Tiempos de derrota, tiempos de barbarie: apuntes para una reflexión crítica a propósito de los 3 años de la Revuelta de Octubre.

por Pablo Jiménez Cea

El pasado aniversario del estallido de la revuelta de octubre dejó expuestos todos los impasses de tal movimiento, confirmando no sólo su derrota, sino también la afirmación concreta de la deriva hacia la barbarie que acompaña al derrumbe de la erupción revolucionaria del año 2019 —potencialidad que, por cierto, se inscribía en la misma dinámica contradictoria del movimiento—. A estas alturas del desarrollo global del proceso de modernización capitalista, la célebre frase de Marx acerca de la historia que se repite dos veces —primero como tragedia y luego como farsa— parece haber alcanzado el estatus de verdad objetiva. Sin embargo, Hegel observaba con sabiduría que raramente se aprende algo de la historia, por lo que ante la expectativa de un nuevo aniversario del estallido de la revuelta los sectores más aparentemente radicalizados llamaban a “repetir lo de octubre”.

¿Qué significa repetir octubre? Significa, por supuesto, volver al estallido revolucionario de millones de personas en las calles. Pero lo de octubre no puede repetirse, al menos no de la misma forma, porque el desarrollo contradictorio de la revuelta y la contrarrevolución hoy triunfante —y que triunfa, precisamente, por merced a la dimensión mítica, conservadora y modernizadora del orden social de la revuelta misma— han culminado en el presente en una restauración del capitalismo en un nivel superior. En efecto, la contrarrevolución en curso que es dirigida con Boric a la cabeza del Estado ha instaurado un proceso de modernización del aparato represivo y económico, ha blindado legalmente el dominio del capital, transferido los costos de la crisis actual a las clases subalternas y puesto todo el aparato de propaganda del Estado y el espectáculo al servicio de una narrativa histórica mistificada de la revuelta. Como consecuencia de este proceso, la dimensión subversiva de la revuelta –la pulsión emancipadora que se manifestó principalmente en las primeras semanas del estallido—, ha quedado oculta e ignorada como objeto de reflexión crítica sistemática, y a ello han contribuido no solo los sectores más activos de la reacción capitalista, sino también la propia izquierda política tanto en su versión hoy en el poder como en sus grupos extraparlamentarios.

Hay muchas razones para esta mistificación social acerca de la revuelta, su significado y su importancia histórica, pero en el campo de los sectores radicales esto se debe, además, a un filtro ideológico que les impide aprehender correctamente el fenómeno a cabalidad. Esto se manifiesta de manera más evidente en su incapacidad para comprender el carácter contradictorio de la revuelta misma, esto es, como un movimiento histórico en el cual se desarrollaban simultáneamente momentos subversivos de ruptura con el orden existente que iban de la mano con reivindicaciones profundamente ligadas a un anhelo de restauración del orden capitalista por la vía de una nueva constitución. Por ello es que el pacto del 15N, la convención constitucional y el ascenso al poder de Boric suelen ser interpretados por algunos de estos sectores en términos de traición hacia el movimiento de masas, cuando en realidad es precisamente debido al carácter contradictorio de la revuelta, y a su dimensión conservadora que terminó por prevalecer, que la ofensiva de restauración del orden capitalista se articuló en torno a esos pilares. En otras palabras: hay que buscar en el despliegue de la revuelta misma las causas fundamentales de su propia derrota, puesto que, si Boric hoy está ocupando el máximo poder político, mientras cientos de personas que participaron en la insurrección se secan en los campos de concentración del Estado, es debido a que la elite política-empresarial chilena encontró en las contradicciones de ese movimiento la posibilidad de restaurar el orden mediante el Acuerdo por la Paz y la Nueva constitución.

A este respecto, es claro que en la praxis social de las masas insurgentes, particularmente en sus formas violentas, se manifestó de manera simultánea la yuxtaposición de dimensiones negativas y conservadoras del orden capitalista, no constituyendo estas necesariamente formas opuestas de manera irreconciliable, sino que incluso ambas podían combinarse en la tendencia hacia la constitución de un nuevo orden político que deja intactas las formas de dominación abstractas e impersonales propias del capitalismo avanzado: esto es precisamente lo que ha pasado, y es allí donde hay que buscar la posibilidad de ruptura con la actual reconfiguración del capitalismo chileno en medio de la crisis mundial del sistema de producción mercantil.

En tal sentido, es sintomático el hecho de que hasta ahora sean pocos los grupos o personas que hayan comprendido profundamente el carácter mundial del proceso, el contexto histórico de la crisis capitalista como terreno de las revueltas masivas que han remecido al capitalismo global desde 2019 hasta la actualidad —siendo la actual revuelta en curso en Irán su manifestación más reciente—[1]. Hasta donde conocemos, salvo con las excepción de la serie de investigaciones emprendidas por Julio Cortés Morales con respecto al carácter de las nuevas derechas y el posfascismo en Chile, así como también del curso actual del proceso post-revuelta[2], las investigaciones y análisis que sitúan el proceso de insurrección en Chile dentro del espectro más amplio de una crisis estructural del capitalismo mundial, comprendiendo también las nuevas formas de reacción y contención de la misma dentro de este plano, parecen brillar por una terrible ausencia que contrasta con la importancia de una comprensión crítica de tal proceso[3].

No obstante, pese a que la reflexión crítica suele caminar atrás del movimiento real, no por ello el avance de la crisis detiene su marcha acelerada. El año 2022 se abrió con la revuelta en Kazajistán, y en Febrero Rusia invadía Ucrania. Desde entonces, se viene desarrollando un proceso de reconfiguración neoimperialista del capitalismo mundial que amenaza con derivar en una guerra nuclear o, al menos, en el uso de armas nucleares tácticas por parte de alguno de los bandos en conflicto (USA, OTAN y países asiáticos aliados v/s China, Rusia y sus satélites). La crisis socioecológica del capitalismo mundial no ha hecho más que agravarse, y pese a las promesas de cuidado ecológico por parte de Boric, la realidad de la crisis y la presión de los mercados internacionales se imponen para promover el desarrollo de proyectos neoextractivistas, al mismo tiempo que acelera la destrucción de la naturaleza en diversas áreas del país –la rápida aprobación del TPP-11 es una manifestación de tal fenómeno—. Por supuesto, todo este proceso ha ido de la mano con el aumento del costo de la vida en la mayoría de los países integrados en el mercado capitalista global, y este proceso no se detendrá –a lo sumo podría estancarse o retroceder en alguna región de manera temporal— porque sus causas profundas se hunden en el agotamiento de la sustancia del capital a nivel global —la combustión corporal de energía humana medida en tiempo en el proceso de producción de mercancías—, y el actual conflicto global que se libra en las periferias del sistema mundial y, ahora, en Ucrania, responde a un intento desesperado de las potencias capitalistas centrales para salvar sus economías a costas de la destrucción de las periferias y la devastación acelerada de la naturaleza.

Por consiguiente, las causas profundas de la erupción revolucionaria de octubre de 2019 no solo permanecen, sino que además se han agravado a escala local y global. Sin embargo, si no se desarrolla una visión crítica del proceso permanece en la incomprensión el hecho de que la revuelta haya sido detonada por el alza de 30 pesos en el pasaje del transporte público y hoy, que todo ha subido de precio de una manera mucho más drástica, las masas hayan pasado hacia una pasividad que se mezcla con tintes de neofascismo, aporofobia, violencia exacerbada y psicosis colectiva. Y es que en la historia real las cosas son mucho más complejas de lo que creen los marxistas tradicionales –incluidas sus variantes más pretendidamente radicales—, el encarecimiento de los costos de vida, el calentamiento global y la amenaza de una guerra mundial no necesariamente serán los elementos detonantes de un “comunismo de desastres”[4] –aunque no niego el surgimiento de comunidades y proyectos de transformación radical en el marco de este proceso de crisis—, sino que podrían ser, y están siendo, elementos que estructuran nuevas formas de perpetuación y reforzamiento del capitalismo en medio de su crisis fundamental.

En Chile, de hecho, se resumen perfectamente todas las contradicciones de tal proceso. Hace algunos días vi un reel en Instagram que mostraba la evolución de “Plaza Dignidad” desde octubre de 2019 en adelante, una evolución que va desde el vulgar decorado urbano de una urbe capitalista hasta un área casi desértica. Curiosamente, solamente los sectores más reaccionarios –y el público en general— han tomado acta de este suceso, señalando una supuesta naturaleza meramente destructiva de la revuelta.  Sin embargo, aunque la reacción ponga lo verdadero al servicio de lo falso –como señaló alguna vez Adorno—, no deja de ser sintomático el hecho de que, salvo excepciones, la revuelta fue incapaz de pasar hacia un momento afirmativo de construcción activa de nuevas relaciones sociales. El desierto en que se ha convertido el epicentro de la liturgia post-revuelta simboliza la ausencia de una propuesta concreta más allá de la necesaria destrucción del orden existente —el denominado “jardín de la resistencia es, sin embargo, una excepción que simboliza justamente la posibilidad latente de emancipación en el movimiento de subversión difusa que estalló en 2019—. De alguna manera, hasta la persona más carente de reflexión acerca del proceso puede dar cuenta de esa ausencia, puesto que hoy es común escuchar que después de 3 años de la revuelta estamos peor que antes de octubre de 2019. Empero, es porque la dimensión negativa de la revuelta fue incapaz de trascender a un momento afirmativo autónomo, esto es, a la extensión de la gratuidad en actos y un nuevo uso del tiempo, que quedó confinada en una posición reactiva que iba a los ritmos y tiempos fijados por la agenda institucional, es decir, por el programa político de las clases dominantes y, a fortiori, del movimiento de reproducción ampliada del capital al interior de las fronteras chilenas.

La revuelta fue incapaz, y esto es lo que requiere una explicación profunda, de conservar la ruptura con el tiempo abstracto y cosificado de las mercancías que logró durante las primeras semanas de su despliegue –el estallido mismo de la revuelta es el momento paradigmático de esta ruptura en masa con el tiempo del capital[5]—, más bien fue derivando desde una violencia genuinamente revolucionaria que suspendía la socialización mercantil —y esto requiere, entonces, una reconceptualización crítica del concepto mismo de violencia revolucionaria—, hacia una dinámica cada vez más en línea con los tiempos de la producción y el trabajo. Es decir, terminó por prevalecer su dimensión su mítica, restauradora del orden dominante:  esa fue su derrota. Por tal razón, el actual gobierno de Boric es la mejor expresión de la debilidad interna de la revuelta, puesto que ayer era escupido en la calle, y hoy es el presidente de la nación y la cabeza dirigente del entierro práctico e histórico de la revuelta, aunque a diferencia de sus incautos e ilusos votantes “antifascistas” él no va a olvidar la humillación sufrida, ni escatimará esfuerzos –esto ya lo ha demostrado en la práctica— para evitar que alguna vez se vuelva a repetir una insurrección similar.

Con respecto a esto último, hoy la restauración capitalista en curso se funda en la absorción del contenido negativo de la revuelta, de la conversión del impulso anticapitalista espontáneo e inconsciente de las masas en impulso procapitalista. La forma de equivalente general que adquiere, por tanto, dicha conversión del impulso emancipador en impulso funcional al orden capitalista se articula en torno a la nación como delirio social compartido –expresión de la forma valor en la conciencia— que agrupa en su atomización a los sujetos mercantiles y que aparece como expresión del interés universal. De ahí, entre otros factores, la victoria aplastante de Rechazo sobre la opción Apruebo el pasado 4 de septiembre, en la medida en que las masas optaron por mantener la estructura institucional de la producción capitalista heredada de la dictadura –y modernizada por sus gobiernos de continuidad democrática—, ante la posibilidad sentida de un derrumbe económico y social de la nación producto de la aprobación de una nueva constitución.

En cuanto a esto, la derrota de la opción Apruebo en las elecciones no pudo ser sino una fuente de la abundancia para la proliferación de interpretaciones deformadas de la realidad escritas y voceadas a los cuatros vientos por intelectuales académicos, periodistas de la industria de la cultura, militantes de partidos, entre otros diversos portavoces del Partido Orden. Paradójicamente, en esta aprehensión deformada de la realidad histórica, tanto la izquierda como derecha política encuentran en el otro reflejada su verdad esencial: la izquierda progresista, sacando a la luz toda su naturaleza autoritaria y su afinidad con las formas específicamente capitalistas de pensamiento, ve en la victoria del Rechazo el aumento del “fascismo” en las masas empobrecidas y precarizadas que constituyen la población sobrante del capitalismo avanzado tardío. Así, según esta lógica irracional, si estas personas votaron en masa por el Rechazo fue precisamente por merced de su pobreza, ignorancia, estupidez, carencia de pensamiento crítico ante las fake news, egoísmo e, incluso, por una falta de empatía que se debería a su ciego individualismo neoliberal.  Por supuesto, esto no constituye más que una proyección de todas miserias que articulan la cohesión interna del mundo de la izquierda, que ve reflejada en las masas sus propias características fundamentales. Por otro lado, y de manera idéntica, desde el campo político de la derecha realmente existente —no esa que es falsamente proyectada en las masas—, se ha comprendido el triunfo del Rechazo como una expresión de la adhesión de la “mayoría silenciosa” con los postulados ideológicos de este sector de la elite. De este modo, las dos corrientes más grandes de la dominación política y económica actual coinciden en lo esencial, pese a la falsa apariencia de oposición espectacular entre ambas.

Ahora bien, tal hecho define de manera negativa la esfera de la reproducción social y económica como el lugar a partir del cual hoy se estructura el entramado de represión y reestructuración capitalista post-revuelta, así como el terreno desde el cual se puede producir una subversión radical del proceso en su conjunto. Comprender tal proceso desde la perspectiva de un concepto acrítico de lucha de clases[6], en nada aportará a la resolución práctica del problema puesto que la descomposición empírica del capital global y su reconfiguración en curso está disolviendo con rapidez las antiguas formas de comprensión ya arcaicas del movimiento real de la totalidad social. En efecto, la composición social del capitalismo de crisis en el Chile actual implica un cambio en las condiciones históricas que requiere ser comprendido crítica y radicalmente, puesto que quienes evaden esa tarea terminarán peleando con fantasmas, agitando ilusiones y sirviendo, en la práctica, al fortalecimiento de dominación capitalista.

En tal sentido, la primera tarea que se impone a las fuerzas emancipadoras que anidan en el seno de este proceso, es comprender profundamente el contenido negativo, superador y tendiente hacia la emancipación, realmente existente en la revuelta, aprehendiendo su forma de manifestación concreta como una tensión contradictoria en actos entre el agravamiento de la barbarie y la posibilidad de hacer emerger desde la praxis social misma de las masas una otra forma de vida y reproducción de la sociedad. Quienes no funden su praxis en el hecho de que la revuelta fue derrotada porque en su propio movimiento contradictorio estaba planteado el suelo nutricio para su derrota por la contrarrevolución hoy triunfante, no harán otra cosa que servir a la represión del impulso emancipador surgido en octubre de 2019, incluso si con ello creen que están sirviendo a la expansión de la insurrección social.

La revuelta ha sido derrotada, es cierto, pero su gran victoria fue su existencia misma en actos, y las formas de subversión radical que surgieron en su despliegue contradictorio podrían ser en el futuro el arma más poderosa al servicio de la emancipación social. De acuerdo con esta determinación, mientras el anticapitalismo se articule en torno a consignas reactivas como “No al TPP-11”, etc., esto es, mientras sea incapaz de proponer una alternativa de superación concreta del modo de producción capitalista, permanecerá en el terreno del enemigo. En cuanto a Boric, que hoy agita los reclamos desilusionados de nuestros antifascistas nacionales, a él no habría que reprocharle ser un traidor de la revuelta, porque siempre asumió consciente y explícitamente el papel de ser su sepulturero. Por el contrario, a la renovación socialdemócrata que su persona representa a cabalidad habría que reprocharle lo siguiente: ustedes traicionaron a la humanidad.

[1] A este respecto, hemos escrito anteriormente La revuelta social en Chile y la crisis de valorización del capitalismo mundial en Actuel Marx N°29 (2021). Puede accederse al texto gratuitamente en el siguiente enlace:

Actuel Marx N°29

[2] Con respecto a su análisis acerca del movimiento de la revuelta a 3 años del 18 de octubre, véase: “La dialéctica en suspenso. Revolución y contrarrevolución en Chile, a tres años del «Estallido Social»”. Pueden leerse libremente en este enlace:

 

Parte 1: https://www.radiovillafrancia.cl/la-dialectica-en-suspenso-revolucion-y-contrarevolucion-parte-1/

 

Parte 2: https://www.radiovillafrancia.cl/la-dialectica-en-suspenso-revolucion-y-contrarevolucion-parte-2/

 

Acerca de su análisis sobre la nueva derecha y el posfascismo en Chile, véase ¿Patria o Caos? El archipiélago del posfascismo y la nueva derecha en Chile” (Editorial Tempestades, 2021)

[3]  En la primera parte de su texto “La dialéctica en suspenso…” Julio Cortés realiza una aguda revisión acerca de la revuelta en la literatura, destacando una serie de textos que abordan –desde la ultraizquierda a la ultraderecha del espectro político— el proceso de insurrección social en Chile.

[4] Véase: https://frenodeemergencia.org/2022/10/27/comunismo-de-desastre-out-of-the-woods/

[5] Para una profundización de este argumento, véase Revuelta en la región chilena: un balance histórico-crítico. Enlace al texto: https://necplusultra.noblogs.org/post/2022/04/19/revuelta-en-la-region-chilena-un-balance-historico-critico/ .

[6] Acerca de un concepto crítico de lucha de clases, véase Tiempo, trabajo y dominación social: una reinterpretación de la teoría crítica de Marx de Moishe Postone (Marcial Pons: 2006). No se trata de que la lucha de clases no exista, más bien el problema reside en que está estructurada por, e integrada en, por la reproducción social capitalista. Romper con tal entramado de dominación, implica una crítica práctica de sus estructuras fundamentales y, por tanto, de las formas fetichistas de praxis social que permiten su perpetuación histórica.

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[Sandrine Aumercier] No hay ninguna solución a la crisis energética

[Articulo original en francés publicado en http://www.palim-psao.fr/2022/06/il-n-y-a-aucune-solution-a-la-crise-energetique-par-sandrine-aumercier.html  ]

Traducido por Alejandro Balentine

 

Empiezo por el final y desde ya introduzco la conclusión diciendo que no hay ninguna solución a la crisis energética, ni siquiera una «diminuta solución». Si surgiera una sociedad poscapitalista emancipada, esta dejaría de preocuparse por el problema energético; no se dispondría a resolverlo siendo «más racional» y «más eficiente» con la energía. Una sociedad que pone la escasez en su principio —como hace el modo de producción capitalista— se obliga a sí misma a tener que racionar cada vez más su consumo de energía, porque se acerca a un límite absoluto. Se condena a sí misma a hundirse en una gestión totalitaria de los recursos, en guerras de seguridad, en crisis socioeconómicas de impacto creciente… Pero este es un límite que forma parte de los principios fundadores de esta sociedad y no de la naturaleza.

La categoría «energía» es tan abstracta como la categoría «trabajo», y una vez que se instala en los cimientos de las actividades humanas, no puede sino avanzar hacia un precipicio, por el efecto mismo de su propia lógica. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de la importancia de ello, porque el discurso insistente sobre los «límites planetarios» se impone en su falsa evidencia, como si se tratara de un problema geofísico. No obstante, el verdadero problema son las premisas del capitalismo, de las que ni siquiera los llamados países del socialismo real se habían desligado. Si alineamos uno al lado del otro los diversos escenarios de «transición energética» que compiten por el premio, salta a la vista que el discurso subyacente combina dos tendencias contradictorias, al presuponer que (1) lo imposible es posible, y al mismo tiempo que (2) si por casualidad —a pesar de todo— lo imposible es imposible, entonces debe ser por un hecho de naturaleza (de naturaleza humana, de naturaleza geofísica o de entropía universal). De este modo, no es necesario examinar las especificidades del modo de producción capitalista.

En primer lugar, en este debate, cada quien nos explica que, dado que el plan del otro es imposible, el suyo debe ser necesariamente mejor. Este razonamiento es falaz: el que estés equivocado no significa que yo tenga razón. Así, Jean-Marc Jancovici nos explica muy bien por qué no es viable ni económica ni ecológicamente cubrir el planeta con paneles solares o aerogeneradores; me parece que en esto podemos seguirle. Pero los antinucleares, por su parte, nos recuerdan muy bien todos los problemas económicos y ecológicos relacionados con la extracción de uranio, la construcción de centrales nucleares, su mantenimiento, su seguridad, la gestión de sus residuos, etc. En realidad, en esto todo el mundo sólo trata de proponer el escenario que salvaría la civilización que algunos llaman «termo-industrial». Teniendo en cuenta el desastre mundial, sería sin duda un héroe. Pero nada puede cambiar el hecho de que el petróleo es cada vez más difícil de obtener y, por tanto, cada vez más caro de extraer. Resulta sorprendente que la crisis energética que se le atribuye de repente a la guerra de Ucrania ya estaba causando estragos desde mucho antes, siempre atribuyéndola a razones diversas: reactivación post-pandémica, indexación del precio de la electricidad al del gas, etc. La histerización de la crisis climática y ahora la demonización de Rusia encubren convenientemente la crisis energética que comenzó en la década de 1970. Se actúa como si esta crisis se debiera a razones geopolíticas y como si debiéramos cambiar nuestros hábitos para «salvar el clima», porque cada vez es más evidente que—aunque nadie lo diga con franqueza—ningún escenario de transición se sostiene, y eso es, de ningún modo porque seamos «demasiado lentos» para poner en marcha la tan celebrada «transición». Todas estas explicaciones externas evitan abordar el problema de la crisis estructural de la energía.

En segundo lugar, al ser fundamentalmente incapaces de salvar esta civilización, todos esos escenarios han acabado por incorporar lo que yo llamaría «cláusula de decrecimiento», y por explicarnos ahora que, por supuesto, la solución no vendrá sin ahorro de energía. Este aspecto es relativamente nuevo, por lo menos en los discursos oficiales. Fue formulado por primera vez en los años 1970 con el famoso informe del Club de Roma, en conjunto con los trabajos de Georgescu-Rogen y un cierto éxito de la «hipótesis Gaia», que se articula bien con las tendencias New Age, y también integrando el pensamiento cibernético. Pero aquellos trabajos habían quedado relativamente relegados a los círculos de especialistas hasta hace poco. Fue realmente necesario que la situación se agrave para que la necesidad del «decrecimiento» (aunque siga siendo selectiva) se haya convertido, en tan poco tiempo —digamos en unos quince años, coincidiendo con el pico del petróleo convencional—, en tal lugar común. Así, de repente, la ralea ecologista, decrecentista, ecosocialista, etc., está de acuerdo con los tecnócratas de todos los bandos en su intento por hacer pasar lo infinito hacia lo finito. Esta también es la piedra angular de un escenario como el de Negawat.  Se admite que con el nivel de consumo actual es imposible seguir igual, pero si mejoramos la eficiencia energética, si economizamos, si miniaturizamos, si reciclamos, si innovamos, etc., entonces, nos dicen, todo será posible. Esta posibilidad no solo se aferra a especulaciones descabelladas[1], sino que, sobre todo, sigue estando totalmente determinada por una concepción neoclásica de la producción en términos de stocks finitos sujetos a la asignación de recursos, y no en términos de procesos de producción[2], que son ellos mismos no solo procesos entrópicos indisociables del proceso global de producción capitalista.

En tercer lugar, la teoría que ahora se denomina colapsología (a partir del primer libro de Pablo Servigne y Raphael Stevens en 2015) nos explica, por su lado, que estamos jodidos. Pero de manera extraña, el reformismo más descarado y el cinismo de «ya se jodió todo» hacen buena pareja. Este enfoque se basa en una antropología rudimentaria iniciada por Jared Diamond, que los colapsistas liberales y los colapsistas sociohumanistas están dispuestos a compartir, basada en el estudio de grandes imperios premodernos que han desaparecido. Parece innegable que estos últimos no pueden constituir, para nosotros, un modelo de emancipación. Pero es no menos claro que ninguno de ellos puso en el seno de su funcionamiento un principio de multiplicación abstracta, que transformaría gradualmente la totalidad del mundo material en desecho, como una criatura que se devora a sí misma (la imagen es de Anselm Jappe). El éxito de los colapsólogos demuestra, sin duda, que han tocado un nervio: en efecto, dicen sin rodeos que esta civilización no va salirse del apuro improvisando acomodamientos. Lo único que nos queda, según ellos, es colapsar en «solidaridad», en definitiva, con alegría y buen humor[3]. Sin embargo, esos autores no salen del paradigma geofísico que denuncian, al pasar por alto, precisamente, el carácter abstracto de los procesos de combustión termo-industrial desencadenados por el modo de producción capitalista.

El cuarto razonamiento falaz y tautológico, y que representa la versión pesimista del paradigma del colapso, es el que explica que las cosas son como son porque así debían serlo, en razón de una naturaleza humana insaciable. Este planteamiento es refutado por el más mínimo examen histórico y antropológico; pero, sobre todo, la idea de naturaleza humana es, en teoría, en sí misma indefendible. No se puede explicar a través de la «naturaleza humana» por qué alguien es caníbal, por qué alguien es budista, o por qué alguien más es corredor de bolsa en Wall Street. Cada humano de cada época se asemeja a las relaciones sociales particulares que una sociedad se dio a sí misma durante un proceso histórico ciego. Esas relaciones sociales enmarcan las determinaciones subjetivas inconscientes del individuo, es decir, el abanico limitado de posturas que este puede adoptar y las identificaciones que le son permitidas. Si no hay una revolución lista para ser implementada es porque la crisis del capitalismo es planetaria y sistémica; por ende, no tiene un afuera y, por tanto, parece inapelable. Pero, como dice Marshall Sahlings en su libro La ilusión occidental de la naturaleza humana, no se debe a la naturaleza humana; es, a lo sumo, el resultado de una historia contingente que ha fabricado sus propias condiciones de posibilidad y de imposibilidad, condiciones que son en sí mismas evolutivas y no permiten predecir el futuro.

Todos estos razonamientos tienen en común que suponen una realidad indiscutible tras la idea de una determinada cantidad finita, de una determinada reserva de materia y de energía. Con sus gráficos y sus estadísticas, parecen hablarnos del mundo material. Pero esa realidad material se desprende de la abstracción planteada al principio, y no al revés. Dicho de otra manera: una vez que se empieza a mirar el mundo con lentes energéticos, entonces sí, estamos irremediablemente jodidos. Sólo que el problema no reside en los recursos energéticos, sino en esos lentes. ¿Qué es lo que obliga a mirar el mundo a través de dichos lentes, y qué es lo que obliga a considerar la naturaleza como una inmensa reserva de materiales que hay que transformar, una reserva limitada que se agota ineluctablemente, y que debería economizarse, o bien, apostar en ella disrupciones tecnológicas fantásticas que siempre están por venir, o incluso lanzar una carrera contra el tiempo?

Esta pregunta es la más difícil de todas, porque nos obliga a revisar nuestras categorías por completo. Ya no se trata de improvisar soluciones, ni siquiera la «solidaridad» o la «satisfacción de las necesidades básicas» (exigencias que también han sido planteadas de manera tan abstracta como los procesos sociales de los que se derivan), sino de comprender cómo se ha podido llegar a considerar al mundo vivo en su conjunto como un depósito inagotable de energía.  Se creyó en la famosa generosidad del sol, que alimentaba la euforia del progreso (y su triste gemelo: el pesimismo cultural), pero al mismo tiempo se izó a la escasez como principio de todas las actividades humanas. Este principio sólo puede conducir al mundo vivo, en su totalidad, hacia el agotamiento inexorable. En matemáticas, es posible hacer converger una serie infinita con una serie finita. Traspuesto al mundo real, esto no significa más que una prolongación (relativa) de la agonía. Se cree que, si se prolonga el proceso de descomposición, es porque el fin no llegará. Pues bien, si, a partir de las mismas premisas, el fin llega de todos modos, pues que ocurra dentro de 50 o de 500 años. La única diferencia sería que, en el segundo escenario, personalmente saldría librada, mientras que en el primero, podría verme directamente afectada. Pero la duración de una vida individual no es el criterio adecuado; en los términos de los tiempos geológicos y de la duración de la aventura humana, lo anterior sigue siendo un fin fulgurante. Sumado a esto, dicha prolongación es improbable. Dado que el capitalismo se caracteriza por una crisis fundamental que no hace más que agravarse, no tiene ni siquiera los medios para ofrecerse un respiro. Lo real de su propio mito lo tiene con la soga al cuello. Por lo tanto, el verdadero imposible se encuentra ahí, pero eso, nadie lo dice en los escenarios presentados.

Las anteriores observaciones parten de análisis empíricos. Queda por explicar la articulación de la abstracción «energía» con la abstracción «trabajo» y por qué, según las palabras de Marx, «la producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador»[4]. Marx muestra que el valor incorporado a una mercancía se deriva del tiempo medio de trabajo socialmente necesario para su producción. Este trabajo es definido por él como «trabajo abstracto». Pero, «el valor, en consecuencia, no lleva escrito en la frente lo que es»[5]; no lo proporciona la cualidad de la cosa producida, su necesidad, o el placer en el trabajo, sino la subsunción de este trabajo bajo el promedio social de tiempo necesario para su producción. Tampoco lo proporciona el precio de la mercancía, que sólo refleja parcialmente el trabajo que contiene, dado que en la determinación del precio entran otros factores de producción y limitaciones de mercado. En fin, el valor tampoco lo da la utilidad que yo obtenga de una mercancía (su valor de uso). Se trata, por tanto, de una magnitud social que no es directamente calculable, pero que constituye el centro de gravedad de todas las actividades económicas bajo la presión de la rentabilidad competitiva. Para seguir siendo competitivos, los capitalistas se ven obligados a apropiarse de un excedente de trabajo no pagado, con el fin de reinvertir en el proceso de producción. Este excedente es llamado por Marx plustrabajo y permite obtener plusvalor.

Robert Kurz da una definición del trabajo abstracto que le habla a la experiencia cotidiana: «hoy en día, la mayoría de la gente parece paralizada por esta expresión cuyo sentido es, sin embargo, simple. El “trabajo abstracto” se refiere a cualquier actividad efectuada por dinero, en la que la ganancia de dinero es el factor decisivo y en la que, por consiguiente, la naturaleza de las tareas que se realizan resulta relativamente indiferente»[6]. Todos los agentes individuales del sistema capitalista deben contribuir en este sentido al proceso social combinado de acumulación de capital: si no lo hacen, no pueden sobrevivir individualmente y son expulsados inmediatamente por un agente más competente. Es el caso del capitalista, pero también el del trabajador, cuya fuerza de trabajo es puesta en competencia de manera permanente con todas las demás. Este modo de producción funciona como un látigo que nunca da tregua a nadie —un sacrificio sin sentido por una causa impersonal y abstracta—. Esta es la novedad del trabajo bajo el capitalismo con respecto a todas las actividades que los humanos realizaban en el pasado. Todo el mundo cree que va a trabajar y comprar mercancías con el dinero ganado «para satisfacer sus necesidades». En realidad, las mercancías se producen para mantener este proceso en marcha, sin otra finalidad que sí mismo. Lo mismo ocurre con las mercancías inmateriales e intelectuales, que se perciben tan fácilmente como mejores que las demás mercancías ordinarias porque se imagina que en ellas entra más libertad, en sintonía con la promoción moderna de la conciencia de sí mismo y del pensamiento como sede de la subjetividad.

La teoría neoclásica descarta la teoría del valor-trabajo formulada por los precursores de la economía política hasta Marx, para considerar el trabajo como una de las dos variables principales que entran, para cada unidad de producción, en su estimación de la «tasa marginal de sustitución técnica». Este enfoque supone una combinación óptima de factores de producción, que se determina en cada caso, y que, desde el punto de vista de la función de producción individual, considera sustituibles el «trabajo vivo» y el «trabajo muerto». El papel específico del trabajo en la producción de valor se escamotea. No se ignora del todo, pues no se le dedicaría tanto tiempo a lamentar la tasa de desempleo, pero se incluye en la categoría de la creación de poder adquisitivo. Sin embargo, sin prestar atención a los análisis marxianos sobre la creación de valor, que se deriva exclusivamente del plustrabajo realizado en los sectores productivos, el análisis económico estándar ha desarrollado una denominada teoría subjetiva del valor que hace que dependa de la venta de la producción en el mercado, lo que Marx llama realización del valor creado en el proceso de producción. El modelo marxiano insiste, pues, en una magnitud social que organiza el conjunto de la producción capitalista a espaldas de los individuos. El modelo económico estándar, en cambio, se centra en el modelo de equilibrio de la oferta y la demanda y en los mecanismos de formación de precios.

¿Qué tiene que ver la energía con esto? El concepto de energía, que nació durante la primera revolución industrial, teoriza la conservación de una determinada cantidad durante la transformación de estado de un sistema cerrado (la primera ley de la termodinámica) y la degradación de la calidad de la energía o su aprovechamiento en sistemas reales abiertos o cerrados (la segunda ley). Su descubrimiento marcó el inicio de la investigación encaminada a mejorar la eficiencia de la máquina de vapor.

El paradigma energetista supone la afirmación monista «de todo un espectro de formas de energía diferentes, todas ellas convertibles entre sí»[7], pero cuyo sustrato, que es una magnitud abstracta, no cambia. «El trabajo físico de la máquina entra en la conciencia teórica y se codifica como un valor pertinente en el momento en que esa máquina es tecnológicamente capaz de sustituir la fuerza de trabajo humana»[8]. Esta coincidencia histórica entre la promoción del trabajo económico y la promoción del trabajo en física no es casual. El universo entero comienza a ser visto como una máquina que trabaja y en la cual todos los procesos de trabajo, tanto humanos como no humanos, deben ser optimizados. Esta visión del mundo surge de la realidad de las relaciones de producción, que, como se ha dicho, implica necesariamente la creciente sustitución del trabajo humano por el trabajo de las máquinas, para que el poseedor de los medios de producción pueda seguir siendo competitivo. Nos encontramos, por lo tanto, ante una contradicción irresoluble: para mantenerse en el mercado, el capitalista individual está obligado a ir siempre un paso por delante de sus competidores en términos de innovación técnica, hasta que la nueva tecnología se generalice. Esto empuja de manera global al capitalismo a sustituir cada vez más los sectores clave del trabajo productivo por el trabajo de las máquinas[9]. Pero al mismo tiempo, esta lógica conduce al agotamiento de la creación de valor, sin el cual el conjunto de la sociedad es cada vez menos capaz de reproducirse y produce cada vez más excluidos.

La sustitución del trabajo humano por el de las máquinas y el pánico tecnológico que le sigue tienen su origen en esta contradicción. No es una fatalidad antrópica, es una característica del capital: «la maquinaria es un medio para la producción de plusvalor»[10]. La «contradicción en proceso» lleva al capitalismo al borde del precipicio, desencadenando su expansión planetaria, la destrucción de todas las sociedades precapitalistas, la extracción desenfrenada de recursos y un ritmo de producción demencial. Más allá de las limitaciones en el abastecimiento de recursos que a veces ocupan los titulares, este proceso en sí mismo tiene un coste energético; transforma toda vida y toda cosa en residuos, es decir, en términos termodinámicos, en alta entropía (una energía cada vez menos utilizable). La termodinámica, surgida al interior del capitalismo, teoriza tanto la sustituibilidad abstracta en la que se basa este modo de producción como la imposibilidad del movimiento perpetuo, es decir, el límite infranqueable contra el cual el sistema se estrella. El gasto de energía abstracta constituye el momento unitario de la sustitución técnica que actúa en la contradicción dinámica del capital. La crisis energética es la consecuencia directa e inevitable de esta lógica. Al reposicionarse en la relación social que las organiza, ya no es posible aislar la abstracción «energía» de la abstracción «trabajo» y hay que admitir que ambas son creaciones de la modernidad.

Por lo tanto, no es posible resolver la crisis energética, ni dentro ni fuera del capitalismo, remitiéndose a las categorías de limitación moral y de ahorro de recursos. Actualmente, todo confluye alrededor de la idea del racionamiento energético por parte de los consumidores (smart cities, tarjeta de carbono, crédito social, etc.). Esta evolución —que ni siquiera resolverá la crisis energética, sino que, en el mejor de los casos, podría prolongar la agonía del sistema— no es de ninguna manera una solución, sino un hundimiento colectivo en el mismo callejón sin salida.

Las categorías de eficiencia, racionalización, sobriedad, optimización, etc. se derivan todas, de la abstracción «energía» y son indisociables de otra abstracción vinculada a las dos anteriores: la de la forma-sujeto moderna. El marxismo tradicional, el socialismo, el ecologismo, el ecosocialismo, mantienen la idea de un sujeto que, liberado de la lógica de acumulación, podría, sobre bases idénticas, apropiarse de las tecnologías desarrolladas bajo el capitalismo y hacer de ellas un «buen uso». Este sujeto podría, mediante una planificación «comunista», decidir «libremente» los umbrales, las cantidades adecuadas, las verdaderas necesidades, la justa distribución, etc.  No obstante, esta cosa nunca ha existido y nunca existirá. Si algunas sociedades —y no todas— han hecho un uso razonable de sus recursos, es por dos razones: por un lado, es porque las movían otros fines (simbólicos y religiosos), distintos a los de la «necesidad» inmediata y de la acumulación de bienes, y, por otra parte, porque producían sin intermediarios y a pequeña escala lo necesario para su subsistencia; por tanto, tenían una experiencia directa de las consecuencias de sus actividades: eran las primeras afectadas. Estas dos condiciones enmarcan la posibilidad de un uso sobrio y responsable de los recursos.

En el contexto actual, la posibilidad de que se den tales condiciones parece estar cerrada. Muchos las consideran como un insoportable retorno al pasado, a pesar de que, necesariamente, se desplegarían en un contexto práctico y simbólico totalmente modificado. Pero este obstáculo fetichista no debe, en ningún caso, justificar que se haga creer que sería posible salir del capitalismo e inventar un mundo emancipado manteniendo el mismo modo de producción, solo que puesto «en buenas manos»: infraestructuras globalizadas, división internacional del trabajo, intercambios monetarios, planificación estatal o supraestatal, tecnologías y necesidades materiales modernas (es decir, determinadas por el estado de la producción capitalista que tenemos ante nosotros)…

Entre las innumerables propuestas que opacan sus propios presupuestos, cito la del ecosocialista Daniel Tanuro en su libro ¡Demasiado tarde para ser pesimistas! (2020): se trata de realizar «la perspectiva socialista de una sociedad libre de dinero, de propiedad privada de los medios de producción, de competencia, de estados, de sus ejércitos, de sus policías y de sus fronteras. Una sociedad en la que el trabajo abstracto, desmontado y sin cualidades, desaparece en favor de la actividad concreta que, crea valores de uso, es portadora sentido, genera reconocimiento social y realización personal. Una sociedad que suprime la distinción entre trabajo manual e intelectual. Una sociedad organizada en comunidades autogestionadas, coordinadas de forma flexible y democrática por delegados voluntarios y revocables. Una sociedad que tiene el control del tiempo, donde el pensamiento y las relaciones sociales —la cooperación, el juego, el amor, el cuidado— son la verdadera riqueza humana». ¿Cómo se puede lograr tan formidable proyecto? En primer lugar, nos dice el autor, a través de la «conquista del poder político» por parte de los explotados y oprimidos. (Pensábamos que esta carta ya se había jugado históricamente y se había desacreditado para siempre, pero Tanuro se conforma con ponernos sobre aviso de la burocracia soviética y el acaparamiento del poder por una franja de «privilegiados»). ¿Y para qué debería servir esta conquista? «Al tiempo que se reduce la transformación y el transporte de materias primas, el plan debe saturar la demanda de bienes y servicios que respondan las necesidades básicas, lo que implica necesariamente la repartición de las riquezas y una profunda reorientación del aparato productivo. (…) La movilización, la concientización, la responsabilización, la auto-actividad y el derecho a controlar todo a nivel global, regional, nacional y local son una condición para el éxito (…) Por un lado, no hay verdadera democracia sin descentralización y sin lucha contra los fenómenos burocráticos. Por otro lado, la planificación debe ser global… Las tecnologías de energías renovables pueden ayudar a superar esta contradicción: se adaptan especialmente bien a la descentralización —que es incluso indispensable para su implementación eficaz—, y por tanto a la gestión comunitaria».

Esta propuesta define así la emancipación sobre la base de las «decisiones correctas» efectuadas por las «personas correctas»; no hace más que retomar la ilusión subjetivista moderna (hecha pedazos por el psicoanálisis). Aunque Tanuro analiza la responsabilidad del capitalismo en la situación actual y fustiga al capitalismo verde, su propuesta contempla mantener las infraestructuras heredadas del capitalismo pero que sean «reorientadas», sin interrogarse detalladamente sobre la realidad concreta de la producción capitalista —atribuyéndole toda la culpa a «la acumulación capitalista»—, que sin embargo está constituida a mismo tiempo por un lado abstracto y un lado concreto que son inseparables el uno del otro. Cuando las categorías del capital (mercancía, dinero, trabajo, Estado, valor) son criticadas por Tanuro, es como si pudieran retomadas de otra manera en un enésimo «escenario de transición». Cuando afirma que «no hay energía nuclear ni OGM ecosocialistas», no queda nada claro cómo los aerogeneradores y la pasta de dientes serán más ecosocialistas. Por eso su propuesta enfrenta la disyuntiva entre planificación mundial y «democracia» local, ignorando que las energías renovables —presentadas en todas partes como la nueva panacea— no son ni ecológicas, ni equitativas, ni descentralizadas, si se tienen en cuenta los problemas de producción de los dispositivos de conversión, de espacio para su instalación, de intermitencia, de almacenamiento, etc. Como contrapunto a esta propuesta, hay que decir que no hay emancipación sobre la base de una justicia distributiva abstracta, universal y planificada desde arriba. De hecho, las energías renovables están en perfecta sintonía con la gestión cibernética del mundo por la cual el capitalismo, consciente de su inexorable entropía, intenta sobrevivirse a sí mismo; precisamente, la llamada «descentralización», no es más que un apéndice de la centralización.

La invocación de una racionalidad espontánea de los seres humanos «liberados del capital» es la última superchería de la subjetividad burguesa, que no quiere renunciar ni a las promesas del capitalismo, ni a la promoción del sujeto como instancia imaginaria de organización mundial. En realidad, esta subjetividad que cree poder arreglar el mundo a partir de su propio a priori es, ella misma, manejada a su antojo por su propio mundo. Ciertas condiciones sociales implican ciertas consecuencias que están en gran medida fuera de su control. Lo único que podemos examinar es qué condiciones conllevan qué consecuencias. Solo tenemos acceso a los efectos (que abren la puerta a una teoría del síntoma). Un mundo emancipado sería un mundo en el que se cumplen las condiciones prácticas mínimas de para la emancipación, no un mundo en el que, de repente, los seres humanos serían moralmente mejores porque se habría echado fuera a los especuladores y a los capitalistas. No se trata de reconquistar una posición de decisión predominante ante el mundo y la naturaleza, milagrosamente «liberada». Tal concepción sigue estando determinada, sin saberlo, por el dominio viril sobre sí mismo que parece implicar que uno es capaz de tomar —de manera abstracta— las «decisiones correctas», si tan solo se nos dejara participar en estas decisiones. Yo sería muy incapaz de tomar una postura sensata sobre problemas de envergadura global, que implican grandes cantidades de niveles interpenetrados y que afectan a tantas personas y situaciones que desconozco; esto también es lo que me hace decir que no hay solución al problema energético, porque refleja el callejón sin salida de una concepción sistémica del mundo, en la que cada individuo aplastado mantiene la idea de elevarse al punto de vista global al tiempo que se le reduce a un simple punto del sistema. Comparto esta limitación radical con mis contemporáneos y con todos los responsables políticos, para quienes es evidente que no saben lo que hacen con dicha limitación, y quienes no entienden mejor que el común de las personas los problemas fundamentales de la ciencia y de la sociedad; tampoco veo más claro cómo un científico que está ocupado todo el tiempo perfeccionando investigaciones de detalle podría, razonablemente, pronunciarse sobre las consecuencias globales de su acto. No se puede compensar este tipo de límite con una mejor educación popular ni con una agregación exponencial de datos a través del big data, ya que tiene que ver con la posición del sujeto en el sistema. Hacer creer que la participación «democrática» en las decisiones políticas superaría este límite no es, por lo tanto, otra cosa que demagogia populista. Sólo se puede «participar» útilmente en la discusión sobre aquello en lo que ya se está comprometido al interior de determinadas relaciones materiales.

A contracorriente del dualismo moderno, la condición de la emancipación no es de naturaleza moral o cognitiva, ni de naturaleza materialista (en el sentido de satisfacer necesidades definidas de manera abstracta), sino de naturaleza estrictamente política (entendido en el sentido de la constitución de una nueva relación social): se trataría de reapropiarse, a una escala del territorio cercano, las condiciones que permitan la implicación sensible y simbólica de cada uno en la reproducción colectiva. Las formas sociales que se inventarían allí son necesariamente diversas, impredecibles y no programables. No cabe duda de que la producción industrial quedaría obsoleta de facto y, con ella, se caería la energía como problema. Hay que admitir que estamos infinitamente lejos de semejante resultado y que no se puede militar de abstracta y frontalmente contra la producción industrial, sin pasar por sus categorías constitutivas. Por lo tanto, la tarea primordial parece ser la de desplegar las articulaciones de dicha producción y poner de manifiesto sus contradicciones e imposibilidades intrínsecas.

Notas.

[1] Para una crítica de las incoherencias de este escenario, ver (texto original en francés), por ejemplo: https://cpdp.debatpublic.fr/cpdp-ppe/file/1596/analyse_negawatt.pdf

[2] La novedad esencial que aporta Georgescu Rogen es mostrar la íntima articulación de los procesos económicos con las leyes de la termodinámica, pero no ha sido capaz de historizar esta relación en sí misma, y por tanto, sigue dependiendo de una concepción anhistórica de la economía y de una concepción «realista de la energía»

[3] De hecho, la solidaridad no es algo que se decreta, salvo cuando se quiere evangelizar las masas, y lo que observamos hoy es más bien la barbarización de las relaciones sociales y geopolíticas.

[4] Karl Marx, El Capital, Libro primero, Tomo I/Vol. 2. «El proceso de producción del capital». Siglo XXI Editores. p. 612. Itálicas de la citación original

[5] Karl Marx, El Capital, Libro primero, Tomo I/Vol. 1. «El proceso de producción del capital». Siglo XXI Editores. p. 90. Itálicas de la citación original

[6] Robert Kurz, « Mit Moneten und Kanonen », jungle.world, 09/01/2002.

[7] Werner Kutschmann, « Die Kategorie der Arbeit in Physik und Ökonomie », en Leviathan, Sonderheft 11, 1990. Tomado de la traducción al francés en la página: https://grundrissedotblog.wordpress.com/2022/06/01/la-categorie-de-travail-dans-la-physique-et-leconomie/

[8] Ibid.

[9] Es importante distinguir aquí entre trabajo productivo e improductivo, ya que la disminución del trabajo productivo puede ir acompañada de un aumento de las actividades logísticas o de cuidados que no necesariamente crean valor. Ver una buena presentación de esta problemática en Jason E. Smith, Smart Machines and Service Work: Automation in an Age of Stagnation. Reaktion Books, London, 2020. En francés Les capitalistes rêvent-ils de moutons électriques ?, Éditions Grevis, 2021.

[10] Karl Marx, El Capital, Libro primero, Tomo I/Vol. 2. op. cit., p. 451.

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