Robert Kurz – La metafísica de la modernidad y la pulsión de muerte del sujeto que ya no tiene límites.

[Nota: El siguiente texto constituye un fragmento del libro La Guerra de ordenamiento mundial: El fin de la soberanía y las transformaciones del imperialismo en la era de la globalización  [Weltordnungskrieg: Das Ende der Souveränität und die Wandlungen des Imperialismus im Zeitalter der Globalisierung]. Trata acerca de la pulsión de muerte y la lógica de autoaniquilación transversal al proceso de modernización y sus sujetos -y, por supuesto, a sus clases sociales-. Lo hemos traducido porque consideramos que es un aporte fundamental a la comprensión crítica e integral de la violencia y la subjetividad en nuestra época de catástrofes].

Traducción: Pablo Jiménez Cea.

Evidentemente, cabe preguntarse cómo es posible que Enzensberger caiga desde un análisis que no deja de ser lúcido hacia una ignorancia tan voluntaria y en una coexistencia pacífica con la no resolución de «situaciones difíciles». Al fin y al cabo, la alternativa a la intervención militar occidental contra los procesos de barbarización, inducidos por la propia relación global del capital, no es el repliegue, sin perspectivas, en la supuesta competencia de resolución en el propio patio trasero, sino precisamente la extensión de la crítica social, que ya sólo puede formularse en el contexto global, a las formas insostenibles del sistema moderno de producción de mercancías y su subjetividad (estructuralmente «masculina»). El paradigma de la lucha de clases, inmanente a la forma, debe ser sustituido por el paradigma de la crítica del contexto de la forma común, y transversal a las clases, de una socialidad negativa moderna basada en la monetarización y la competencia anónima, así como en la relación de disociación sexual.

¿Cuál es entonces el origen de la reticencia, y no sólo de Enzensberger, a adoptar esta crítica de la forma? La razón debe residir en el hecho de que esta crítica más amplia y categórica de la modernidad tendría que abandonar todo el terreno conocido hasta ahora. Toda la crítica social anterior, y no sólo la del movimiento obrero en sentido estricto, en el marco del movimiento de ascenso y expansión del capitalismo, se refería positivamente al sistema de ideas de la Ilustración burguesa del siglo XVIII y, por tanto, a la constitución del sujeto burgués. Este sujeto, siempre pensado como primordialmente masculino, debía actuar de forma emancipadora precisamente a través de su forma, sea cual fuese su disfraz ideológico. No sólo la llamada nueva izquierda heredó del viejo movimiento obrero este tendencioso mundo imaginario, categorialmente en forma de mercancía, sino que también, y especialmente, la intelligentsia alemana de posguerra lo invocó contra la fatalidad de la historia alemana. Ilustración, sujeto, política, democracia: eso eran Marx y los profetas.

Hoy en día es aún más difícil llegar a la conclusión de que la historia alemana y el nacionalsocialismo eran parte integrante de la historia del capitalismo mundial, que en el interior de esa forma ya no hay ninguna alternativa que pueda connotarse positivamente, y que lo que está en el corazón de la miseria mundial actual es la propia forma del sujeto burgués moderno, que se ha tornado absolutamente disfuncional y sin solución posible. Ahora, en los límites de la Ilustración burguesa y de la reproducción de la forma mercancía, la verdadera metafísica de la modernidad se revela en su forma más repugnante. Una vez que el sujeto burgués ilustrado se ha despojado de sus ropajes, se hace evidente que bajo esos ropajes no hay NADA: que el núcleo de este sujeto es un vacío; que es una forma «en sí misma», sin ningún contenido. Lo que Enzensberger quiere hacer exótico es su propio ser social, como sujeto de la Ilustración burguesa (y evidentemente masculino). Cuando cree que describe el exotismo de lo «incomprensible», está retratando la metafísica de la propia modernidad occidental: «Lo que da a la guerra civil actual una cualidad nueva e inquietante es que se lleva a cabo sin ningún compromiso, que literalmente carece de causas» (ibíd., p. 35). Pero precisamente, este horror no es lo ajeno, lo externo; por el contrario, lo que sale a la luz en él es sólo lo más íntimo del sujeto de la mercancía, el dinero y la competencia, la esencia del ciudadano democrático. La nada de la que hablamos es el vacío absoluto del «sujeto automático» (Marx) de la modernidad, que se autovaloriza.

Es que la forma-valor que se expresa en el dinero, y que, como abstracción real metafísica y objetivada, domina la existencia moderna como un dios secularizado y cosificado, y de la cual la metafísica de la ciudadanía democrática no es más que el reverso, no tiene «en sí» ningún contenido sensible o social; existe en este mundo como fuerza negativa, pero no es de este mundo. Detrás de las luchas de intereses, aparentemente tan racionales, y de la aparente voluntad de autoafirmación de los individuos abstractos, se encuentra el vacío metafísico del valor. Personas como Beck y Enzensberger prefieren no tomar nota de esta cabeza de Gorgona del vacío desconectado del mundo en el centro de la modernidad. Pero es precisamente esta monstruosidad metafísica la que emerge por detrás de la máscara del, alegremente individualizado, «gestor de sí mismo» de la posmodernidad.

En un clima mundial de competencia de aniquilación mutua, de amenaza permanente a la existencia social y, al mismo tiempo, de una precaria riqueza monetaria especulativa que puede desvanecerse en cualquier momento, florece una voluntad de aniquilación difusa, que actúa más allá de las «situaciones de riesgo» externas, y que es tan abstracta y tan vacía de contenido como la forma social que constituye la base del proceso de valorización del capital. La forma «valor» y, por tanto, la forma «sujeto» (dinero y estado), es por su esencia metafísica autosuficiente, y sin embargo tiene que «exteriorizarse» en el mundo real; pero sólo para regresar siempre a sí misma. Esta expresión metafísica del movimiento aparentemente banal de valorización (y, bajo el aspecto sensible y social, de hecho, terriblemente banal) constituye el verdadero tema de toda la filosofía de la Ilustración, muy evidente en Kant y especialmente en Hegel, que retrató de forma precisa y afirmativa la forma dialéctica del movimiento de este «proceso de exteriorización» de un vacío metafísico en el mundo real.

En esta autosuficiencia, todavía como movimiento necesario de exteriorización y, en última instancia, de autoreferencialidad de las formas vacías metafísicas del «valor» y del «sujeto», reside un potencial de destrucción del mundo, ya que la contradicción entre el vacío metafísico y la «representación obligatoria» del valor en el mundo sensible sólo puede resolverse en la nada y, por tanto, en la aniquilación. El contenido vacío del valor, del dinero y del Estado tiene que exteriorizarse sin excepción en todas las cosas de este mundo para poder representarse como real: desde el cepillo de dientes hasta la emoción más sutil, desde el objeto utilitario más sencillo hasta la reflexión filosófica o la transformación de paisajes y continentes enteros. La vida y la muerte, todos los seres humanos y toda la naturaleza sólo sirven a esta capacidad de autorrepresentación multiforme del vacío social metafísico del capital y del Estado.

En este movimiento interminable del fin-en-sí-mismo metafísico (las metas de los deseos de los individuos que compiten entre sí están incluidas en este proceso jerárquicamente superior de autorreflexión del «sujeto automático»), las cosas de este mundo y los deseos de los individuos no son reconocidos por su cualidad intrínseca, sino que por el contrario se les quita ésta para convertirlos en meras «gelatinas» (Marx) del vacío metafísico, integrándolos así en la forma del valor siempre igual a sí mismo (desde una perspectiva superficial: «economizarlos», es decir, convertirlos en un simple e indiferente material del movimiento de valorización).

Esto da lugar a un doble potencial destructivo: uno «común», por así decirlo cotidiano, que siempre resulta del proceso de reproducción del capital, y otro final, por así decirlo, cuando el «proceso de externalización» se topa con límites absolutos. La metafísica real del sistema moderno de producción de mercancías destruye parcialmente el mundo, como «efecto colateral» de su «exitosa» exteriorización; y se convierte en una voluntad absoluta de destruir el mundo en cuanto ya no puede representarse a sí misma en las cosas del mundo. Se podría hablar así de una pulsión de muerte de la humanidad moderna constituida de manera capitalista, que también tiene un origen sexualmente especificado. En el centro de la filosofía de la Ilustración está su expresión ideal, el culto a la abstracción vacía de «una forma en cuanto tal» (Kant).

Esta lógica de aniquilación puede manifestarse banalmente en el curso perfectamente normal de los negocios, por ejemplo, en la destrucción de las condiciones naturales de la vida por la externalización de los «costes» de la economía empresarial, en el abastecimiento deficiente de alimentos y ayuda médica en grupos enteros de población por falta de «financiabilidad», en la innecesaria muerte masiva de bebés y niños pequeños en regiones de pobreza global, etc.

No obstante, la misma lógica de la aniquilación puede también manifestarse de manera inmediata como una explosión de violencia y, en ese acto, provocar esa disolución de la conciencia de sí mismo que puede observarse no sólo en los frentes de batalla de las guerras capitalistas, sino también en los grandes estallidos de crisis a lo largo del S. XX. Hoy en día, esta disolución del yo parece convertirse en el principio que preside el mundo. La voluntad de aniquilación final del sujeto metafísicamente constituido se dirige finalmente contra ese sujeto mismo, en la medida en que es de este mundo, es decir, sensiblemente existente. Y no es en absoluto una casualidad que, en esta orgía de autodestrucción, la esencia «masculina» de tal sujeto vuelva a irrumpir en la superficie de forma bastante evidente.

Naturalmente, no es el vacío metafísico real del valor, de la forma social del movimiento del capital, el que actúa inmediatamente «sobre» el sujeto, sino que esta acción de crisis, esta transición hacia la violencia sin límites, se produce a través de la transmisión de formas de socialización y mecanismos psíquicos. Aquí se revela precisamente la tan festejada individualización posmoderna, que en realidad no es más que la forma más exacerbada de la subjetividad abstracta (separada) del ser humano constituida a la manera capitalista, hasta el grado de abandono total, como forma de transición a la pérdida absoluta del yo, en la que se desarrollan los mecanismos psíquicos de la pulsión de muerte hasta su manifestación inmediata, como describe convincentemente el científico social y psicólogo penitenciario Götz Eisenberg: «Los conflictos sociales se reprivatizan y se espesan en un espacio anímico interior, inadecuado para la absorción de tales energías. Es demasiado estrecho. La infelicidad encarcelada no puede detenerse, busca una salida […]. Por detrás de las imágenes de las humillaciones sufridas surgen actualmente imágenes de la propia vida pasada, que vienen de la infancia, pero que sólo se revelan ahora. Actuando como un amplificador, las experiencias de ofensas y rechazos muy antiguos se suman a las humillaciones presentes, dándoles así su peso […]. La energía emocional reunida en su interior se difunde, se recompone en otros lugares, se desplaza y forma nuevas conexiones […]. El mundo interior se transforma en un caleidoscopio de fragmentos que se entrelazan, creando imágenes cada vez más grotescas y aterradoras. Parcelas psicóticas de la personalidad, que todos llevamos dentro como seres sólo «parcialmente socializados» (Mitscherlich), pasan a primer plano, ganando así una especie de hegemonía psíquica. Se va acumulando un odio arcaico hacia los objetos que nos persiguen por dentro y por fuera, la percepción se vuelve borrosa, el mundo se oscurece, hasta que finalmente todo se convierte en un objeto «maligno y persecutorio». La calma y el autodominio ahora sólo funcionan con mucho esfuerzo; son algo impactante. Las fantasías paranoides comienzan a llenar la totalidad del campo visual interno. Ahora sólo queda un último impulso, y la mecánica de la perdición entra en acción» (Eisenberg 2002, p. 24 y ss.).

La abstracción de esta voluntad de aniquilación refleja la doble autocontradicción de la relación del capital: por un lado, apunta a la aniquilación de los «otros», aparentemente con el propósito de autopreservarse a cualquier precio; por otro lado, es también una voluntad de autoaniquilación, que ejecuta el sinsentido de la propia existencia en la economía de mercado. En otras palabras: el límite entre el asesinato y el suicidio se está desdibujando. Mucho más allá del «riesgo» de la competencia, se trata de una furia de aniquilación tan ilimitada que la distinción entre el yo y los demás empieza a desaparecer, lo que de nuevo puede considerarse un mecanismo psíquico: «Para escapar de la propia catástrofe narcisista y ahuyentar los insoportables sentimientos de miedo, impotencia y desamparo, el yo interior se vuelve del revés, escenificándose de forma asesina y suicida. Puede ocurrir que la conservación de la autoestima y la integridad de la personalidad constituyan una motivación más importante del comportamiento humano que la protección de la propia supervivencia. Antes de que las tensiones internas destruyan el yo, el criminal destruye partes del mundo exterior en una especie de defensa preventiva […]. La rabia destructiva del niño pequeño que se siente abandonado, irrespetado y desesperado, y que por tanto le gustaría mucho destrozar todo lo que le rodea, está limitada por su falta de fuerza física; pero esa misma rabia explosiva es otra cosa en el cuerpo de un adulto, que puede tener acceso a armas, automóviles e incluso aviones» (Eisenberg, ibidem, pp. 25 y ss.).

El yo abstracto del sujeto del dinero se disuelve en la competencia de la crisis final, trayendo hacia la luz lo esencial de lo que siempre ha estado latente en su interior, es decir, el vacío de su existencia, que equivale a la autodestrucción. En los colapsos cada vez más frecuentes de las relaciones socioeconómicas provocados por el mercado mundial de la globalización, en el proceso de descomposición de sociedades enteras, resulta imposible que los individuos se definan a sí mismos mientras sigan moviéndose dentro de la forma social dominante (lo que hasta ahora han hecho de forma espontánea). La verborrea democrática sólo puede aumentar y avivar la rabia, porque ella misma no es más que una expresión hipócrita y piadosa de la misma lógica de la aniquilación del ser humano y de la naturaleza.

Los fenómenos de autoperdición y autoaniquilación que Enzensberger describe en la juventud masculina, han devenido actualmente universales en muchos aspectos. Por un lado, no son sólo los autores de los actos inmediatos de aniquilación y autoaniquilación (más frecuentes de año en año) los que representan esta pérdida de sí mismos. Los autores evidentes de actos de violencia son sólo la punta del iceberg, el fenómeno manifiesto de un estado de la sociedad mucho más extendido. A cada asesino suicida le corresponden miles y millones de otros con sentimientos similares, pero que (todavía) no han pasado a los actos, sino que juegan con ellos en su imaginación, o los descargan en los correspondientes productos mediáticos (el mero hecho de que tales productos, los llamados videojuegos de alta violencia y otras numerosas formas de su glorificación mediática de la violencia, puedan fabricarse en términos de lucrativa producción en masa es una clara señal de lo profundamente que afecta este problema a la sociedad).

En segundo lugar, no sólo los vencidos declarados, como los de las banlieues o los de Mogadiscio, se matan unos a otros o cortan conscientemente el hilo que les une a la vida. La guerra civil molecular también tiene lugar, y con especial incidencia, entre los jóvenes aislados en la pseudonormalidad de los que ganan sueldos superiores a la media, los ganadores de la crisis y los fanáticos de la decencia, cuya indigencia mental y pérdida de sí mismos no se diferencia en nada a las de los asesinos juveniles de los suburbios degradados. El culto al asesinato y a la violación, considerados como un deporte, al igual que el culto al suicidio escenificado, también abunda en los barrios chic de Río de Janeiro, Nueva York o Tokio. El ya proverbial Amok y posterior autoejecución en las High-school estadounidenses es un producto de la imaginación de los vástagos de las clases medias acomodadas. Y también los terroristas suicidas palestinos o de Sri Lanka son, por regla general, provenientes de «buenas familias».

Finalmente, cabe esclarecer que no se trata de la irrupción de capas más antiguas de una cultura premoderna que, bajo la apariencia de la modernidad capitalista y la universalidad global, se harían patentes en los «excluidos», por ejemplo, bajo la forma del islamismo que prolifera en el mundo musulmán. Aunque el sistema único, universal, de la metafísica real del capital global tenga una coloración cultural diferente en las distintas regiones del mundo, según las pautas de las tradiciones ancestrales, las concepciones religiosas, los comportamientos sociales y estéticos, etc., esta coloración, esta diferencia cultural, no constituye lo esencial, el núcleo profundo, en relación con el cual la constitución e integración capitalista en el mercado mundial no sería más que una especie de barniz meramente exterior. La situación es precisamente la contraria. Tras siglos de historia de adaptación al capitalismo y tras la imposición de la relación de capital como relación mundial inmediata, es la misma y única forma universal de sujeto, que «encarna» el vacío metafísico del valor idéntico en todas partes, la que constituye el yo interior de los individuos, como una esencia totalmente incolora e incluso sin cualidades, representando ya la diferencia cultural sólo un barniz exterior, casi folclórico.

Por eso también las «bombas vivientes» (Enzensberger, ibidem, p. 36) que deambulan por el mundo del capital globalizado son los productos más auténticos de ese mismo mundo: sujetos idénticos de la misma metafísica real, en la que se ha vuelto manifiesta la pulsión de muerte propia de esta socialización negativa. Los perpetradores de las masacres en las high schools de Estados Unidos y los terroristas suicidas islámicos están más unidos por su forma de sujeción, y por tanto por sus actos, que separados por sus diferentes planos de fondo culturales.

Lo que es evidente en los autores de las masacres también se aplica a los terroristas suicidas, que aparentemente están más influenciados por motivos ideológicos. También entre ellos, como ya había identificado Hannah Arendt en la generación perdida de la época entre las dos guerras mundiales, la predisposición a sacrificar su propia vida no tiene «el menor parecido con lo que solemos entender por idealismo». Los motivos religiosos que, no por casualidad, han sustituido a las ideologías modernas propiamente dichas, son una expresión de esa pérdida universal de sí mismo, que lleva al «deseo apasionado de organizar la propia vida según conceptos desprovistos de todo sentido», para acabar tirándola como un pañuelo usado.

La locura religiosa que se extiende por todo el mundo y que, también en Occidente, ha dado lugar a innumerables sectas (incluidas incluso las «sectas suicidas» declaradas) ya no tiene ningún tipo de coherencia; se compone sincréticamente de todo tipo de elementos religiosos extraviados y se enriquece con los productos de la descomposición de las ideologías del pasado, desde el culto a Hitler hasta la «misa negra». El absurdo culto del mal corresponde a la pulsión de muerte en el centro vacío de la razón ilustrada, que es puesto al descubierto.

Este proceso ya se había iniciado en la época de las guerras mundiales y sólo se interrumpió con el último impulso del desarrollo fordista después de 1945. De hecho, el nazismo puede considerarse una especie de precursor o prototipo de la mezcla venenosa de ideas que hoy circula por todo el mundo en diversas recetas. También los nazis mezclaron su patológica «visión del mundo» a partir de motivos seudoreligiosos inconexos, mitos arcaicos sintéticos, ideologías modernas y productos secundarios del pensamiento de las ciencias naturales asociado al auge del capitalismo. También los nazis se caracterizaron por el culto a la «masculinidad» violenta específicamente moderna y sus respectivos códigos. E incluso para los nazis, no se trataba, o al menos no sólo, de intereses imperiales, sino también de una furia de aniquilación con todos los contornos de un fin en sí mismo, que culminó en una orgía de autoaniquilación y autoinmolación.

Hoy, sin embargo, el mismo contexto motivacional ya no es nacional y específicamente alemán, sino global y universal; el vértigo asesino ya no se organiza como un Reich nacional e imperial, sino en el contexto del «imperialismo global ideal» y en la dispersión molecular por todo el globo terrestre.

El énfasis exacerbado en los actos cultuales externos, tanto en las sectas occidentales como entre los islamistas, remite al mismo vacío de contenido. Si las antiguas religiones siempre tuvieron como telón de fondo la reproducción de las civilizaciones agrarias, nada de eso puede verificarse ya para las ideas zombis de estas nuevas «generaciones perdidas», ahora globales, para las que no puede haber futuro en su constitución capitalista. Por otra parte, el «plano de fondo de los intereses» de las anteriores ideologías modernas de la historia del ascenso del capitalismo ya no puede establecer ninguna coherencia ideal. El propio «interés» deviene salvaje y se descompone, y con él la ideología, que también es despojada de todo contenido coherente.

La codicia del éxito en el mercado de los vástagos de las minorías ganadoras de la globalización y la codicia de la economía de saqueo de las «mercancías occidentales» en las regiones en colapso se transforman inmediatamente en el vacío del desinterés total del joven sujeto masculino del amok y del suicidio. McDonald’s y la Yihad constituyen, de hecho, las dos caras de una misma moneda, incluso mucho más horribles que las descritas por Benjamin Barber en su libro «Coca-Cola y la Guerra Santa» (Barber 1996). La «sed de muerte» no es un motivo específicamente islámico, sino, más bien, el grito universal de desesperación de una humanidad que se autoejecuta en su forma mundial capitalista. Y los autores son, en un 90 o casi 100 por ciento, hombres en competencia violenta, tanto al final como al principio de esta extraordinaria «civilización».

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Reino del valor y destrucción del mundo – Sandrine Aumercier, Benoît Bohy-Bunel y Clement Homs

[Nota: El presente texto constituye la editorial de la Revue Jaggernaut n°4,  editada por Crise & Critique y publicada en febrero de 2022]

«La teoría no conoce otra «fuerza constructiva» que la que consiste en iluminar, mediante el reflejo de la catástrofe más reciente, los contornos de la prehistoria asolada por el fuego, para vislumbrar lo que, en ella, corresponde a esta catástrofe».

Theodor W. Adorno, Sociedad: Integración, Desintegración, p. 60.

El espectro que se cierne sobre el mundo moderno es cada vez menos el de la posibilidad de un futuro radicalmente distinto, sino el de una devastación irreversible. El verano de 2021, al igual que los anteriores, es una prueba de ello: inundaciones devastadoras en Alemania, Bélgica, Londres y Japón; temperaturas que alcanzan los 49,6°C en Canadá (en un lugar que normalmente se asemejaría a Bretaña), 48°C en Siberia, 50°C en Irak; Nueva Delhi ha atravesado su peor ola de calor en una década; Madagascar sufre una grave escasez de alimentos debido a la sequía; California, Siberia, Turquía y Chipre están en llamas; el Golfo de México está cubierto por una fuga masiva de gas; la ciudad de Jacobabad, en Pakistán, y la ciudad de Ras Al Khaimah, en el Golfo Pérsico, han sido consideradas inhabitables debido al calentamiento global; más cerca de casa, los incendios han convertido la región de Var, en el sur de Francia, en cenizas. El calentamiento del clima está empezando a reforzarse por el aumento de la liberación de gases de efecto invernadero a medida que se derrite el permafrost. De las fuentes de riqueza social abstracta abiertas por el capital, no sólo fluye una enorme cantidad de mercancías, sino también su contrapartida: una cantidad ilimitada de polución y otros males. El reino del valor, que no es otra cosa que la destrucción de la sociabilidad, amenaza los fundamentos de la existencia terrestre en general y de la humanidad en particular, enfrentada esta última a la necesidad absoluta de abolir la forma social capitalista a riesgo de desaparecer. La contradicción es demasiado evidente entre, por un lado, los imperativos cada vez más agresivos del crecimiento económico y, por otro, la finitud de los recursos materiales y la incapacidad del entorno natural para absorber los residuos y la contaminación producidos por la civilización impulsada por el movimiento del capital.

Es cierto que la negación de la crisis ecológica, afortunadamente, casi ha desaparecido del mundo y las alarmas suenan ininterrumpidamente desde hace tiempo. Nadie con un mínimo de credibilidad científica o intelectual cuestiona el hecho de que el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y el agotamiento de los recursos naturales nos están llevando a una situación catastrófica. Tampoco nadie cuestiona que el margen de cambio estructural para mitigar el curso de la catástrofe es extremadamente pequeño. Pero mientras fracasa una conferencia sobre el clima tras otra, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero siguen aumentando alegremente con el telón de fondo de un imperativo de crecimiento que no cambia.

Se sabe, por ejemplo, que a excepción del descenso durante el año de recesión 2009, o más recientemente durante los meses de confinamiento, las emisiones mundiales de CO2 siguen aumentando inexorablemente y se prevé que se alcance un nuevo récord mundial ya en 2023. Los resultados alcanzados por los mercados de carbono en la lucha contra el cambio climático no podrían ser peores. Entre 1995 y 2020, desde la COP3 hasta la COP24 (Conferencias de las Partes de la ONU), las emisiones de CO2 aumentaron más del 60%. La aporía sistémica de una protección del clima que no ponga en cuestión el capitalismo fue anunciada involuntariamente por el ministro-presidente del estado alemán de Baden-Württemberg, Winfried Kretschmann, en marzo de 2021, cuando confesó impotente a la prensa que «la crítica de que somos demasiado lentos es cierta». Y que también «deberíamos cambiar eso, sólo me gustaría saber cómo hacerlo».

Así, aunque cada vez hay más acuerdo sobre el diagnóstico científico, y cada vez más conciencia de la gravedad de la amenaza, hay un desorden y un desacuerdo generalizado sobre el significado histórico de la crisis socioecológica. Las feroces batallas políticas sobre cómo responder a ella reflejan en realidad una falsa unanimidad y una persistente incapacidad para identificar el principio operativo que subyace a esta trayectoria.

En los últimos años, el término «Antropoceno» se ha convertido en el principal concepto medioambiental para explicar dicha situación, y es especialmente popular en las ciencias naturales y sociales. Propuesta en 2002 por el premio Nobel de Química Paul Crutzen, pretende captar la alteración globalizada de los ciclos naturales del planeta que se produjo con la invención de la máquina de vapor en la primera revolución industrial, y designa una nueva «era geológica dominada por el ser humano» que sucede al Holoceno, que, a su vez, sucedió a la última era glacial (el Pleistoceno) hace 11.500 años. En este Antropoceno, es el «ser humano» –anthropos– quien ha tomado el control de los ciclos biogeoquímicos del planeta y se habría convertido en una fuerza geofísica. Habría empezado a transformar la biosfera de tal manera que ahora amenaza la capacidad del planeta para continuar la historia de la vida. La alteración de los ciclos del carbono y del nitrógeno, o incluso la destrucción masiva de la biodiversidad, conducen a puntos de inflexión planetarios irreversibles, cuantificados por ejércitos de científicos y anunciados regularmente con gran pompa en todos los grandes medios de comunicación, hipnotizando a unos y catastrofizando a otros, mientras seguimos en el mismo camino. Alimentados por la colapsología, ciertos estratos urbanos y privilegiados de la población padecen ahora una «eco-ansiedad» o «solastalgia» que se confunde indecentemente con la angustia de las poblaciones indígenas cuyos espacios nativos son devastados. La difusión de estas nociones completa este cuadro de impotencia y despolitización, en el que las nuevas ansiedades deben ser tratadas de la misma manera que los trastornos del comportamiento. En definitiva, se trataría de «aprender a vivir con» la catástrofe y practicar la «resiliencia».

Pero si «la era geológica dominada por el ser humano» conduce a una situación en la que la existencia de los seres humanos podría verse comprometida, hay algo muy problemático en la visión sobre esta dominación de la naturaleza reducida a un «sustrato dominado». Después de todo, debe haber algo no humano, algo «cosificador», en este tipo de dominación del «ser humano» cuyo resultado podría ser, precisamente, la extinción de la humanidad. El Antropoceno se revela, en última instancia, como una ruptura no planificada, involuntaria e incontrolada, como el efecto secundario de un «metabolismo social con la naturaleza» (Marx) desencadenado por el capitalismo industrial y que se ha vuelto incontrolable. Esto se puede ilustrar fácilmente con algunos ejemplos. La quema de combustibles fósiles, utilizados como carburante por los sistemas industriales y de transporte, provocaría inevitablemente una alteración del ciclo del carbono. La extracción masiva de carbón comenzó en Inglaterra durante la revolución industrial para que, con esta nueva fuente de energía móvil, las industrias pudieran trasladarse de las presas a las ciudades, donde había mano de obra barata.

No hubo intención de manipular el ciclo del carbono ni de provocar conscientemente el calentamiento global. Sin embargo, el resultado es que en el siglo XXI la concentración de dióxido de carbono atmosférico ya ha superado el límite seguro de 350 ppm que es esencial para la sostenibilidad de la vida humana a largo plazo. El propio ciclo del nitrógeno se ha visto alterado por la industrialización de la agricultura y la producción de fertilizantes, que incluye la fijación del nitrógeno atmosférico mediante el proceso Haber-Bosch. El límite anual de 62 millones de toneladas de nitrógeno eliminado de la atmósfera ya se ha superado ampliamente, con 150 millones de toneladas extraídas en 2014. Nadie planeó conscientemente esto, ni la eutrofización de los lagos ni el colapso de los ecosistemas. Es la misma historia la que se desarrolla con la pérdida de biodiversidad, la alteración del ciclo del fósforo o la acidificación de los océanos. En relación con esto, «la era geológica dominada por el ser humano» se parece más a un producto inconsciente del azar que al desarrollo de una capacidad de control consciente de los ciclos biogeofísicos planetarios, a pesar de la referencia de Crtuzen a Vernadsky y Tailhard de Chardin, que pretendían «ampliar la conciencia y el pensamiento» y «el mundo de inteligencia» (la noosfera). «No lo saben, pero lo hacen» – esto es lo que dice Marx sobre la actividad social fetichizada mediada por las mercancías, actividad que debe ser vista como la clave para una comprensión crítica del Antropoceno.

Sin embargo, hablar de azar e inconsciencia no significa eximir de responsabilidad. ¿Quién es este anthropos, este ser humano de los discursos sobre el Antropoceno? ¿Es la especie humana en general, de forma indiferenciada, la humanidad tomada no sólo como un todo (que no existe), sino también abstraída de todas las determinaciones históricas concretas? Esta inmensa imprecisión conceptual permite, sobre todo, justificar la geoingeniería climática -propuesta por Paul Crutzen- o, todavía peor, las ideologías del desarrollo duradero, de la economía circular que practica la caza de los residuos particulares, o el neomaltusianismo, que considera la demografía de los países periféricos como la causa del problema. De este modo, el anthropos sigue siendo el que destruye, pero también el que repara, y conservamos la doble figura del progreso, a la vez prometeica y demoníaca, heredada de la primera era industrial y de la Ilustración.

Ahogando la responsabilidad en una humanidad de hecho desigualmente responsable y desigualmente impactada, la noción de Antropoceno es claramente incómoda y da lugar a numerosos debates sobre «umbrales» históricos y negociaciones terminológicas, cada uno con su propio intento de nombrar al agente y al paciente del desastre. Donna Haraway, por ejemplo, sustituye el término plantacionoceno por el de colonización de las Américas como marcador de esta nueva época y, más recientemente, chtuluceno para invitarnos a «habitar el desorden», es decir, a investir las ruinas: «todos somos compost», dice Haraway. No hay mejor manera de estetizar la catástrofe y diluir la responsabilidad de esta situación reciente en la gran historia bacteriana del planeta Tierra.

Todas esas tentativas conceptuales pierden la oportunidad de problematizar el origen lógico de esta transformación, así como el sujeto que la porta. ¿Es diferente el término «capitaloceno» propuesto por Andréas Malm o Jason Moore para intentar dar cuenta de los límites de la noción de antropoceno? La noción de «capital fósil» desarrollada por Malm a partir del material histórico que muestra la coincidencia histórica del auge del capitalismo industrial con el de los combustibles fósiles conduce a la curiosa figura de un Antropoceno cuyo agente serían los combustibles fósiles y cuyos responsables serían quienes, aún hoy, siguen defendiendo e implementando estos combustibles. La solución obvia sería dejar de usarlos. De manera general, una parte del marxismo agotado se ha reciclado en los últimos veinte años en un ecosocialismo que no ha abandonado el dogma del «desarrollo de las fuerzas productivas»: pero ahora, en cambio, debemos entregarnos en cuerpo y alma a la producción de paneles solares y turbinas eólicas y arrancar su propiedad de las garras de los capitalistas que se aferran a sus chimeneas llenas de carbón y a sus pozos y tuberías de petróleo. Esto lleva a una concepción no sólo «leninista», sino también tranquilizadora respecto de las «energías renovables»[1]. De hecho, es de ellos de quienes Malm y los ecosocialistas esperan la salvación ecológica, en perfecta congruencia con la retórica oficial que promete un futuro verde y sostenible sin decir nada sobre la intensificación extractivista y el aumento de la devastación causada por la minería que ello supone. Mientras tanto, Total Energies juega en los dos campos, el verde y el fósil, mientras que Joe Biden, con sus famosas afirmaciones de que restablecería los Acuerdos de París, firma más permisos de perforación petrolífera en un año que Donald Trump en cuatro. Por lo tanto, está cada vez más documentado hasta qué punto las energías renovables no sólo son fuente de verdaderos estragos, sino también hasta qué punto simplemente se suman a la trayectoria global sin alterarla en lo más mínimo. Sin negar que las «élites» están implicadas en esta doble moral, sólo cabe preguntarse por la naturaleza de esta compulsión ciega, que no conoce interrupción y parece destinada inexorablemente a arrojarnos a todos al infierno, mientras los jóvenes, revueltos por la inercia del sistema, tratan de presionar en el debate parlamentario, a riesgo de reforzar la gestión técnica y la adaptación al desastre. Así, son muchos -y no sólo los expertos- quienes están convencidos de que una feliz mezcla de tecnocracia, descarbonización de la economía, geoingeniería, transición energética, pequeños gestos ecológicos, buena voluntad e innovación comercial bastará para lograr la «transición» hacia un nuevo capitalismo verde.

En realidad, el capitalismo se encamina hacia un estado de excepción permanente en el que todos estarán dispuestos a competir para prolongar la agonía. Y las aflicción y compromisos del sujeto ordinario no son menos determinantes que los de los responsables políticos, encargados por la forma política moderna de representar su mandato fundamental: el crecimiento. Todos los portadores de funciones están envueltos en una misma relación social de la que se empeñan en no saber nada y de la que se culpan unos a otros.

De esta manera, con el avance de la crisis ecológica la angustia se apodera también de quienes, hasta hace poco, negaban la realidad del cambio climático: todo el espectro político está ahora hechizado por la «urgencia climática» ante un electorado desesperado. Incluso la extrema derecha ha empezado a dar cabida a la ecología en sus temas favoritos. Neomaltusianismo, darwinismo social, defensa armada de los territorios y de la identidad nacional, survivalismo, actos de terrorismo de orientación ecológica: estas tendencias que se acumulan y crecen apuntan a la neofascistización de una capa de la sociedad que es la punta de lanza de las tendencias políticas transversales. El levantamiento de muros y el abandono a su suerte de poblaciones superfluas ya no merecen ninguna justificación a nivel mundial y se están convirtiendo en algo habitual que se banaliza en indiferencia.

Mientras tanto, algunos pierden la voz gritando, predicando valores humanos y militando por el reconocimiento del crimen del ecocidio o de los «derechos» atribuidos a las entidades naturales en el marco de la forma política burguesa. El biocentrismo que caracterizaba a la ecología profunda hasta hace poco se ha convertido, en el transcurso de unos años, en el capital comercial de una ecología antiespecista, a veces asociada al veganismo, apasionada por la conservación y la restauración de la naturaleza. Una naturaleza transformada en espectáculo en la que los ocupantes autóctonos son evacuados o perseguidos; una naturaleza a menudo muy mal comprendida por sus promotores, como muestran, entre otros, Charles Stepanoff y Guillaume Blanc en sus recientes trabajos.

Porque la ontología naturalista moderna es inseparable del capitalismo y, por tanto, se encuentra también en las ideologías afirmativas de la crisis. El concepto moderno de «naturaleza» está totalmente configurado por la forma-mercancía y la forma-sujeto burguesa. Las ciencias naturales modernas, siguiendo a Immanuel Kant, presuponían un sujeto puramente formal, idéntico a sí mismo, susceptible de sintetizar la multiplicidad de la intuición sensible. Este sujeto abstracto se mantuvo independiente de la empiria y asumió la naturaleza como una exterioridad radical que debía ser sometida a cuestionamiento. Esta subjetivación moderna instituye una dualidad sujeto-objeto y una naturaleza puramente separada que no son independientes del proceso de valorización del valor. También instituye un tiempo abstracto y un espacio homogéneo que debe ser cuantificado en vista de su dominio. La «naturaleza» moderna ha sido sometida a una lógica de matematización que permitió, entre otras cosas, la reducción de lo no humano al estado de recurso explotable, componente del capital constante. Del mismo modo, el tiempo de trabajo debe ser medido, su cualidad concreta es negada a efectos de su gestión racional y de la extracción de la plusvalía relativa. El punto común entre las ciencias naturales y las ciencias económicas es su tendencia a cuantificar sistemáticamente lo que, sin embargo, es heterogéneo al orden de lo cuantitativo: son incapaces de captar lo que sigue siendo no idéntico a las formas homogéneas de la racionalidad y la producción modernas, a saber, el sufrimiento de lo vivo sensible y consciente, el contenido cualitativo de la forma abstracta.

El capital variable y el capital constante, constituidos también por individuos vivos y sufrientes, son reducidos a la condición de recursos valorizables y cuantificables en un proceso de producción que los naturaliza y reifica. Son estas mismas tecnologías ecológicamente destructivas las que hacen que el trabajo vivo sea cada vez más superfluo. Al mismo tiempo que el capital hace del tiempo de trabajo la fuente y la medida de toda la riqueza, tiende a reducir este tiempo de trabajo productivo a un mínimo cada vez más precario. Esta contradicción se encuentra en el corazón de todo sujeto del capital. Todo el horror del capitalismo radica, al final, en que nadie está detrás de las cortinas moviendo los hilos. Nadie controla el movimiento de valorización del capital a escala mundial: tiene lugar a través del mercado, como un proceso por el cual el dinero debe convertirse en más dinero a través de la producción de mercancías y su consumo. Incluso los capitalistas más poderosos están sujetos a esta limitación, que Karl Marx resumió con el término fetichismo social.  Por lo tanto, la responsabilidad del daño no puede entenderse únicamente en términos de la identidad de clase de los individuos, sino más bien en términos de la identificación más o menos consensuada de cada individuo con la forma de vida capitalista.

El capitalismo moviliza las ciencias naturales para instaurar un sujeto solipsista y narcisista que debe hacerse «dueño y señor de la naturaleza» (Descartes). Las ciencias naturales modernas fabrican técnicamente sus experimentos constituyendo una naturaleza homogénea al cálculo matemático. No es la «naturaleza» desordenada y cualitativa la que tematizan, sino una naturaleza técnicamente elaborada y purificada, determinada por un sujeto abstracto idéntico a sí mismo.  Al igual que las técnicas implican en la producción una subsunción real del trabajo concreto bajo el trabajo abstracto, existe una subsunción cada vez más real de la naturaleza bajo el valor.  Así es como la lógica de la competencia y la lógica de la extracción de la plusvalía relativa impulsan la automatización de la producción cada vez más, hasta la reciente revolución microelectrónica (1970-80), hasta el punto de destruir cada vez más el planeta, pero también hasta el punto de comprometer al capitalismo en un proceso irreversible de desustancialización del valor. El límite externo (crisis ecológica) y el límite interno (crisis económica) del capitalismo están sutilmente entrelazados, como muestra el «fragmento sobre las máquinas» de los Grundrisse. Así, la superación del capitalismo no se logrará mediante la ciencia o la economía «positivas». Un pensamiento crítico que vuelva a poner en cuestión la hegemonía del cálculo y la cantidad, y que tematice los sufrimientos y los deseos de los sujetos en su dimensión irreductible, podrá también criticar la inversión fetichista-mercantil entre lo abstracto y lo concreto, entre los medios y los fines.

El sujeto solipsista portador del proyecto naturalista-capitalista es estructuralmente el sujeto masculino, occidental y blanco. La ciencia natural, que construye técnicamente una naturaleza cuantificable modelada por la forma-mercancía, consolida primero la disociación sexual. La naturaleza «informe» y «caótica» que hay que enmarcar y disciplinar se ha asociado (desde Bacon) con lo femenino. Como explica Roswita Scholz (1992), la disociación de forma y contenido es una disociación específica del sexo. Dentro de la disociación sexual moderna, la forma-valor se refiere al sujeto competitivo, racional e ilustrado de la competencia, que es típicamente un sujeto masculino, mientras que el contenido irracional, que puede referirse a la sensibilidad, el cuidado, la esfera reproductiva y el erotismo, se asigna al (no) sujeto femenino.

Esta estructura de disociación es inseparable de una economía moderna desacoplada, que separa funcionalmente las esferas de producción de valor (masculina) y de reproducción privada (femenina). La dominación de la naturaleza externa es inseparable de la dominación de una naturaleza inferior, feminizada, declarada como sensible, informe e irracional. Asimismo, no se considera que los indígenas tengan la racionalidad crítica que triunfa con Kant y la Ilustración. El naturalismo se impone entonces como una verdadera unidad excluyente y como una totalidad quebrada. Por lo tanto, no podríamos distinguir rígidamente entre la historia de la sobreexplotación colonial y los problemas asociados a la dominación de la naturaleza «externa», ya que es el mismo sujeto abstracto el que desarrolla, en la modernidad, este naturalismo capitalista multidimensional.

La crítica de la destrucción de la vida en la actualidad presupone, por tanto, la crítica radical de las ciencias positivas y las técnicas modernas, pero también la comprensión de una íntima conexión entre las crisis ecológica, social y económica. También presupone una crítica al patriarcado productor de mercancías y a un racismo estructural, naturalizante. Hoy, las especializaciones y compartimentaciones nos impiden ver estos fenómenos multidimensionales. Estas especializaciones teóricas reflejan la división del trabajo capitalista, y son en sí mismas alienadas. Como anuncia Kurz en el primer capítulo del libro La sustancia del capital, no es el hecho de criticar la totalidad lo que es totalitario. Esto se debe a que el valor destructivo es precisamente esta totalidad (escindida), y es esta totalidad la que debe ser absolutamente criticada. La crítica de la totalidad capitalista no pretende plantear esta totalidad en detrimento de lo no idéntico -como le reprocha el pensamiento posmoderno- sino que pretende elevar la crítica al nivel del totalitarismo de la forma. Una «crítica» dispersa o fragmentaria reproduce las separaciones y aislamientos de las ciencias positivas, que a su vez permanecen dentro de los límites impuestos por la división moderna del trabajo.

La crítica del capitalismo no puede adoptar la perspectiva naturalista y vitalista que es el fundamento de la modernidad. No pretende salvar una «naturaleza» idealizada, ni una «humanidad» idealizada como especie, y menos aún un capitalismo que se concibe a sí mismo como una fuerza de la naturaleza. No puede aliarse con las diferentes variantes políticas de este naturalismo, cuyas contradicciones tienden actualmente a superarse mediante una gestión cada vez más totalitaria de la vida, la salud y la población. Esta crítica se basa, en cambio, en una epistemología de la naturaleza que tiene en cuenta que sólo podemos hablar de ella en una posición secundaria y que, por tanto, sólo podemos defender la naturaleza defendiendo la posibilidad de una sociedad verdaderamente humana.

Establecer críticamente las condiciones para la emancipación de la sociedad es el único camino para una ecología radical, aunque ante la urgencia y el aumento de las catástrofes muchos tendrán la tentación de refugiarse en las ideologías de la crisis de las que acabamos de dar algunas pinceladas. La crítica epistemológica del concepto de naturaleza representa un desvío teórico que no es un vano refinamiento ni «tiempo perdido para la urgencia de la acción», sino que por el contrario tiene en cuenta el estatus de la «segunda naturaleza». También pretende articular la crítica marxiana de la economía política con una crítica de las tecnologías, las ciencias y las fuerzas productivas modernas.

[1] En el original francés se produce aquí un juego de palabras entre “léniniste” [leninista] y “lénifiante” [tranquilizante o calmante] que no puede ser captado en su traducción al idioma español [N. del T.].

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