, no se trataba, o al menos no sólo, de intereses imperiales, sino también de una furia de aniquilación con todos los contornos de un fin en sí mismo, que culminó en una orgía de autoaniquilación y autoinmolación.

Hoy, sin embargo, el mismo contexto motivacional ya no es nacional y específicamente alemán, sino global y universal; el vértigo asesino ya no se organiza como un Reich nacional e imperial, sino en el contexto del «imperialismo global ideal» y en la dispersión molecular por todo el globo terrestre.

El énfasis exacerbado en los actos cultuales externos, tanto en las sectas occidentales como entre los islamistas, remite al mismo vacío de contenido. Si las antiguas religiones siempre tuvieron como telón de fondo la reproducción de las civilizaciones agrarias, nada de eso puede verificarse ya para las ideas zombis de estas nuevas «generaciones perdidas», ahora globales, para las que no puede haber futuro en su constitución capitalista. Por otra parte, el «plano de fondo de los intereses» de las anteriores ideologías modernas de la historia del ascenso del capitalismo ya no puede establecer ninguna coherencia ideal. El propio «interés» deviene salvaje y se descompone, y con él la ideología, que también es despojada de todo contenido coherente.

La codicia del éxito en el mercado de los vástagos de las minorías ganadoras de la globalización y la codicia de la economía de saqueo de las «mercancías occidentales» en las regiones en colapso se transforman inmediatamente en el vacío del desinterés total del joven sujeto masculino del amok y del suicidio. McDonald’s y la Yihad constituyen, de hecho, las dos caras de una misma moneda, incluso mucho más horribles que las descritas por Benjamin Barber en su libro «Coca-Cola y la Guerra Santa» (Barber 1996). La «sed de muerte» no es un motivo específicamente islámico, sino, más bien, el grito universal de desesperación de una humanidad que se autoejecuta en su forma mundial capitalista. Y los autores son, en un 90 o casi 100 por ciento, hombres en competencia violenta, tanto al final como al principio de esta extraordinaria «civilización».

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