Reino del valor y destrucción del mundo – Sandrine Aumercier, Benoît Bohy-Bunel y Clement Homs

[Nota: El presente texto constituye la editorial de la Revue Jaggernaut n°4,  editada por Crise & Critique y publicada en febrero de 2022]

«La teoría no conoce otra «fuerza constructiva» que la que consiste en iluminar, mediante el reflejo de la catástrofe más reciente, los contornos de la prehistoria asolada por el fuego, para vislumbrar lo que, en ella, corresponde a esta catástrofe».

Theodor W. Adorno, Sociedad: Integración, Desintegración, p. 60.

El espectro que se cierne sobre el mundo moderno es cada vez menos el de la posibilidad de un futuro radicalmente distinto, sino el de una devastación irreversible. El verano de 2021, al igual que los anteriores, es una prueba de ello: inundaciones devastadoras en Alemania, Bélgica, Londres y Japón; temperaturas que alcanzan los 49,6°C en Canadá (en un lugar que normalmente se asemejaría a Bretaña), 48°C en Siberia, 50°C en Irak; Nueva Delhi ha atravesado su peor ola de calor en una década; Madagascar sufre una grave escasez de alimentos debido a la sequía; California, Siberia, Turquía y Chipre están en llamas; el Golfo de México está cubierto por una fuga masiva de gas; la ciudad de Jacobabad, en Pakistán, y la ciudad de Ras Al Khaimah, en el Golfo Pérsico, han sido consideradas inhabitables debido al calentamiento global; más cerca de casa, los incendios han convertido la región de Var, en el sur de Francia, en cenizas. El calentamiento del clima está empezando a reforzarse por el aumento de la liberación de gases de efecto invernadero a medida que se derrite el permafrost. De las fuentes de riqueza social abstracta abiertas por el capital, no sólo fluye una enorme cantidad de mercancías, sino también su contrapartida: una cantidad ilimitada de polución y otros males. El reino del valor, que no es otra cosa que la destrucción de la sociabilidad, amenaza los fundamentos de la existencia terrestre en general y de la humanidad en particular, enfrentada esta última a la necesidad absoluta de abolir la forma social capitalista a riesgo de desaparecer. La contradicción es demasiado evidente entre, por un lado, los imperativos cada vez más agresivos del crecimiento económico y, por otro, la finitud de los recursos materiales y la incapacidad del entorno natural para absorber los residuos y la contaminación producidos por la civilización impulsada por el movimiento del capital.

Es cierto que la negación de la crisis ecológica, afortunadamente, casi ha desaparecido del mundo y las alarmas suenan ininterrumpidamente desde hace tiempo. Nadie con un mínimo de credibilidad científica o intelectual cuestiona el hecho de que el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y el agotamiento de los recursos naturales nos están llevando a una situación catastrófica. Tampoco nadie cuestiona que el margen de cambio estructural para mitigar el curso de la catástrofe es extremadamente pequeño. Pero mientras fracasa una conferencia sobre el clima tras otra, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero siguen aumentando alegremente con el telón de fondo de un imperativo de crecimiento que no cambia.

Se sabe, por ejemplo, que a excepción del descenso durante el año de recesión 2009, o más recientemente durante los meses de confinamiento, las emisiones mundiales de CO2 siguen aumentando inexorablemente y se prevé que se alcance un nuevo récord mundial ya en 2023. Los resultados alcanzados por los mercados de carbono en la lucha contra el cambio climático no podrían ser peores. Entre 1995 y 2020, desde la COP3 hasta la COP24 (Conferencias de las Partes de la ONU), las emisiones de CO2 aumentaron más del 60%. La aporía sistémica de una protección del clima que no ponga en cuestión el capitalismo fue anunciada involuntariamente por el ministro-presidente del estado alemán de Baden-Württemberg, Winfried Kretschmann, en marzo de 2021, cuando confesó impotente a la prensa que «la crítica de que somos demasiado lentos es cierta». Y que también «deberíamos cambiar eso, sólo me gustaría saber cómo hacerlo».

Así, aunque cada vez hay más acuerdo sobre el diagnóstico científico, y cada vez más conciencia de la gravedad de la amenaza, hay un desorden y un desacuerdo generalizado sobre el significado histórico de la crisis socioecológica. Las feroces batallas políticas sobre cómo responder a ella reflejan en realidad una falsa unanimidad y una persistente incapacidad para identificar el principio operativo que subyace a esta trayectoria.

En los últimos años, el término «Antropoceno» se ha convertido en el principal concepto medioambiental para explicar dicha situación, y es especialmente popular en las ciencias naturales y sociales. Propuesta en 2002 por el premio Nobel de Química Paul Crutzen, pretende captar la alteración globalizada de los ciclos naturales del planeta que se produjo con la invención de la máquina de vapor en la primera revolución industrial, y designa una nueva «era geológica dominada por el ser humano» que sucede al Holoceno, que, a su vez, sucedió a la última era glacial (el Pleistoceno) hace 11.500 años. En este Antropoceno, es el «ser humano» –anthropos– quien ha tomado el control de los ciclos biogeoquímicos del planeta y se habría convertido en una fuerza geofísica. Habría empezado a transformar la biosfera de tal manera que ahora amenaza la capacidad del planeta para continuar la historia de la vida. La alteración de los ciclos del carbono y del nitrógeno, o incluso la destrucción masiva de la biodiversidad, conducen a puntos de inflexión planetarios irreversibles, cuantificados por ejércitos de científicos y anunciados regularmente con gran pompa en todos los grandes medios de comunicación, hipnotizando a unos y catastrofizando a otros, mientras seguimos en el mismo camino. Alimentados por la colapsología, ciertos estratos urbanos y privilegiados de la población padecen ahora una «eco-ansiedad» o «solastalgia» que se confunde indecentemente con la angustia de las poblaciones indígenas cuyos espacios nativos son devastados. La difusión de estas nociones completa este cuadro de impotencia y despolitización, en el que las nuevas ansiedades deben ser tratadas de la misma manera que los trastornos del comportamiento. En definitiva, se trataría de «aprender a vivir con» la catástrofe y practicar la «resiliencia».

Pero si «la era geológica dominada por el ser humano» conduce a una situación en la que la existencia de los seres humanos podría verse comprometida, hay algo muy problemático en la visión sobre esta dominación de la naturaleza reducida a un «sustrato dominado». Después de todo, debe haber algo no humano, algo «cosificador», en este tipo de dominación del «ser humano» cuyo resultado podría ser, precisamente, la extinción de la humanidad. El Antropoceno se revela, en última instancia, como una ruptura no planificada, involuntaria e incontrolada, como el efecto secundario de un «metabolismo social con la naturaleza» (Marx) desencadenado por el capitalismo industrial y que se ha vuelto incontrolable. Esto se puede ilustrar fácilmente con algunos ejemplos. La quema de combustibles fósiles, utilizados como carburante por los sistemas industriales y de transporte, provocaría inevitablemente una alteración del ciclo del carbono. La extracción masiva de carbón comenzó en Inglaterra durante la revolución industrial para que, con esta nueva fuente de energía móvil, las industrias pudieran trasladarse de las presas a las ciudades, donde había mano de obra barata.

No hubo intención de manipular el ciclo del carbono ni de provocar conscientemente el calentamiento global. Sin embargo, el resultado es que en el siglo XXI la concentración de dióxido de carbono atmosférico ya ha superado el límite seguro de 350 ppm que es esencial para la sostenibilidad de la vida humana a largo plazo. El propio ciclo del nitrógeno se ha visto alterado por la industrialización de la agricultura y la producción de fertilizantes, que incluye la fijación del nitrógeno atmosférico mediante el proceso Haber-Bosch. El límite anual de 62 millones de toneladas de nitrógeno eliminado de la atmósfera ya se ha superado ampliamente, con 150 millones de toneladas extraídas en 2014. Nadie planeó conscientemente esto, ni la eutrofización de los lagos ni el colapso de los ecosistemas. Es la misma historia la que se desarrolla con la pérdida de biodiversidad, la alteración del ciclo del fósforo o la acidificación de los océanos. En relación con esto, «la era geológica dominada por el ser humano» se parece más a un producto inconsciente del azar que al desarrollo de una capacidad de control consciente de los ciclos biogeofísicos planetarios, a pesar de la referencia de Crtuzen a Vernadsky y Tailhard de Chardin, que pretendían «ampliar la conciencia y el pensamiento» y «el mundo de inteligencia» (la noosfera). «No lo saben, pero lo hacen» – esto es lo que dice Marx sobre la actividad social fetichizada mediada por las mercancías, actividad que debe ser vista como la clave para una comprensión crítica del Antropoceno.

Sin embargo, hablar de azar e inconsciencia no significa eximir de responsabilidad. ¿Quién es este anthropos, este ser humano de los discursos sobre el Antropoceno? ¿Es la especie humana en general, de forma indiferenciada, la humanidad tomada no sólo como un todo (que no existe), sino también abstraída de todas las determinaciones históricas concretas? Esta inmensa imprecisión conceptual permite, sobre todo, justificar la geoingeniería climática -propuesta por Paul Crutzen- o, todavía peor, las ideologías del desarrollo duradero, de la economía circular que practica la caza de los residuos particulares, o el neomaltusianismo, que considera la demografía de los países periféricos como la causa del problema. De este modo, el anthropos sigue siendo el que destruye, pero también el que repara, y conservamos la doble figura del progreso, a la vez prometeica y demoníaca, heredada de la primera era industrial y de la Ilustración.

Ahogando la responsabilidad en una humanidad de hecho desigualmente responsable y desigualmente impactada, la noción de Antropoceno es claramente incómoda y da lugar a numerosos debates sobre «umbrales» históricos y negociaciones terminológicas, cada uno con su propio intento de nombrar al agente y al paciente del desastre. Donna Haraway, por ejemplo, sustituye el término plantacionoceno por el de colonización de las Américas como marcador de esta nueva época y, más recientemente, chtuluceno para invitarnos a «habitar el desorden», es decir, a investir las ruinas: «todos somos compost», dice Haraway. No hay mejor manera de estetizar la catástrofe y diluir la responsabilidad de esta situación reciente en la gran historia bacteriana del planeta Tierra.

Todas esas tentativas conceptuales pierden la oportunidad de problematizar el origen lógico de esta transformación, así como el sujeto que la porta. ¿Es diferente el término «capitaloceno» propuesto por Andréas Malm o Jason Moore para intentar dar cuenta de los límites de la noción de antropoceno? La noción de «capital fósil» desarrollada por Malm a partir del material histórico que muestra la coincidencia histórica del auge del capitalismo industrial con el de los combustibles fósiles conduce a la curiosa figura de un Antropoceno cuyo agente serían los combustibles fósiles y cuyos responsables serían quienes, aún hoy, siguen defendiendo e implementando estos combustibles. La solución obvia sería dejar de usarlos. De manera general, una parte del marxismo agotado se ha reciclado en los últimos veinte años en un ecosocialismo que no ha abandonado el dogma del «desarrollo de las fuerzas productivas»: pero ahora, en cambio, debemos entregarnos en cuerpo y alma a la producción de paneles solares y turbinas eólicas y arrancar su propiedad de las garras de los capitalistas que se aferran a sus chimeneas llenas de carbón y a sus pozos y tuberías de petróleo. Esto lleva a una concepción no sólo «leninista», sino también tranquilizadora respecto de las «energías renovables»[1]. De hecho, es de ellos de quienes Malm y los ecosocialistas esperan la salvación ecológica, en perfecta congruencia con la retórica oficial que promete un futuro verde y sostenible sin decir nada sobre la intensificación extractivista y el aumento de la devastación causada por la minería que ello supone. Mientras tanto, Total Energies juega en los dos campos, el verde y el fósil, mientras que Joe Biden, con sus famosas afirmaciones de que restablecería los Acuerdos de París, firma más permisos de perforación petrolífera en un año que Donald Trump en cuatro. Por lo tanto, está cada vez más documentado hasta qué punto las energías renovables no sólo son fuente de verdaderos estragos, sino también hasta qué punto simplemente se suman a la trayectoria global sin alterarla en lo más mínimo. Sin negar que las «élites» están implicadas en esta doble moral, sólo cabe preguntarse por la naturaleza de esta compulsión ciega, que no conoce interrupción y parece destinada inexorablemente a arrojarnos a todos al infierno, mientras los jóvenes, revueltos por la inercia del sistema, tratan de presionar en el debate parlamentario, a riesgo de reforzar la gestión técnica y la adaptación al desastre. Así, son muchos -y no sólo los expertos- quienes están convencidos de que una feliz mezcla de tecnocracia, descarbonización de la economía, geoingeniería, transición energética, pequeños gestos ecológicos, buena voluntad e innovación comercial bastará para lograr la «transición» hacia un nuevo capitalismo verde.

En realidad, el capitalismo se encamina hacia un estado de excepción permanente en el que todos estarán dispuestos a competir para prolongar la agonía. Y las aflicción y compromisos del sujeto ordinario no son menos determinantes que los de los responsables políticos, encargados por la forma política moderna de representar su mandato fundamental: el crecimiento. Todos los portadores de funciones están envueltos en una misma relación social de la que se empeñan en no saber nada y de la que se culpan unos a otros.

De esta manera, con el avance de la crisis ecológica la angustia se apodera también de quienes, hasta hace poco, negaban la realidad del cambio climático: todo el espectro político está ahora hechizado por la «urgencia climática» ante un electorado desesperado. Incluso la extrema derecha ha empezado a dar cabida a la ecología en sus temas favoritos. Neomaltusianismo, darwinismo social, defensa armada de los territorios y de la identidad nacional, survivalismo, actos de terrorismo de orientación ecológica: estas tendencias que se acumulan y crecen apuntan a la neofascistización de una capa de la sociedad que es la punta de lanza de las tendencias políticas transversales. El levantamiento de muros y el abandono a su suerte de poblaciones superfluas ya no merecen ninguna justificación a nivel mundial y se están convirtiendo en algo habitual que se banaliza en indiferencia.

Mientras tanto, algunos pierden la voz gritando, predicando valores humanos y militando por el reconocimiento del crimen del ecocidio o de los «derechos» atribuidos a las entidades naturales en el marco de la forma política burguesa. El biocentrismo que caracterizaba a la ecología profunda hasta hace poco se ha convertido, en el transcurso de unos años, en el capital comercial de una ecología antiespecista, a veces asociada al veganismo, apasionada por la conservación y la restauración de la naturaleza. Una naturaleza transformada en espectáculo en la que los ocupantes autóctonos son evacuados o perseguidos; una naturaleza a menudo muy mal comprendida por sus promotores, como muestran, entre otros, Charles Stepanoff y Guillaume Blanc en sus recientes trabajos.

Porque la ontología naturalista moderna es inseparable del capitalismo y, por tanto, se encuentra también en las ideologías afirmativas de la crisis. El concepto moderno de «naturaleza» está totalmente configurado por la forma-mercancía y la forma-sujeto burguesa. Las ciencias naturales modernas, siguiendo a Immanuel Kant, presuponían un sujeto puramente formal, idéntico a sí mismo, susceptible de sintetizar la multiplicidad de la intuición sensible. Este sujeto abstracto se mantuvo independiente de la empiria y asumió la naturaleza como una exterioridad radical que debía ser sometida a cuestionamiento. Esta subjetivación moderna instituye una dualidad sujeto-objeto y una naturaleza puramente separada que no son independientes del proceso de valorización del valor. También instituye un tiempo abstracto y un espacio homogéneo que debe ser cuantificado en vista de su dominio. La «naturaleza» moderna ha sido sometida a una lógica de matematización que permitió, entre otras cosas, la reducción de lo no humano al estado de recurso explotable, componente del capital constante. Del mismo modo, el tiempo de trabajo debe ser medido, su cualidad concreta es negada a efectos de su gestión racional y de la extracción de la plusvalía relativa. El punto común entre las ciencias naturales y las ciencias económicas es su tendencia a cuantificar sistemáticamente lo que, sin embargo, es heterogéneo al orden de lo cuantitativo: son incapaces de captar lo que sigue siendo no idéntico a las formas homogéneas de la racionalidad y la producción modernas, a saber, el sufrimiento de lo vivo sensible y consciente, el contenido cualitativo de la forma abstracta.

El capital variable y el capital constante, constituidos también por individuos vivos y sufrientes, son reducidos a la condición de recursos valorizables y cuantificables en un proceso de producción que los naturaliza y reifica. Son estas mismas tecnologías ecológicamente destructivas las que hacen que el trabajo vivo sea cada vez más superfluo. Al mismo tiempo que el capital hace del tiempo de trabajo la fuente y la medida de toda la riqueza, tiende a reducir este tiempo de trabajo productivo a un mínimo cada vez más precario. Esta contradicción se encuentra en el corazón de todo sujeto del capital. Todo el horror del capitalismo radica, al final, en que nadie está detrás de las cortinas moviendo los hilos. Nadie controla el movimiento de valorización del capital a escala mundial: tiene lugar a través del mercado, como un proceso por el cual el dinero debe convertirse en más dinero a través de la producción de mercancías y su consumo. Incluso los capitalistas más poderosos están sujetos a esta limitación, que Karl Marx resumió con el término fetichismo social.  Por lo tanto, la responsabilidad del daño no puede entenderse únicamente en términos de la identidad de clase de los individuos, sino más bien en términos de la identificación más o menos consensuada de cada individuo con la forma de vida capitalista.

El capitalismo moviliza las ciencias naturales para instaurar un sujeto solipsista y narcisista que debe hacerse «dueño y señor de la naturaleza» (Descartes). Las ciencias naturales modernas fabrican técnicamente sus experimentos constituyendo una naturaleza homogénea al cálculo matemático. No es la «naturaleza» desordenada y cualitativa la que tematizan, sino una naturaleza técnicamente elaborada y purificada, determinada por un sujeto abstracto idéntico a sí mismo.  Al igual que las técnicas implican en la producción una subsunción real del trabajo concreto bajo el trabajo abstracto, existe una subsunción cada vez más real de la naturaleza bajo el valor.  Así es como la lógica de la competencia y la lógica de la extracción de la plusvalía relativa impulsan la automatización de la producción cada vez más, hasta la reciente revolución microelectrónica (1970-80), hasta el punto de destruir cada vez más el planeta, pero también hasta el punto de comprometer al capitalismo en un proceso irreversible de desustancialización del valor. El límite externo (crisis ecológica) y el límite interno (crisis económica) del capitalismo están sutilmente entrelazados, como muestra el «fragmento sobre las máquinas» de los Grundrisse. Así, la superación del capitalismo no se logrará mediante la ciencia o la economía «positivas». Un pensamiento crítico que vuelva a poner en cuestión la hegemonía del cálculo y la cantidad, y que tematice los sufrimientos y los deseos de los sujetos en su dimensión irreductible, podrá también criticar la inversión fetichista-mercantil entre lo abstracto y lo concreto, entre los medios y los fines.

El sujeto solipsista portador del proyecto naturalista-capitalista es estructuralmente el sujeto masculino, occidental y blanco. La ciencia natural, que construye técnicamente una naturaleza cuantificable modelada por la forma-mercancía, consolida primero la disociación sexual. La naturaleza «informe» y «caótica» que hay que enmarcar y disciplinar se ha asociado (desde Bacon) con lo femenino. Como explica Roswita Scholz (1992), la disociación de forma y contenido es una disociación específica del sexo. Dentro de la disociación sexual moderna, la forma-valor se refiere al sujeto competitivo, racional e ilustrado de la competencia, que es típicamente un sujeto masculino, mientras que el contenido irracional, que puede referirse a la sensibilidad, el cuidado, la esfera reproductiva y el erotismo, se asigna al (no) sujeto femenino.

Esta estructura de disociación es inseparable de una economía moderna desacoplada, que separa funcionalmente las esferas de producción de valor (masculina) y de reproducción privada (femenina). La dominación de la naturaleza externa es inseparable de la dominación de una naturaleza inferior, feminizada, declarada como sensible, informe e irracional. Asimismo, no se considera que los indígenas tengan la racionalidad crítica que triunfa con Kant y la Ilustración. El naturalismo se impone entonces como una verdadera unidad excluyente y como una totalidad quebrada. Por lo tanto, no podríamos distinguir rígidamente entre la historia de la sobreexplotación colonial y los problemas asociados a la dominación de la naturaleza «externa», ya que es el mismo sujeto abstracto el que desarrolla, en la modernidad, este naturalismo capitalista multidimensional.

La crítica de la destrucción de la vida en la actualidad presupone, por tanto, la crítica radical de las ciencias positivas y las técnicas modernas, pero también la comprensión de una íntima conexión entre las crisis ecológica, social y económica. También presupone una crítica al patriarcado productor de mercancías y a un racismo estructural, naturalizante. Hoy, las especializaciones y compartimentaciones nos impiden ver estos fenómenos multidimensionales. Estas especializaciones teóricas reflejan la división del trabajo capitalista, y son en sí mismas alienadas. Como anuncia Kurz en el primer capítulo del libro La sustancia del capital, no es el hecho de criticar la totalidad lo que es totalitario. Esto se debe a que el valor destructivo es precisamente esta totalidad (escindida), y es esta totalidad la que debe ser absolutamente criticada. La crítica de la totalidad capitalista no pretende plantear esta totalidad en detrimento de lo no idéntico -como le reprocha el pensamiento posmoderno- sino que pretende elevar la crítica al nivel del totalitarismo de la forma. Una «crítica» dispersa o fragmentaria reproduce las separaciones y aislamientos de las ciencias positivas, que a su vez permanecen dentro de los límites impuestos por la división moderna del trabajo.

La crítica del capitalismo no puede adoptar la perspectiva naturalista y vitalista que es el fundamento de la modernidad. No pretende salvar una «naturaleza» idealizada, ni una «humanidad» idealizada como especie, y menos aún un capitalismo que se concibe a sí mismo como una fuerza de la naturaleza. No puede aliarse con las diferentes variantes políticas de este naturalismo, cuyas contradicciones tienden actualmente a superarse mediante una gestión cada vez más totalitaria de la vida, la salud y la población. Esta crítica se basa, en cambio, en una epistemología de la naturaleza que tiene en cuenta que sólo podemos hablar de ella en una posición secundaria y que, por tanto, sólo podemos defender la naturaleza defendiendo la posibilidad de una sociedad verdaderamente humana.

Establecer críticamente las condiciones para la emancipación de la sociedad es el único camino para una ecología radical, aunque ante la urgencia y el aumento de las catástrofes muchos tendrán la tentación de refugiarse en las ideologías de la crisis de las que acabamos de dar algunas pinceladas. La crítica epistemológica del concepto de naturaleza representa un desvío teórico que no es un vano refinamiento ni «tiempo perdido para la urgencia de la acción», sino que por el contrario tiene en cuenta el estatus de la «segunda naturaleza». También pretende articular la crítica marxiana de la economía política con una crítica de las tecnologías, las ciencias y las fuerzas productivas modernas.

[1] En el original francés se produce aquí un juego de palabras entre “léniniste” [leninista] y “lénifiante” [tranquilizante o calmante] que no puede ser captado en su traducción al idioma español [N. del T.].

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La guerra de descomposición del capitalismo ruso

La guerra de Ucrania es una guerra que sirve de prefacio al proceso de implosión del capitalismo mundial, que actualmente colapsa en medio de la crisis ecológica, la guerra económica y militar y en el interior de los sujetos modernos, esto es, se desintegra al ritmo de la misma banda sonora que le vió nacer en el mundo con la revolución económica y militar de los siglos XIV y XV: guerra, sangre y violencia.

Comprender integralmente el actual proceso de confrontación bélica y competencia económica inter-imperialista, implica analizar desde la perspectiva de la totalidad del movimiento histórico.

La invasión militar de Rusia -último reducto del régimen de modernización capitalista rezagada que fue la URSS- a Ucrania -una de las antiguas repúblicas soviéticas que fue integrada a ese Estado con el proceso de contrarrevolución bolchevique en esa región en la época de la Revolución Rusa-, posee diferentes dimensiones económicas, políticas, culturales, sociales e históricas que conforman una totalidad compleja y diversa que tiene su eje de unidad en el movimiento producción y reproducción ampliada del capitalismo global.

Considerado a gran escala, el momento actual del capitalismo  ruso comienza a cerrar un ciclo que se abrió entre 1923 y 1927 con el ascenso de Stalin a la cabeza del Estado soviético y el comienzo del proceso de acumulación originaria acelerada que llevaría a la URSS a convertirse en una superpotencia capitalista mundial entre 1945, con la victoria sobre Alemania en la guerra industrializada moderna, y 1949, con la detonación de su primera bomba atómica seis meses después de la fundación de la OTAN. Desde 1947 hasta su disolución oficial en 1991, la URSS se constituyó como un polo de acumulación mundial de capital que competía contra las potencias occidentales por la hegemonía global al interior del modo de producción capitalista. Sin embargo, su carácter rezagado con respecto a las potencias capitalistas occidentales fue el factor determinante de su disolución cuando, llegada la reestructuración capitalista de la década de los 70’s, fue cada vez más incapaz de competir en la esfera productiva, con una industria que quedaba nuevamente rezagada ante la deslocalización de los procesos productivos, la intervención en el mercado mundial de países asiáticos como Singapur y Hong Kong que socavaron completamente las exportaciones industriales de Alemania Oriental y Checoslovaquia, la revolución microelectrónica y la masificación del consumo.

Robert Kurz comprendió, a contrapelo de la mayoría de sus contemporáneos, que la implosión del socialismo de cuartel, formación capitalista de modernización rezagada bajo la bandera del marxismo, constituía la antesala del colapso del proceso de modernización mundial. Sin embargo, este proceso de colapso no debe ser entendido como el hundimiento inminente e inmediato del sistema capitalista, sino como el desmoronamiento ya en acto de un modo histórico de producción que choca cada vez más con sus límites internos y externos.

De este modo, el colapso de la URSS no implicó de manera inmediata el colapso del capitalismo ruso como tal, sino su reorganización y adaptación a las nuevas circunstancias históricas creadas por el proceso de globalización capitalista. La llegada de Putin al principal puesto jerárquico del Estado ruso en el último día del pasado milenio, viene a significar al mismo tiempo tanto la reorganización del capitalismo ruso como la entrada en su proceso de descomposición en medio de un estado de excepción permanente sobre la sociedad. De hecho, su verdadero “mérito” histórico -si pensamos por un lado según la ideología de la muerte propia del sujeto ilustrado- sería justamente la estabilización del capitalismo ruso y la conformación de un estado imperialista archiautoritario e independiente -capaz de competir con Occidente- que frenó los sostenidos esfuerzos occidentales por convertir a la Federación Rusa en una periferia subyugada al neoimperialismo occidental.

Occidente, que hoy derrama lágrimas de cocodrilo por la violación de la soberanía de Ucrania -con un gobierno de orientación occidental- y el bombardeo de la población civil, no tuvo ninguna contemplación con dicha soberanía cuando, como parte de una estrategia más amplia, cooperó para destituir el gobierno prorruso de Yanukovych y separar al país de la órbita geopolítica del capitalismo ruso. En efecto, el objetivo fundamental y punto de convergencia de la intervención occidental el 2014 en Ucrania -a contrapelo de las diferencias entre Estados Unidos y la UE, particularmente de la cada vez más independiente Alemania- fue impedir la constitución de un bloque de poder capaz de competir a largo plazo con las potencias atlánticas, amenaza latente que podría haber frenado las ambiciones de Occidente en el espacio postsoviético y que, algo que preocupaba particularmente a la cúpula de Washington, podría haber abierto la posibilidad de una alianza económica y política alternativa en el espacio oriental de la UE.

Así, los planes del imperialismo ruso para la construcción de dicho bloque al oriente y en el espacio postsoviético fueron saboteados con el derrumbe del gobierno ucraniano, el desencadenamiento de una guerra civil y la constitución de batallones abiertamente neonazis que aterrorizaron durante los últimos años la región del Donbass con el apoyo tácito de la elite europea y el silencio de los medios de comunicación occidentales.

Esta ofensiva de Occidente y su expansión geopolítica hacia el Oriente ha ido de la mano con la creciente erosión del capitalismo ruso y sus satélites producto de la crisis de valorización del capitalismo mundial. En realidad, la elite del Kremlin se encontraba cada vez más a la defensiva en el escenario internacional. En la región del Cáucaso, en Bielorrusia y, este año, en Kazajistán, el bloque de poder articulado con posterioridad a la caída de la Unión Soviética en torno al renovado imperialismo ruso ha empezado a evidenciar signos de erosión y desgaste cada vez más evidentes. Así, las ambiciones neoimperiales de la elite moscovita se vieron entrampadas en un proceso de desgaste acelerado por la crisis socioecológica, y que comenzó por afectar primero a sus satélites.

En el año 2020, Bielorrusia -gobernada de manera autoritaria por Lukashenko desde 1994-, dio muestras de estancamiento económico, quedando atrapada en una situación política y económica aparentemente insalvable que fue detonada por el estallido de protestas masivas de carácter similar a las que remecieron el capitalismo internacional en el año 2019. La respuesta a esta crisis fue una represión sin contemplaciones y un acercamiento mayor de Lukashenko a Moscú con el objetivo de aferrarse al poder. De esta suerte, el sueño neoimperial ruso de constituirse en un bloque económico independiente entre la Unión Europea y China -vía “Nueva ruta de la seda”- comenzó a estrellarse de bruces con la realidad económica y geopolítica que impone la crisis socioecológica actual. Por el contrario, el capitalismo ruso debería luchar con la fuerza de las armas y de las mercancías por mantener su estatus de potencia central mientras intenta frenar el proceso de desintegración de su esfera de influencia. En realidad, la elite rusa, con Putin a la cabeza, se encontraba antes de la invasión a Ucrania de espaldas a la pared, y esta situación se agravó con el estallido de un incendio social de proporciones en Kazajistán en los primeros días del año en curso.

Con respecto a este último punto, podríamos decir que la revuelta social en Kazajistán fue la antesala directa del proceso bélico que hoy presenciamos. Antigua república soviética, y hoy satélite del régimen del Kremlin, Kazajistán concentra en su territorio todas las características de la degradación de las condiciones de vida que prontamente alcanzará a la población de las potencias centrales del capitalismo mundial. El auge sostenido de los costos de vida y el empobrecimiento de la población, sumado a una subida en el precio del gas, fue el factor detonante de una revuelta con características similares a la que remeció la región chilena en 2019, con la diferencia de que esta rebelión fue ahogada en sangre a través de la política terrorista conjunta del gobierno kazajo y las fuerzas armadas rusas sin que se le ofreciera a la población ningún espectáculo democrático como el desplegado por el capitalismo a la chilena para contener la dimensión subversiva de la revuelta. Kazajistán y su revuelta, hoy olvidadas por la opinión pública mundial -y sobre todo por los histéricos antifascistas nacionales que alaban la política militar del imperialismo ruso-, derivaron en un reforzamiento del estado de excepción permanente que su población vive desde la desintegración de la URSS, y la clase dominante de ese país sabe conscientemente que desde ahora en adelante deberá reforzar la ya dura represión cotidiana sobre la población para perpetuar su lugar dentro del capitalismo mundial: una lección que pronto deberán aplicar sus superiores de Moscú.

En este sentido, la revuelta en Kazajistán indica tanto la pauperización de las condiciones de vida a escala mundial que se hacen sentir con particular fuerza en los países de la periferia de las cadenas globales de mercancías, como las características propias que adoptará este proceso en las regiones de la modernización rezagada del S. XX. Sobre este último punto, es necesario hacer notar que la estructura autoritaria de sus regímenes parece ser una característica propia de estas regiones determinada por su lugar tanto en el mercado capitalista mundial como en la red de relaciones de competencia entre las potencias capitalistas. En efecto, un régimen democrático en cualquiera de los países que aún permanecen en la esfera de influencia de Rusia, y en la Federación Rusa misma, daría espacio para la intervención de Occidente, un riesgo que la élite política y empresarial -y los diferentes rackets ligados a ella- a la cabeza de dicho Estado no puede permitirse.

De esta manera, las revueltas en Kazajistán (2022) y en Bielorrusia (2020 -21) permiten entrever el reforzamiento del régimen de represión constante sobre la población en medio de un contexto histórico en que las condiciones materiales de vida no harán más que empeorar.  Así, en el contexto de crisis socioecológica del capitalismo avanzado tardío, podríamos invertir una famosa frase de El Capital y decir que los países periféricos no hacen sino mostrarle a los más avanzados la imagen de su propio futuro. La agudización de esta crisis en Kazajistán que abrió el presente año fue una manifestación local de la crisis mundial, pero también un anticipo del futuro de su metrópolis imperial con sede en Moscú, que durante la última década se ha movido entre su competencia por un lugar hegemónico dentro del capitalismo global, buscando la conformación de un bloque euroasiático -especialmente en su acercamiento a Alemania-, el avance de la OTAN hacia el oriente integrando ex repúblicas soviéticas a la organización y la crisis socioecológica que le ha afectado bajo la forma de incendios forestales masivos, tala de bosques, derretimiento del permafrost y una disminución en el consumo e inflación en su mercado interno. Cabe destacar, además, que el cambio climático -según una declaración del mismo Putin- avanza en la región rusa 2,5 veces más rápido que la media del planeta, lo que no quiere decir que ello haya servido para cambiar la configuración del capitalismo ruso, sino que por el contrario se ha acelerado la producción de gas y combustible para su exportación.

Tal parece ser la consecuencia lógica del desenvolvimiento histórico de la modernización capitalista: morir de miseria en medio de la riqueza. En efecto, una de las cadenas más débiles del capitalismo global por su posición rezagada con respecto a Occidente es, al mismo tiempo, una superpotencia militar que hereda un enorme arsenal armamentístico e infraestructura de desarrollo científico y tecnológico, por lo que la continuidad a perpetuidad de Putin en el poder constituye tanto una herencia del capitalismo “concentrado” legado del régimen soviético, como una necesidad impuesta por el mismo carácter específico que su proceso histórico de modernización impone. Es solamente por merced de este estado de excepción abierto de carácter permanente que el capitalismo ruso ha podido perpetuarse hasta nuestros días, y esta es una de las causas inmediatas de que, llegado un momento decisivo de su competencia con las potencias occidentales y el avance de la OTAN hacia el Oriente, la invasión militar a Ucrania se haya impuesto como una necesidad de supervivencia para el capitalismo ruso que ve cómo se descomponen sus fundamentos económicos, políticos y sociales al interior de sus propias fronteras y las de sus aliados en el espacio postsoviético.

La propaganda antirrusa que es emitida en escala masiva por todos los medios occidentales, y que nos presenta a Putin como el nuevo archienemigo de la democracia, olvida convenientemente que Rusia lucha por su supervivencia en el contexto del empeoramiento de la crisis sistémica del capitalismo mundial, para no ser reducida a una periferia por los neoimperialimo occidental que de manera sostenida ha torpedeado y cercado el ascenso de la Federación Rusa a gran potencia.

El enfrentamiento bélico y económico en la región euroasiática no es sino una expresión del proceso de decadencia socieconómica inducido por la crisis socioecológica del capitalismo mundial, es una lucha librada al interior de un barco que se hunde.

Así, en medio de la crisis generalizada el Occidente democrático ve cómo, pese a todos sus esfuerzos de las últimas décadas para sabotear la reemergencia de una superpotencia en Europa Oriental, Rusia se alza como una poder militar y económico capaz de competir con Occidente usando sus mismos métodos de expansión imperialista.

Este proceso marca el final de la política alemana -país que se ha constituido como el núcleo hegemónico de Europa Occidental- de contención e inclusión del capitalismo Ruso en la estructura económica de la Unión Europea, puesto que desde ahora en adelante deberán lidiar con la contradicción que plantea todo el desenvolvimiento económico de las últimas décadas en la cual Rusia ocupó una posición periférica de proveedor materias primas y energía al mismo tiempo que se hacían todos los esfuerzos para minimizar su influencia en Europa del Este y en el espacio postsoviético.

En lo sucesivo, las potencias europeas deberán moverse entre la amenaza latente de enfrentamiento militar con una superpotencia nuclear que les supera en décadas en el desarrollo científico y tecnológico de las armas hipersónicas -armas que han roto el equilibrio fáctico de poder entre las potencias nucleares- y la necesidad que se tiene de su abastecimiento energético, principalmente de petróleo y gas. El neo-Zar Vladimir Putin y su camada de secuaces han comprendido perfectamente esta situación y en su falsa conciencia la explotarán hasta el final: con persecución, cárcel, leyes dictatoriales y policía política deberán reprimir la agitación social en auge por la guerra y las sanciones económicas de Occidente que harán sufrir a la clase trabajadora y a la clase media en declive, y al mismo tiempo continuarán su avance militar hasta la consecución de sus objetivos estratégicos sabiendo que tienen del cuello a Alemania y al resto de Europa apuntada con armas hipersónicas. Es decir, sabrán lidiar con el hambre del pueblo ruso silenciando sus quejas a golpe de bastón eléctrico, pero no se detendrán en su avance considerando que siempre pueden cortar la llave del gas. De hecho, es con respecto a esto en lo único en que Putin ha sido genuinamente sincero,es decir, cuando echa en cara a los genocidas occidentales su común naturaleza, señalando que Rusia es parte del sistema de comercio mundial y que nunca hará nada por dañar ese sistema del que forma parte, por lo que continuará con sus acciones militares para obtener por la fuerzas sus exigencias acerca de Ucrania y, para ello, aceptará el peso de las sanciones que se le imponen. Después de todo, lo que Rusia arriesga a largo plazo, y por lo que lucha hoy -a despecho de las tristes ilusiones de nuestros izquierdistas locales-, es por su lugar en la mesa por la repartición de la masa de plusvalía global.

Por otro lado, llegada la crisis a los centros mismos del capitalismo mundial, marcada por el encarecimiento de los medios de vida, el auge de la nueva derecha y los posfascismos surgidos con las crisis económica y la ruptura de la promesa de una clase media universal, las potencias agrupadas en la OTAN abandonan de manera creciente su retórica liberal para dar paso a un enaltecimiento de la guerra como respuesta a la crisis, y los medios de comunicación oficiales ya comienzan a insinuar que un conflicto bélico con Rusia no solamente mejorará la economía, sino que también podría incluso repercutir en la disminución del calentamiento global.

Además, a corto plazo la elite del capitalismo estadounidense ha logrado un objetivo estratégico, consiguiendo abrir una brecha entre Alemania y Rusia, alejando de manera momentánea el fantasma de una alianza euroasiática que, unida a la “Nueva ruta de la seda” china agregue un factor más de erosión ha si ya debilitada hegemonía mundial. Este proceso actual, por tanto, permitirá a Estados Unidos consolidar una alianza oceánica que se extiende desde el Atlántico (OTAN) hasta el Pacífico (Japón, Corea del Sur y Taiwán) que se dirige abiertamente en contra del ascenso de China hacia la cima del capitalismo mundial.

De este modo, podemos decir que la invasión a Ucrania marca el comienzo de una nueva era en la que las potencias centrales del capitalismo mundial -agrupadas en campos imperialistas claramente definidos, pero con intereses independientes y contradictorios entre las potencias que conforman dichos bloques- se verán crecientemente empujadas hacia el conflicto armado, especialmente híbrido, como forma de escamotear las consecuencias de una crisis generalizada que no podrá ser resuelta de esta forma, pero que ya nos permite entrever que el declive histórico del capitalismo se producirá en medio del agravamiento de la crisis socioecológica y la guerra entre potencias.

En efecto, en lo sucesivo la guerra como herramienta estratégica de sujeción política se volverá cada vez más atractiva para los Estados que navegan la crisis del capitalismo avanzado tardío, y que ya sin vacilaciones comienza a mover tropas, propaganda y masas hacia la consecución de sus objetivos políticos y económicos.

La pulsión de muerte se apodera de los países en conflicto, esta fascinación ante la guerra y la muerte entre diferentes sectores de la población, especialmente los ultranacionalistas y neoreaccionarios de diferentes tendencias -incluso de bandera antifascista- debe ser comprendida como una ideología de la muerte que expresa el universal grito de desesperación de una humanidad que se auto-destruye en su forma de socialización capitalista mundial. Quienes temían el hundimiento de la civilización ya no deberán albergar dudas, porque la barbarie ya está aquí y desde ahora en adelante las fuerzas emancipadoras deberán agruparse en torno a la crítica radical de estas nuevas condiciones y la promoción de un nuevo paradigma de emancipación social a la altura de la catástrofe que vivimos y de las posibilidades latentes en la ciencia y la tecnología del capitalismo del S. XXI.

 

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