Robert Kurz – Los demonios despiertan [Die Dämonen erwachen]

Traducción: Pablo Jiménez C.

[Nota: El siguiente texto es una traducción del último capítulo del libro Schwarzbuch Kapitalismus: Ein Abgesang auf die Marktwirtschaft (El libro negro del capitalismo: un canto de cisne para la economía de mercado).  Tal como su subtítulo lo indica, el escrito constituye una historia crítica del capitalismo que se realiza en el momento preciso en que dicho sistema se encuentra ante su derrumbe histórico].

El capitalismo ha llegado al final de su huida ciega a través de la historia; ahora sólo puede desgarrarse a sí mismo. Pero cuanto más innegable es que la humanidad no puede seguir reproduciéndose en las formas de la «bella máquina» y su único tautológico movimiento de fin en sí mismo, más se endurece la forma capitalista de la conciencia. La crisis mundial de la Tercera Revolución Industrial ya no encuentra ningún proyecto emancipador que pueda movilizarse como alternativa social. La crítica radical del capitalismo se considera generalmente como un anacronismo extraño, porque en la conciencia social -tanto del «hombre de la calle» como en la literatura de las ciencias sociales- se identifica sólo con el irremediablemente obsoleto paradigma museístico del movimiento obrero, que en realidad siempre ha permanecido inmanente al sistema. Así, la reflexión teórica desaparece por completo de la esfera pública capitalista; es sustituida superficialmente por una cultura de efectos mediáticos autorreferenciales, que sólo se preocupa por llamar la atención: la «teoría» es una empresa comercial como cualquier otra.

Pero el lúdico culturalismo posmoderno, que sigue redefiniendo la pobreza como un disfraz y la humillación social como un juego, es sólo un evento superficial bajo el cual ya se agita algo muy diferente. Aunque la «economía del cómo-si» ha conducido a una «cultura del cómo-si», que aparentemente ya no se toma nada en serio y al mismo tiempo difunde democráticamente el espíritu pequeñoburgués conservador a gran velocidad, ya no puede ocultar la verdad de que la crisis no resuelta del capitalismo es muy grave y cada vez se puede contener menos. Ya no es un secreto que la obstinada conciencia social, que quiere a toda costa aferrarse a las formas sociales del capitalismo, busca silenciosamente y a pie juntillas un nuevo paradigma, que es el más antiguo de la ideología burguesa. Los demonios han despertado y regresan a pasos agigantados en el pensamiento y la acción de las mónadas posmodernas de la competencia. Una nueva y radical biologización de la sociedad se abre paso, el reino animal humano del siglo XIX regresa sólo con una apariencia superficialmente modernizada.

Más allá del campo de juego culturalista de los suplementos culturales posmodernos, el triunfo neoliberal hizo que la nueva naturalización de lo socialmente democrático fuera aceptable, en primer lugar, en la ideología económica. La creencia generalmente invocada en la economía de mercado como un «orden económico natural», el «desempleo natural» de Friedman y los diversos premios Nobel por la repetición simplista de la idea del siglo XVIII de una «naturaleza humana» económicamente egoísta han dado alimento a un darwinismo social abierto o encubierto que ha podido retozar durante mucho tiempo sin ser cuestionado por las objeciones intelectuales, desde las consideraciones de «economía médica» hasta la justificación pseudonaturalista de la selección social. Si hoy la doctrina maltusiana puede volver a ser discutida positivamente con toda compostura en las gacetas liberales de izquierda, esto indica el grado ya alcanzado de una nueva «darwinización» de la conciencia social.

En la niebla de esta redarwinización neoliberal de lo económico y lo social, hace tiempo que existe una regresión aún más profunda del pensamiento. Junto con la teoría social inspirada en Marx y el pensamiento reflexivo de la crítica social, todas las corrientes, escuelas y enfoques teóricos -tanto en el mundo académico como en el periodístico-, que pretenden comprender a la especie humana como ser social y psicológico y, por tanto, entender la sociedad a partir de su propia constitución histórica, están en retirada o ya han desaparecido. La culturalización posmoderna de lo social fue sólo un interludio en el camino hacia su renovada biologización. Tras el discurso autorreferencial e inconsecuente de la reducción cultural, cuya función era únicamente la de alejar la crítica radical a la economía, ahora se populariza la ciencia natural o, más exactamente: la pseudonaturalización de la sociedad y la conciencia.

Antiguas estrellas intelectuales ex-izquierdistas descubren las supuestas «constantes antropológicas» ante las que se desvanece la historia. La psicosomática está mega out y el psicoanálisis se considera refutado. No es el inconsciente lo que nos impulsa, según el nuevo materialismo científico vulgar, sino la bioquímica y los procesos neuronales de nuestro cuerpo. En general, el ser humano aparece cada vez menos como un ser social, mientras que la sociedad tiende cada vez más a aparecer como un «cuerpo» biológico.

Y también los individuos se cuidan principalmente de la piel y descubren su corporeidad muscular; el culto posmoderno al traje se vuelve hacia el físico desnudo, y los corredores de bolsa del capitalismo de casino tratan de aproximarse en los gimnasios a la apariencia de figuras como Arno Breker. Una especie de estética nazi modificada de lo biológico está en auge, y el esoterismo popular como vertiente de la cultura de masas posmoderna se adapta a ella tan bien como lo hicieron las apariciones, el misticismo del Lejano Oriente y el culto indogermánico antes de 1933: todo tipo de ciencia ficción conspirativa mundial está teniendo éxitos de ventas y se está convirtiendo en lectura predilecta para los conductores de autobús, los desempleados y los asistentes de dentista.

La genética, punta de lanza de una nueva ciencia de la crianza y de la selección con un auténtico poder de penetración, comienza ya a ideologizarse en la vorágine social del neoliberalismo. La suposición de que todos y cada uno de los fenómenos sociales e individuales están preformados «genéticamente» o neurobiológicamente está cada vez más arraigada, inicialmente en contextos aparentemente remotos. El neurólogo estadounidense Steven Pinker afirma que el lenguaje es «tan innato al ser humano como la trompa al elefante» y que debe existir un «gen de la gramática». Para el premio Nobel Francis Crick, de San Diego, incluso el libre albedrío consiste en «nada más que neuronas». Científicos del Instituto Robert Koch de Berlín afirman haber encontrado un virus que supuestamente desencadena la melancolía y que es transmitido por los gatos domésticos. Y el biólogo molecular estadounidense Dean Hammer ha rastreado recientemente la homosexualidad hasta el gen Xq28 en una sección terminal del cromosoma sexual X.

Las pruebas inciertas, una mezcla de hipótesis, los hallazgos y las interpretaciones experimentales aparentemente ya no molestan a nadie, porque las ciencias naturales están obviamente implicadas en un proceso de demarcación de los límites del capitalismo y en programas de tratamiento de la crisis. Sus problemáticas, que se suponen «puramente objetivas», se dejan fácilmente influenciar por la corriente intelectual llena de miedo y odio de la sociedad mundial del capitalismo de crisis. Las ciencias naturales, como en toda su historia acompañando al desarrollo del capitalismo, nunca han querido -ni tampoco podrían hacerlo- reflexionar críticamente sobre su posición social, ni siquiera después de la Segunda Guerra Mundial, salvo ocasionalmente en consideraciones morales secundarias y poco profundas; y como nada ha cambiado en este sentido, sus propios demonios regresan también en la nueva crisis mundial. La «genetización» de la degradación social se está extendiendo profundamente a las ciencias sociales y las humanidades. Ya en su publicación The Bell Curve, los científicos sociales estadounidenses Richard Herrnstein y Charles Murray han establecido un vínculo entre “Raza, Genes y Coeficiente Intelectual” que define pseudobiológicamente a los negros estadounidenses fuera de la «élite cognitiva».

La construcción de un «coeficiente de inteligencia» es el vínculo entre el viejo y el nuevo discurso de darwinización. En un debate «genético» altamente ideológico, podemos ver cómo, ante el repetido aumento de las «clases peligrosas» de pobres «desempleados» en el capitalismo global de crisis, los eugenistas y los topógrafos craneales del siglo XIX y principios del XX vuelven -bajo la apariencia de una «ciencia genética de la selección»-, a definir de nuevo a los «criminales natos», a los «subhumanos» y a la «vida indigna de vivir» a finales del siglo. Es previsible que en un futuro próximo se nos presente un «gen de la criminalidad» o un «gen de la pobreza». Y la invención de un destino social anclado genéticamente llega, naturalmente, en el momento oportuno para la política neoliberal de recorte de gastos sociales. No es la forma capitalista la que se pone en tela de juicio y somete a crítica, sino los seres humanos «sobrantes», que vuelven a ser vistos cada vez más como «existencias que son una carga». Lo que es un consenso clandestino en el seno de la sociedad ya está siendo abiertamente ejecutado por las bandas neonazis sobre los sin techo y los discapacitados.

En la misma medida en que la biologización y la naturalización de la sociedad comienzan a inundar de nuevo la conciencia de crisis del capitalismo y a flanquear la selección social neoliberal, esta tendencia asesina se convierte nuevamente en una pseudocrítica derechista y fascista del liberalismo y de la «economización del mundo» capitalista. En una compulsión patológica de repetición, la nación «étnica» [völkische] y la «raza» [Rasse] se desplazan como contraimágenes fantasmáticas de una crítica radical de la economía que el marxismo del movimiento obrero jamás logró realizar.

En este sentido, no es menos «alemana» lo último de la «nueva derecha» francesa, cuyo mentor Alain de Benoist está en un trip nazi desde finales de los años 70; encubierto bajo una supuesta inocencia que se imagina libre de Auschwitz. De Benoist no deja nada de lado; se regodea con el fantasma del «indogermanismo», y para él la «raza» es un hecho positivo, «marcado» por la «frecuencia media de algunos genes (!) que establece características o predisposiciones físicas, patológicas y psicológicas para una población determinada» (de Benoist 1983, 53). Siguiendo al biólogo estadounidense Robert Ardrey, declara que los seres humanos son «carnívoros con grandes cerebros» (op. cit., 362), en cuyo ser los criterios de competencia están biológicamente inscritos:

«Nuestro más antiguo ancestro fue un depredador. Su naturaleza depredadora es lo más seguro que hemos heredado. El ser humano no es descendiente de un ángel caído, sino de un antropoide (altamente) evolucionado. Es un depredador» (de Benoist, op. cit., 362).

Lo que se presenta como una crítica al liberalismo no hace más que repetir sus supuestos axiomáticos desde Hobbes en adelante, pero bajo una forma agravada, ya que desde el siglo XIX se ha superpuesto ideológicamente a la competencia económica y se ha propagado como una darwiniana «continuación de la competencia por otros medios» entre «razas», «pueblos» y «naciones». Y a De Benoist no se le «expulsa de la sala» por revivir ese liberalismo racista mitificado, sino que se le toma en serio como un radical de derechas aceptable para la burguesía y se le invita a los congresos científicos con el gesto de la tolerancia. El resucitado Adolf Hitler habla aquí en francés. Pero, por supuesto, también hace tiempo que volvió a hablar en alemán. En la patria de la pseudocrítica irracional-romántica y racial-biológica de la modernidad, este demonio de la «ideología alemana», con el que la invención burguesa-liberal de la «nación» ha sido ennoblecida desde Herder y Fichte al estatus de un ser sanguíneo suprahistórico y opuesto a la desdeñosa democracia occidental de Mammon, se levanta de su lecho de noche como reacción a la crisis capitalista tras el «fin del marxismo» con una consistencia asombrosa.

Ahora se paga amargamente el hecho de que la izquierda, a pesar de Auschwitz, nunca entendió realmente este derivado demoníaco del liberalismo ni lo criticó hasta el final. Más aun, el contenido antisemita de los utopistas y la contribución del propio socialismo a la darwinización de lo social y a la ideología de la sangre en general permaneció oculto, al igual que no se expuso críticamente la raíz liberal del marxismo en el movimiento obrero como tal. También en este aspecto, la «nueva» izquierda de 1968 no superó a la vieja izquierda del movimiento obrero. Después de haber tematizado brevemente el fetichismo moderno del sistema de producción de mercancías, el carácter destructivo e irracional del «trabajo» abstracto y la racionalidad de la economía empresarial, la integración funcionalista de la ciencia, etc., pero sin haber cruzado este Rubicón, su encarcelamiento en la «jaula de hierro» de las categorías capitalistas estaba sellado, y no sólo en el plano de las formas económicas.

Dado que la crítica de la izquierda al capitalismo fue demasiado miope y no alcanzó sus fundamentos categóricos, la «nación» quedó exenta de crítica, de la misma manera en que lo hizo el trabajo abstracto; no fue un problema para la izquierda que el crimen contra la humanidad acechara en esta categoría como tal y que después de Auschwitz no sólo la «nación alemana» sino la «nación» en general tuviera que ser rechazada desde la base como una forma capitalista de la sociedad. En cambio, la «nación» se introdujo de contrabando en el debate de la izquierda a través de la mitificación de los «movimientos de liberación nacional» en la periferia capitalista y pudo utilizarse junto a la «democratización» como un concepto positivo. El viejo nacionalismo socialista que se había adaptado de esta manera desde 1848 podía así cargarse positivamente para su propia nación burguesa, en el sentido de la construcción de la RDA como una «nación alemana socialista». Después de 1989, lo único que quedó de él fue la «nación alemana», al igual que, por cierto, lo único que quedó del socialismo de Estado en toda Europa del Este fue el nacionalismo como forma de decadencia.

Si la «disputa de los historiadores» de los años ochenta, cuando Ernst Nolte -paralelamente a la incipiente crisis de la Tercera Revolución Industrial- presentó su pérfida rehabilitación del nacionalsocialismo en nombre de una legitimación democrática anticomunista, parecía todavía un avance del pensamiento conservador de derechas -combatido por la izquierda como siempre-, desde entonces la «ideología alemana» ha irrumpido en los procesos de descomposición de la izquierda de una manera que probablemente no se creía posible unos años antes. Esto es tanto más significativo cuanto que esta transición tuvo lugar en un clima social que difícilmente puede ser malinterpretado. El colapso de la RDA y la anexión de su territorio a la RFA, celebrada como «unificación alemana», fue ya un momento de la (negada) crisis mundial del sistema productor de mercancías; y así, «unificación alemana», crisis socioeconómica y formas de reacción racistas se fundieron en un complejo global de «agitación de masas»: en nombre de la comunidad de sangre, la gente volvía a ser perseguida, quemada y golpeada hasta la muerte en Alemania a finales del siglo XX. Estos «excesos» de las bandas de ultraderecha, como se ha señalado suficientemente incluso en los comentarios medianamente críticos, encuentran un beneplácito silencioso y no reconocido entre la «mayoría silenciosa» en el «centro» de la sociedad. Y, especialmente en Alemania del Este, ha surgido una cultura pop y de masas francamente neonazi como triste residuo de la RDA.

Cuanto más se minimiza, se niega y se distorsiona ideológicamente la crisis mundial de la Tercera Revolución Industrial, más masivamente vuelve a entrar en la conciencia social el síndrome antisemita, que nunca ha desaparecido del todo. Este antisemitismo, que es el peor de todos los demonios de la modernidad, lleva al extremo la explicación irracional del mundo y de la crisis, y se agita en el contexto del capitalismo de casino mucho antes del debido colapso financiero mundial. Así, por cuarta vez en la historia del desarrollo capitalista, desde las revueltas del hep-hep[1] de principios del siglo XIX, los estallidos de odio antisemita y los pogromos acompañan la crisis y el despegue del capital financiero. Paralelamente a la estructura del capital monetario transnacional, el antisemitismo se está globalizando como nunca antes: desde el Atlántico hasta los Urales, e incluso en Japón, florece la agitación contra las comunidades judías; e incluso Louis Farrakhan, el líder de los influyentes «musulmanes negros» de Estados Unidos, predica diatribas de odio antisemitas. También en Alemania es evidente las pocas consecuencias que se han extraído de Auschwitz, a pesar de todo el falso melodrama que se ha hecho al respecto.

Aunque los «signos de los tiempos» pueden entenderse con bastante claridad, la izquierda socialmente desarmada se apropia fantasmagóricamente de los espectros ideológicos de la crisis capitalista. Por un lado, el discurso de la «democratización» ha producido consecuentemente esa izquierda-Armani que hoy co-administra responsablemente la crisis capitalista y la represión social. Mientras acorta la vida de los beneficiarios de la asistencia social y de los desempleados en todos los sentidos, esta antigua izquierda estatista lanza al circo político mediático palabras de plástico que sólo indican lo irreal que empieza a ser la política: la «comunidad democrática de naciones», en armonía con una «Europa democrática y una economía de mercado» y un «patriotismo constitucional» alemán habermasiano, se supone que destierra los demonios que surgen del interior de esta misma democracia y revelan su falsedad. Pero en este «patriotismo constitucional» sigue estando presente la misma «nación» como categoría positiva que constituye el término de referencia central para todas las declaraciones irracionales de crisis y las campañas de exclusión racista. De este modo, la izquierda democrática de Armani contribuye a la darwinización de la conciencia social, al igual que lo hace con su naturalización neoliberal de la economía capitalista. En Alemania, esto nunca ha sido más evidente que en el debate sobre la reforma de la ley de ciudadanía. El tibio plan del gobierno de la izquierda «rojo-verde», que no quería abolir en ningún caso la comunidad de sangre y ascendencia alemana legalmente codificada, sino sólo modificarla, terminó, tras una masiva y exitosa campaña de movilización de los conservadores por el derecho de sangre, con un compromiso podrido que no tocaba decisivamente el fundamento étnico de la democracia alemana.

Por otra parte, una parte de la izquierda de 1968, con su referencia positiva a la «nación», se convirtió en el marcapasos directo de un nuevo discurso de dominación y exclusión nacional. La «nación alemana» se descubrió como un objeto del corazón que hay que hacer valer contra la globalización capitalista. Bernd Rabehl, antiguo portavoz de la revuelta estudiantil, surgió como profeta étnico-nacional, al igual que Horst Mahler, antiguo abogado y mentor de la «Fracción del Ejército Rojo» (RAF). En una «revolución cultural de derechas», la nueva derecha y la antigua izquierda están estrechamente unidas.

Mientras que en este clima la izquierda «constitucionalmente patriótica» de Armani y del «nuevo centro» ejecuta las leyes fetichistas del dinero, la izquierda étnica devenida en nacionalista, junto con los neonazis, revitaliza la falsa crítica racista y antisemita del dinero que siempre conduce al asesinato. Cada vez más escritores destacados de la RFA se adhieren al irracionalismo nacional-racista. Después de que la figura literaria Botho Strauß ya hubiera declarado su apoyo a los motivos y mitos reaccionarios de una «crítica del capitalismo» nacionalista con una polémica bautizada como «Canción de la cabra crecida», el novelista alemán Martin Walser le prestó su apoyo con motivo de la concesión del «Premio de la Paz del Comercio del Libro Alemán» a su persona:

«Todo el mundo conoce nuestra carga histórica, la vergüenza eterna, no hay un día en que no se nos presente […] Ninguna persona seria niega Auschwitz; ninguna persona que aún es capaz de razonar deja de tomarse en serio el horror de Auschwitz; pero cuando este pasado se me presenta cada día en los medios de comunicación, noto que algo en mí se resiste a esta presentación permanente de nuestra vergüenza. En lugar de agradecer la incesante presentación de nuestras (!) vergüenzas, empiezo a mirar hacia otro lado (!).  Me gustaría entender por qué en esta década se presenta el pasado como nunca antes. Cuando me doy cuenta de que algo dentro de mí se opone a esto, intento escuchar los motivos de la presentación de nuestra vergüenza, y casi me alegro cuando pienso que puedo descubrir que la mayoría de las veces el motivo ya no es el recuerdo, el no poder olvidar, sino la instrumentalización de nuestra vergüenza para fines actuales […]  A alguien no le gusta que queramos superar las consecuencias de la división alemana y dice que estamos haciendo posible un nuevo Auschwitz. Incluso la propia división, mientras duró, fue justificada por intelectuales autorizados con referencia a Auschwitz […] En 1977 tuve que dar un discurso no muy lejos de aquí, en Bergen-Enkheim, y aproveché la oportunidad para hacer la siguiente confesión: «Me parece intolerable que la historia alemana -por muy mala que fuera al final- acabe en un proyecto catastrófico» [. …] Esto viene a cuento porque ahora vuelvo a temblar de osadía cuando digo: Auschwitz no es apto para convertirse en una rutina amenazante, en un medio de intimidación que pueda utilizarse en cualquier momento, o en un garrote moral, o incluso en un simple ejercicio obligatorio […]» (Walser 1998, 17 y ss.).

Involuntariamente, Walser explica con ese discurso que la actual «identidad nacional» alemana  sólo puede conducir a «estar harto de que se nos recuerde constantemente Auschwitz». Es el estereotipo del antisemita disfrazado: «Auschwitz fue un crimen, pero…», ese «pero» que alberga un abismo, es la mitad de la excusa anticipada de los reincidentes y la confesión de que hay algo decididamente más importante que Auschwitz, a saber, la «nación alemana». Walser cree que está «temblando de audacia» cuando dice cosas que en verdad han sido durante mucho tiempo el consenso de la «mayoría silenciosa» y que, ahora, se abren paso desde la penumbra de los discurso de cerveza en las mesas de los pubs hasta el procesamiento abierto de la crisis social. Inmerso en su particular descubrimiento literario del sentimentalismo nacional, no se da cuenta (o no quiere) de los cambios en la conciencia social -mediados por la crisis de la Tercera Revolución Industrial- que así certifica, y de cómo la polémica de Walser refuerza la avalancha desatada por la polémica de Nolte. Julius Schoeps, director del Centro Moses Mendelssohn de Estudios Judíos Europeos, resumió el impacto de Walser y la controversia que le siguió con palabras secas:

«Hay un 15% de antisemitas abiertos en Alemania. Además, hay otro 30% de antisemitas latentes. Sólo se asustan cuando ocurre algo así. Entonces tenemos 17 profanaciones de tumbas a la semana. Lo normal en Alemania es una por semana» (Die Zeit 51/1998).

Esta apreciación es todo menos exagerada. La resonancia social me llegó en la Navidad de 1998, bajo el árbol de Navidad de la familia ampliada, donde nadie se consideraría nazi. Pero a última hora cayó la frase: «En una democracia se puede decir algo contra todo menos contra los judíos». Gracias a Nolte, Walser y otros, el monstruo vuelve a sentarse a la mesa con los pies en el suelo, en lo más profundo de los estratos de las clases medias, los sindicalistas y, no menos importante, los funcionarios, especialmente en el aparato de poder del Estado. Unos años antes, un discurso como el de Walser del otoño de 1998 habría sido completamente imposible en el contexto de la «cultura Suhrkamp». Tras el abandono de la crítica a la economía, que de todos modos nunca había sido especialmente fuerte en esta escena literaria, el discurso democrático de izquierdas se entrelaza involuntariamente con el discurso neo-nacional y neo-étnico en el «nivel más alto» del lenguaje literario y la filosofía.

Y, sin embargo, siempre hay alguien que se suma a esta tendencia. La estrella democrática y filósofo de moda Peter Sloterdijk, que también está en la transición de la reflexión sociocrítica a la renaturalización de lo social, divagó a finales del verano de 1999 sobre las Reglas para el parque humano como preludio de un discurso neobiológico sobre la «antropotecnia» genética; y lo hizo de manera aparentemente inocente. Como tantos intelectuales, Sloterdijk hizo las paces con el sistema de producción de mercancías, sus mercados de trabajo y sus contradicciones socioeconómicas autodestructivas incluso antes de 1989 (si es que alguna vez tuvo problemas con ellas); en la «Wirtschaftswoche»[2] incluso se postuló como asesor filosófico de la gestión transnacional. Así, el filósofo mediático ya no percibe los problemas del mundo en su contexto histórico y a través de la confrontación con el orden dominante; deja que el capitalismo sea el capitalismo y traslada la conciencia del problema a lo a-histórico onto-antropológico. Para eso precisamente sirvieron las desviaciones posmodernas vía Nietzsche y Heidegger.

Así, para Sloterdijk, no se trata de una crisis mundial de la forma de sociedad capitalista, sino de una crisis que surge periódicamente de la «naturaleza del ser humano»; una vez más, se repite la idea fundamental de todo el pensamiento burgués desde Hobbes en adelante, que considera el «estado de naturaleza humano» como una «guerra de todos contra todos». Así, cuando Sloterdijk habla de la «domesticación» del ser humano, no se trata de una metáfora de la degradación social y la interiorización de la disciplina capitalista, sino que lo dice en un sentido biológico terriblemente literal; se trata, como dice explícitamente el texto publicado, de una cuestión de «crianza» (Sloterdijk 1999). El resultado de tal pensamiento no puede ser la cuestión de la emancipación social de las relaciones sociales fetichistas, ni el programa de subvertir el disciplinamiento capitalista, sino, por el contrario, «la cuestión de la conservación y de la formación del ser humano» (loc. cit.). La historia aparece así, si no como una «disputa entre diferentes criadores y diferentes programas de reproducción», sí como expresión de una «deriva biocultural sin sujeto (!)» (loc. cit.).

Que la «reproducción humana» se entienda de forma más bien positiva queda claro a más tardar cuando Sloterdijk interpreta la ola de violencia en las escuelas del mundo occidental no como una forma de salvajismo de la competencia capitalista, sino como una ominosa «desinhibición»,  para la que quizá cabría esperar «éxitos de domesticación» en la perspectiva de una «reforma genética de las características de la especie (!)» (loc. cit.) a través de una «planificación explícita de los rasgos» (loc. cit.). Esta ha sido la última palabra del mundo conservador pequeñoburgués de los altos ingresos de los administradores del Estado y del hombre durante más de cien años en cada crisis: la biologización de los problemas sociales es, al mismo tiempo, su solución.

Según Sloterdijk, no se trata de la emancipación social de la «bella máquina» del fetiche del capital, sino de una «lucha titánica … entre los criadores» (op. cit.), lo que recuerda inmediatamente el mismo vocabulario utilizado por Spengler con su «gente de raza dura como el acero». Y no se detiene ahí: se invoca el «mantenimiento de los humanos…. como tarea zoopolítica», el «arte de mantener a los humanos» (loc. cit.), fundado en el «conocimiento de la crianza real» de una «realeza experta» para la «planificación de las características de una élite que debe ser criada específicamente por el bien del conjunto» (op. cit.). Estas medias frases no necesitan ningún contexto para su correcta comprensión, aunque Sloterdijk pretenda referirse sólo a Nietzsche y a Platón (en todo caso de forma acrítica); aquí se da un tono inconfundible que no tiene que esperar mucho para el eco rotundo en el «centro» de la sociedad de la crisis capitalista. El hecho de que Sloterdijk sitúe también estas monstruosidades bajo el signo del «libre albedrío» deja claro el parentesco de tales «discursos sobre la tutela y la crianza de los seres humanos» con las ideas democráticas liberales y originales de un Bentham, para cuya panóptico habrían sido un enriquecimiento. El «autocontrol», en lugar de la liberación, funcionaría de forma más infalible con un anclaje biológico, genético -en lugar de meramente pedagógico y punitivo-, de las «huellas del comportamiento».

Cuanto más se enorgullece Sloterdijk, más claro queda, como él mismo admite, que este «nocturno filosófico»[3] le llegó, como por ósmosis, del discurso catastrófico interno de la Tercera Revolución Industrial. La inconfundible proximidad con la «eugenesia» y la «higiene racial», que el autor sólo evita de pasada y de forma inverosímil porque de todos modos argumenta a-históricamente, apunta aún más descaradamente al contexto de la constelación de la crisis en la época de la Guerra Mundial, que se repite ahora con mucha más intensidad  y con un nivel de poder de acceso biotecnológico incomparablemente mayor. Sloterdijk, que ya no quiere formular la emancipación social y promete convertirse en el hermano intelectual de un tal de Benoist, ha acabado, en consecuencia, en la «biopolítica» del «superhombre»; con ello sólo demuestra que quien no quiera pensar en la línea de Marx debe seguir pensando en la línea de Bentham, Sade, Malthus, Darwin y Nietzsche (con su división de la humanidad en «élites llamadas a gobernar», «materiales» y masas «superfluas»).

No obstante, precisamente porque este pensamiento carece de concepto del límite económico interno del desarrollo capitalista, tampoco comprende que la manipulación genética «biopolítica» prevista en lugar de la política social emancipadora, aunque no termine -como cabe esperar- en catástrofe, debe quedar en nada en términos de tecnología de la dominación. Pues la Tercera Revolución Industrial disuelve cada vez más la «sustancia del trabajo», y reduce así a la valorización del valor ad absurdum, independientemente de que las personas quieran seguir existiendo bajo esta forma de servidumbre voluntaria o incluso mediante anclajes «biopolíticos y/o genotecnológicos». En este último caso, el resultado no sería un buen funcionamiento, sino que los seres humanos «criados» se encontrarían en la misma situación que las vacas en los pueblos abandonados de las regiones en guerra civil, que perecen miserablemente porque ya no son ordeñadas.

Incluso considerada de manera inmanente, la desagradable idea de la «crianza humana» es un sinsentido: la autocontradicción socioeconómica del modo de producción capitalista no puede ser «descrita» biológicamente ni por el lado del siervo ni por el del amo. ¿Y qué tipo de «superhumano» [Übermensch] sería aquel que pudiera reproducirse mediante tecnología genética? En cualquier caso, la capacidad de reflexión crítica y autorreflexión no es una función biológica, sino el resultado de un procesamiento discursivo de los procesos sociales. A lo sumo, mediante la manipulación genética, se podrá saltar cinco metros de altura y calcular más rápido que cualquier ser humano real (pero nunca tan rápido como un ordenador), o hacerse resistente a los residuos tóxicos de la economía de mercado, como ciertas poblaciones de ratones; en cambio, querer hacer algo así con uno mismo ya presupone una estupidez incomprensible en términos reflexivos. ¡Qué élite «superhumana»! Con su retórica «biopolítica», Sloterdijk demuestra que ya se ha despedido de la intelectualidad reflexiva y pasa a la bestialidad social de la ciencia natural socialmente actuante. Esto es munición para la deshumanización en la competencia de la crisis social, pero no un camino hacia ningún futuro.

Ante tales proyectos biologicistas de «Zaratustra», la intelectualidad democrática de Habermas da la voz de alarma, que, sin embargo, no va hacia ninguna parte. ¿De dónde viene toda esta bestialidad, si no es de las mismas entrañas de su amada «economía de mercado y democracia»? Lo que se necesita es una crítica radical emancipadora de la democracia, que no es más que un modo autorrepresivo de la ciega máquina de dinero capitalista.  Incluso la intelectualidad democrática de Habermas nunca ha tomado una posición fundamental contra la vergüenza y la desgracia de la existencia de los «mercados de trabajo»; ni siquiera entiende por qué debería haber alguna vergüenza y desgracia en ello. Ciertamente, no quiere admitir la autodestrucción lógicamente programada e irreversiblemente agravada de la «economía de mercado y la democracia», en la que se hace visible la imposibilidad de continuar la reproducción social a través de los «mercados de trabajo».

En estas circunstancias, ¿qué vale todavía la alarma de una intelectualidad democráticamente «domesticada» contra el nuevo biologicismo y el darwinismo social? Nada. Porque es el eco de su propia historia el que resuena en los oídos de la intelectualidad republicana burguesa. La triste celebración de la democracia de la Paulskirche de 1848 siempre ha negado que es precisamente desde allí que el rastro conduce a los nazis. Las «ideas de 1848» fueron las precursoras de las «ideas de 1914»; el democratismo fue de la mano del nacionalismo desde el principio. Así, a los intelectuales de la izquierda democrática se les pasa hoy de nuevo la factura por no haber cruzado nunca el Rubicón de la crítica categórica al sistema moderno de producción de mercancías. ¿No debería hacerles reflexionar el hecho de que en la «cultura Suhrkamp»[4] sus obras estén ahora al lado de las de los nuevos nacionalistas, etnicistas y biólogos alemanes?

Frente a las bolas de demolición social de los neoliberales (incluidos los partidos de la casa de la izquierda «rojo-verde» y sus héroes de las «exigencias de la razonabilidad») y frente al nuevo nacionalismo étnico y al biologicismo, Habermas sólo puede defender el manual de estudios sociales democráticos de los tiempos del milagro económico, mientras que, al mismo tiempo, él y los suyos quieren estilizar las acciones de apaciguamiento de la policía mundial de los «leviatanes democráticos unidos» como si se tratara de una nueva «política interna mundial» de «derechos humanos» (por medio de bombardeos localizados, entre otras cosas). Todo esto recuerda desesperadamente a las recomendaciones de las autoridades de defensa civil durante la Guerra Fría acerca de mantener un maletín sobre la cabeza después de una explosión nuclear. Es la propia «política democrática», con su frenesí de configuración sin sentido en relación con lo que todavía era «desastre» e «ilusión» para Adorno, la que, al final de la esclavitud del mercado laboral, se transforma en los fantasmas anti-humanos de la «biopolítica» y la «política de las especies». Sloterdijk puede mofarse: «La teoría crítica ha muerto» (Die Zeit 37/1999). Contra los discursos deshumanizadores de Nolte, Strauß, Walser y Sloterdijk, que surgen de las flagrantes contradicciones internas de la modernidad en descomposición, y que, en cualquier caso, tienen a las audiencias democráticas de su lado, las escrituras rúnicas de hipocresía histórica y social que apoyan al Estado no pueden ser un antídoto.

Por supuesto, no se trata de una constelación exclusivamente alemana, aunque tiene sus raíces históricas en Alemania. En todo el mundo, y de forma más flagrante en las regiones económicamente colapsadas, la imposibilidad de supervivencia en el capitalismo, negada por la fraseología democrática, se traduce en las formas de exterminio de la competencia nacional, «étnica» y pseudobiológica. Como la otra cara de la economía corporativa transnacional, el pensamiento en categorías de locura étnica está floreciendo en todas partes de la tierra. Pero, aun así, la historia no se repite como una imagen en el espejo. El déficit democrático se reconoce también en el hecho de que se juzga mal el carácter de la barbarie amenazante. El totalitarismo político de la primera mitad del siglo XX, que no fue entendido como el prototipo del totalitarismo económico de las democracias de posguerra, aparece, precisamente por ello, como un peligro de repetición inmediata. En realidad, estamos ante el proceso contrario: el totalitarismo económico de las democracias se está desintegrando en metralla pseudopolítica.

La particularización de la sociedad capitalista es imparable, precisamente en su desaparición. El resurgimiento del darwinismo social también se filtra a través del revitalizado paradigma microeconómico. Si la primera naturalización y biologización burguesa de lo social a finales del siglo XVIII y principios del XIX se produjo bajo el impacto del individualismo liberal, y el apogeo de las ideas del darwinismo social y de la «higiene racial» un siglo más tarde coincidió con el auge del Estado regulador imperial y la modernización de las dictaduras, la biologización, etnización y otras radicalizaciones posmodernas de la competencia en el umbral del siglo XXI resultan ser la continuación de la economía empresarial por otros medios. Por lo tanto, ya no se trata de la producción dictatorial o democrática de una unidad social, de una universalidad productora de mercancías. En cambio, paradójicamente, incluso el nacionalismo étnico resulta ser una especie de secta en la sociedad transnacional de la crisis.  La dictadura ya no es una estructura orwelliana universal, sino que aparece ella misma en una forma particular, porque ahora sólo puede ejecutar el proceso de disolución social, en lugar de formar el corsé obligatorio para una formación social.

El «discurso apocalíptico» que resulta de esta disolución ha producido sus conclusiones que se irradian a Europa, especialmente en Francia. Mientras que en Alemania el conformismo democrático estatalista y el fantasioso discurso etnobiológico ocupan el debate, en Francia la nueva cualidad se percibe con más fuerza en la decadencia casi corporativa de lo político. El politólogo francés Jean-Marie Guéhenno, partidario de la idea fantasmática de un nuevo «imperio» que funcione según los principios «asiáticos» y que supuestamente surgirá de la desintegración de los Estados nación burgueses, habla lógicamente de «El fin de la democracia». Fiel a la teoría de sistemas y el modelo cibernético, la nueva estructura imperial se supone «sin centro», manteniendo las formas de relación social capitalista en estructuras atomizadas:

«Los empleados individuales de una empresa moderna están demasiado aislados para que surjan lazos de solidaridad entre ellos, demasiado desarraigados para encontrar en la noción de clase social una respuesta a su deseo de pertenencia […] El calor reconfortante de un grupo homogéneo y simplista es entonces una tentación natural. Para quienes la idea de nación les resulta cada vez más abstracta, para quienes están excluidos de la integración en la empresa, para quienes la empresa los aísla en lugar de conducirlos a la comunidad, el grupo puede aparecer como el marco natural en el que todos encuentran su identidad. El ser humano moderno -desligado de un territorio, «nómada» y, sin embargo, atrapado en una función, privado de una ubicación que pueda dar sentido a su trabajo, un nudo tejido, reproducido sin cesar desde la sociedad y, sin embargo, siempre solitario- está así condenado a encontrar su particularidad en la búsqueda de sus orígenes. Los necesita para poder compartir con otros, también «especiales», el sentimiento de una pertenencia común» (Guéhenno 1994, 70 ss.).

Aunque la «idea de la nación» parezca abstracta como tal, puede adherirse a «grupos» o más bien a bandas que no necesitan más que una imagen enemiga. El viejo discurso burgués de la aniquilación, al contemplar a las masas de las «clases peligrosas» como potencial o manifiestamente «superfluas» desde el punto de vista de las élites funcionales transnacionales, aparece también en estas mismas masas como la definición «microsocial» rampante de un «nosotros» irracional frente a los «otros» a aniquilar. En las condiciones de una economía corporativa globalizada, tales definiciones ya no tienen ninguna capacidad de generalización social; a lo sumo, los «políticos mediáticos» demagógicos del tipo de un Reagan en Estados Unidos, un Haider en Austria, un Berlusconi en Italia o, por el contrario, un Blair en Gran Bretaña y un Schröder en Alemania pueden captar votos con ellas. Estas figuras un tanto virtuales ya no son «líderes» de un movimiento de masas real. En cambio, bajo el firmamento de los medios de comunicación, se forman esos grupos o bandas con muchos pequeños «caudillos» [«Führer»] a través del proceso de crisis, que ya no tienen un proyecto social, un «imperio», una pretensión imperial.

La exclusión y el exterminio de los «otros» se produce a nivel «molecular» paralelamente a la diferenciación de la economía empresarial transnacional. Esta forma molecular de darwinización puede adoptar muchas caras. Las imágenes del enemigo y los objetos de exterminio llevan los nombres de siempre o incluso nuevos: judíos, extranjeros, discapacitados, personas de color, «antisociales», no humanos, subhumanos… Pero quién entra en su ámbito, eso lo determina la banda respectiva. También puede tratarse de las personas de la región vecina o de los vecinos del otro bloque de pisos o de los miembros de otras bandas rivales. Y el concepto de estas bandas también debe definirse ampliamente. Pueden ser bandas juveniles y callejeras, bandas de ladrones comunes, conexiones mafiosas, milicias «étnicas» y sociedades secretas de todo tipo, pero también clanes familiares (especialmente en regiones del mundo donde esta estructura arcaica ha sobrevivido bajo la sociedad oficial, como en Oriente Próximo, Asia, África y partes de América Latina) y, por último, pero no menos importante, sectas religiosas.

El discurso biologicista y etnicista se mezcla con ideas religiosas eclécticas y un esoterismo caótico. Ideológicamente esto no es nada nuevo, basta pensar en la extraña mezcla en la mente del «Cromwell alemán» Erich Ludendorff. La novedad es que estos sincretismos salvajes ya no pueden sintetizarse socialmente en las condiciones del capitalismo de crisis globalizado. Los nuevos Hitlers no son más que jefes de bandas, milicias o incluso sectas y ejercen ellos mismos su reino del terror a escala molecular. Mientras que en ciertos distritos o regiones las bandas étnicas o las milicias persiguen a los «otros étnicos», estos programas de exclusión y asesinato a menudo son paralelos o se solapan con las luchas religiosas entre sectas (por ejemplo, en Kosovo, el Cáucaso, etc.).

Estos fenómenos de «guerra civil molecular» (Hans Magnus Enzensberger) se han extendido desde hace tiempo a los países industriales centrales. Ya sea que en Alemania del Este las bandas etnicistas instalen depósitos de armas, que en Londres las sociedades secretas racistas realicen atentados con explosivos contra la gente de color, o que, en Estados Unidos, Suiza, entre otros, las sectas suicidas y apocalípticas hagan estragos, que los jóvenes magos negros y los adoradores de Hitler lleven a cabo «masacres en las escuelas», etc., todos estos acontecimientos van en la misma dirección. Las notorias sectas suicidas representan, por así decirlo, la versión pandillera del Amok[5] individual, con la variante más agresiva de las sectas apocalípticas, que, con atentados terroristas completamente sin rumbo, van incluso más allá de la acción étnico-racista (que, sin embargo, también suele estar en el fondo entre ellas). Estas puntas de lanza de la locura social también provienen del «centro» de la sociedad. Esto es lo que dicen de la secta japonesa Aum Shinrikyo, que se hizo famosa por su ataque con gas venenoso en el metro de Tokio:

«La secta incluye a algunos de los jóvenes más prometedores e inteligentes de Japón […] Una curiosidad particular es que Fumihiro Joyu, el portavoz de la secta de 32 años, es ahora adorado por los adolescentes de todo Japón y se ha convertido en la estrella mediática número uno de la noche a la mañana. Las jóvenes y las mujeres de todo Japón están enamoradas de este licenciado en ingeniería, bien presentado y de buen hablar, procedente de una de las universidades de élite del país, la Universidad de Waseda […] El líder de la secta, Shoko Asahara, de 40 años de edad, fue detenido en relación con los atentados con gas subterráneo, junto con más de un centenar de miembros de alto rango de la secta. Asahara […] es el sexto de los siete hijos de un pobre fabricante de tatamis. Sus jovencísimos ayudantes se han graduado en las universidades más famosas de Japón (como Tokio, Keio y Waseda). Y para el gobierno fue un shock y al mismo tiempo una vergüenza cuando se supo que 30 soldados del ejército japonés eran miembros de la secta […]» (Naisbitt l995, 69 y ss.).

Ni las distintas bandas demoníacas [Dämonen-Banden] reclutan unilateralmente entre los que ya han caído de una u otra forma, ni son un mero fenómeno surgido del discurso de exterminio de los de dentro del sistema contra los de fuera. Más bien, son una mezcla de grupos sociales, personajes y motivaciones que se han vuelto muy inestables. Allí donde el Estado democrático se retira bajo «reserva de financiación», surgen «territorios grises» de terror que complementan el terror del Estado democrático y lo continúan en formas «moleculares». El alto ejecutivo y publicista francés Alain Mine ve surgir una «Nueva Edad Media» en estas formas decadentes de la civilización capitalista:

«Desde Hegel, hemos creído que el Estado es el objetivo final natural de toda organización social. ¡Error! Ocurre que los Estados se retiran a contracorriente como la marea y revelan realidades bastante extrañas […] ¿Existe un camino más corto para volver a la Edad Media que el que pasa por el creciente número de zonas al margen de cualquier autoridad legal? […] normes zonas vuelven al estado de naturaleza; en medio de las democracias más avanzadas, la anarquía vuelve a extenderse; la mafia ya no aparece como un fenómeno arcaico que pronto desaparecerá, sino como una forma social cada vez más extendida; los barrios urbanos dejan de estar sometidos a la autoridad del Estado y derivan hacia una preocupante situación extraestatal […] Nuevas bandas armadas, nuevos saqueadores, nueva ‘terra incognita’: no faltan los ingredientes para una nueva Edad Media […] Pero nuestras instituciones aún no son conscientes de esta convulsión: no se dan cuenta de que ocupan una posición minoritaria en todo el mundo y de que, incluso en Occidente, se pierden una parte cada vez mayor de la sociedad […]» (Mine 1994, 71 y ss.).

Estos reflejos se deslizan sobre una superficie opaca. Por supuesto, la «Edad Media» es sólo una metáfora, y probablemente una metáfora inapropiada. Lo que llamamos «Edad Media» con un término epocal vacío fue una civilización agraria cuyos defectos no se discuten aquí. Lo que Mine y otros describen, en cambio, es un proceso de descivilización que el capitalismo desencadena necesariamente al final de su frenético «desarrollo». La «tolerancia cero», como es de esperar, no apacigua a la sociedad, sino que se convierte en un factor de disolución acelerada de la misma. Los «aparatos de seguridad» empiezan a decaer y a pudrirse desde dentro; cada vez se diferencian menos de las bandas. Aparte de los aparatos estatales miserablemente pagados, que son víctimas de la corrupción y encajan en estructuras mafiosas, las empresas transnacionales forman sus propias culturas del terror. En los espacios de tránsito y en las «islas flotantes» de la economía empresarial transnacional surgen estados «desterritorializados» dentro del estado, al igual que en las «zonas grises» de las regiones abandonadas que se derrumban.

En el marco de una darwinización general del pensamiento y de un salvajismo de las relaciones sociales, «la economía de mercado y la democracia» se descompone en estructuras particularizadas de lucha «por la existencia». Ya sean corporaciones transnacionales con ejércitos privados y servicios secretos propios, ya sean grupos mercenarios de corte corporativo y escuadrones de la muerte, ya sean milicias «étnicas», sectas apocalípticas o bandas neonazis: el mapa de la descivilización va tomando forma, mientras el circo mediático continúa inquietantemente y el discurso democrático de plástico es cada día más ignorante y hueco. Así como la democracia siempre ha sido precedida por el «cuarto poder» de la máquina capitalista, ahora, como resultado de las disfunciones irreparables de esa máquina en la Tercera Revolución Industrial, es sucedida por el «quinto poder» de las bandas. No hay una revuelta emancipadora, pero todo el mundo empieza a armarse.

La última ratio [razón última] de exterminio y autoexterminio es la primera y última palabra del capitalismo. Esta solamente podría llegar a considerarse como «apocalíptica» con ciertas condiciones. Porque las ideas religiosas y míticas del colapso del mundo en el pasado contenían siempre la promesa del surgimiento de otro mundo rejuvenecido. Sin embargo, los sacerdotes del sistema de terror económico de la «economía de mercado y la democracia» ya ni siquiera son apocalípticos -en el sentido original del témino-, a pesar de la incontrolable crisis mundial de este modo de producción y de vida. El espíritu del tiempo [zeitgeist] «biopolítico» de la competencia de odio embrutecida aparece como un Spengler renacido; y el Ragnarök neoliberalmente mediado podría tener éxito como destrucción «molecular» endémica de la sociedad humana en general. El credo del capitalismo [das kredo des kapitalismus], la mayor secta apocalíptica de todos los tiempos objetivada en sistema mundial total, reza así: «después de este mundo, no vendrá ningún otro».

Notas.

 

[1] Los disturbios de Hep-Hep de agosto a octubre de 1819 fueron pogromos contra los judíos asquenazíes, comenzando en el Reino de Baviera, durante el período de emancipación judía en la Confederación Alemana [N. del T.]

[2] Wirtschaftswoche es una revista económica fundada en 1926 con el nombre Deutscher Volkswirt.

[3] Referencia a la serie de Nocturnos de Chopin [N. del T].

[4]  Suhrkamp-Verlag es una importante casa editorial que dio forma a los debates intelectuales en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.

[5] Respecto del amok, Anselm Jappe señala lo siguiente: “El crimen se ha vuelto tan irracional y autorreferencial como la lógica económica —la acumulación tautológica de trabajo, valor y dinero— y la psique narcisista de los individuos. El amok en sus varias formas, es el ejemplo supremo de un crimen que ya no obedece a la realización de un interés, aceptando los riesgos, sino que, en este caso, la destrucción y la autodestrucción se convierten en fines en sí mismas. El odio del sujeto de la mercancía por el mundo y a sí mismo, normalmente latente, se hace aquí manifiesto, y por eso golpea con tanta fuerza a la opinión pública. Que después se añada una seudorracionalización política o religiosa es a menudo algo secundario: en el crimen gratuito se hace evidente el vacío fundamental que habita el individuo contemporáneo, en cuanto dominado por una economía que se ha vuelto loca” (Anselm Jappe, Ningún problema actual requiere una solución técnica. Se trata siempre de problemas sociales) [N. de T.].

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La clase media en sí misma

Comentario crítico del texto: Notas sobre las clases medias y el interclasismo

por Roland Simon

Las citas del texto de AC (Notas sobre las clases medias y el interclasismo) aparecen en cursivas en estos comentarios.

Preguntarse sobre la cuestión de las clases medias, desde el punto de vista de la comunización, no puede tratarse sólo de hacerse la pregunta sobre su existencia, sobre sus orígenes históricos, o de saber a quién podemos incluir y a quién no, a la manera en la que lo hace el historiador o el sociólogo.”

El texto plantea desde el inicio que lo esencial no es la pregunta de la “constitución de las clases medias” (aunque la aplicación de tal principio no resulta tan evidente en un punto posterior). La pregunta primera es, acertadamente, la del interclasismo “tal y como se produce en las luchas” y, al interior de este interclasismo, la de la “tensión en la unidad” en tanto que “conflictos”. Al plantear la pregunta de las clases medias por medio de la pregunta acerca del interclasismo y, en este último, la “tensión en la unidad” en tanto que “conflictos”, el texto abre una perspectiva fundamental para la comprensión de las luchas interclasistas que aparecen como un marcador ineludible del trozo del presente en el que estamos comprometidos. El interclasismo es concebido en este análisis, a la vez, como límite de la lucha de clases y como, dentro de los conflictos, “tensión en la unidad”, unidad que no puede sino ser “abolición de las clases”. No obstante, en el texto Notas sobre las clases medias y el interclasismo, el rechazo a una definición de las clases medias “en sí mismas”, hace de esta “tensión en la unidad”, y de estos “conflictos”, una cuestión cuya resolución deja a un lado el problema puesto por la evanescencia, en el momento crucial del interclasismo y de los conflictos, de la existencia de estas clases medias.

Y es ahí donde aparece toda la dificultad en la cual forcejea el texto, dificultad real: por una parte, las clases medias –siempre en plural, lo que ya en sí es un problema– están abordadas en su objetividad (su constitución, su origen, etc… Incluso si esto es considerado una cuestión derivada), pero, por otra, la pregunta no sería sino aquella del “interclasismo, tal y como se produce en las luchas”. Entonces, por un lado, un objeto cuya existencia “en sí misma” rechazamos, y, por otro lado, “el interclasismo” que implica ya el reconocimiento de la existencia de ese objeto. La problemática del texto consiste en producir a las clases medias como resultante de las luchas y, más abajo en la lectura, de modo más conceptual, de la lucha de clases entre el proletariado y el capital. Todo el texto evoluciona en la coexistencia y el encabalgamiento de esas dos direcciones. Si la primera, aquella de la objetividad, está rechazada de modo formal en el texto, ello no quita que está constantemente presente por medio de un conocimiento intuitivo, a priori, de lo que son las clases medias. De entrada, la utilización del término interclasismo, sea cual sea la manera en la que vamos a concebir a las clases medias, confiere a esas clases medias una existencia reconocida de hecho (algo de lo que no habría que lamentarse ni “habría que aplaudir”, dice con justeza AC). Hecho que la continuación del texto se dedica a socavar. Trabajo de socavamiento efectuado con razón. Parecería, pues, que estamos en frente de una aporía. El interés del texto está en poner a la luz esta problemática dual, si bien no está, ni superada, ni resuelta de forma satisfactoria, para llegar a los análisis de las luchas actuales que el texto mismo permite abrir.

¿Qué podrían ser las clases medias?

Pero, entonces, ¿qué son las clases medias? ¿Una fracción acomodada del asalariado, un cierto rol en la reproducción conjunta del capital (actividades de dirigencia, por ejemplo), o simple y sencillamente los asalariados que llegan a los ingresos promedio? Cada que la cuestión se pone de esa forma sobre la mesa, las clases medias se disuelven en el proletariado, o a la inversa, y ya no se ve bien de qué interclasismo se podría estar hablando, o, en vez de eso, erigimos a las clases medias y a los proletarios frente a frente, a ambos lados de una frontera de clase imaginaria.

Por tanto, en este punto, el texto niega validez alguna a una definición “objetiva”. El término “clases medias” se mantiene, si bien únicamente como una relación del proletariado a él mismo– ver más adelante. No obstante, este rechazo, en sí, busca una definición que, de manera paradójica, lo justificaría, al ser ésta rechazo de una definición: “No podríamos contentarnos con decir que las clases medias no son sino proletarios que ignoran serlo, sobre la base de que éstas están, en esencia, compuestas por asalariados…

Esto está dicho de forma un poco enrevesada (“No podríamos contentarnos con decir”). ¿Lo decimos o no lo decimos? La formulación permitiría entender que las clases medias son “proletarios que no se saben proletarios” pero que eso no sería suficiente (“contentarnos”). A la inversa, no es “tampoco satisfactorio, desde la perspectiva de las luchas y de la realidad del interclasismo, intentar considerarlas por lo que son “en sí mismas”, o sólo desde la relación de exterioridad en relación al proletariado, como si un sector y otro fueran entidades separadas, y no elementos de la misma totalidad.

Así pues, no es suficiente, pese a que en parte es verdad, decir: “proletarios que no se saben proletarios”, y, no satisfactorio, pero igual, parece ser, en parte verdad, considerar a las clases medias “en sí mismas”. Permanecemos dentro de la ambigüedad constitutiva del texto que refleja la dificultad de la cuestión tratada. No habría que considerar a las clases medias en una relación de exterioridad al proletario, pues no se trata de “entidades separadas”, dado que son “elementos de la misma totalidad”. En este punto el problema parece resuelto. Mas, ¿de qué “totalidad” se trata? ¿A qué “totalidad” idéntica pertenecen unos y otros elementos? ¿A la del salario? Volvemos así al problema del principio (“proletarios que no se saben proletarios”). ¿Totalidad del modo de producción capitalista?  Pero, de ser así, todo el mundo es parte. ¿Una fuerza de trabajo global, el “trabajador colectivo”? Entonces el término no hace sino velar la cuestión.

El corazón del texto se encuentra en el párrafo siguiente.

Decir que las luchas actuales son interclasistas, no implica sólo decir que las clases medias están mezcladas a los proletarios, esto es, objetivamente, a los más pobres (todo el mundo baja a la calle en tiempos de crisis mayores), sino, también, decir y mostrar que la contradicción entre el capital y el proletariado es, no sólo la dinámica que produce todas las clases del modo de producción capitalista, sino, además, es aquella que conduce a su disolución. Considerar a las clases medias “en sí mismas” no tiene, así, sentido alguno. Las clases medias no existen más que en aquello que son constitutivas de lo que es el proletariado en su contradicción con el capital. De nada sirve querer describirlas de otro modo que como un momento de las luchas, como un momento de la lucha de clase del proletariado, como un momento de la contradicción en proceso.” Párrafo de gran complejidad.

Partimos de la constatación de que, en “las luchas actuales”, hay “interclasismo” (por tanto, como mínimo dos clases): las clases medias están mezcladas a los proletarios. En este punto, los proletarios son “los más pobres”. Por tanto, dos clases, pero ese “los más pobres” introduce aquí una mera gradación cuantitativa de ingresos (sin haber explicitado y legitimado tal gradación). Por ahí, el interclasismo está ya más que atenuado; nos encontramos de nuevo con “la misma totalidad” del párrafo anterior, misma totalidad que pareciera ser la clase de los proletarios. Así volvemos, de nuevo, al “proletarios que no se saben proletarios”. El interclasismo no es, aquí, más que una apariencia que no exige sino ser disuelta y ser dejada atrás.

Todo el mundo baja a la calle”. Sí, pero justo aquí se encuentra el problema. ¿Acaso todo el mundo baja por las mismas razones, por los mismos objetivos? Puesto que evidentemente la respuesta es no, hay un problema. La pregunta en su crudeza empírica, histórica, aparece como soslayada. Tal soslayo está justificado de forma teórica por medio de dos argumentos: la contradicción entre el proletariado y el capital produce las clases del modo de producción capitalista; tal contradicción conduce a su disolución. De ahí la conclusión bajo la forma de algo que estaría por ser demostrado: “Considerar a las clases medias “en sí mismas” no tiene, así, sentido alguno” (habrán comprendido ya que es esta fórmula misma, más que la manera de lograr resolverla, lo que constituye lo esencial de mis comentarios críticos). Podemos retomar el proceso productivo de las clases medias expuesto por el texto – determinándolo con más cohesión– y llegar a una “definición para ellas mismas”. Cuando digo “en sí mismas”, habremos comprendido que, si ninguna clase existe en sí misma fuera de su relación con las otras clases, no significa por ello que esa relación no defina para cada una características propias, ubicables y definibles en la reproducción del conjunto, en tanto que características de cada clase “en sí misma”.

Incluso admitiendo tal cual el razonamiento del texto con su conclusión, podemos aún formular la pregunta: “¿Existe, no obstante, algo a lo que llamo clases medias, aun si no las concibo en “sí mismas”?” Si respondemos que no, que no queda nada, nos quedamos con manifestaciones empíricas, históricas, diferencias en las luchas, de las cuales no sé qué hacer y que dejo de lado como insignificantes. Si respondemos que queda, como sea, algo, resulta forzoso constatar que sigo sin saber nada de ese algo.

Por supuesto, las últimas frases de ese párrafo parecen superar ese callejón sin salida: “Las clases medias no existen más que en aquello que son constitutivas de lo que es el proletariado en su contradicción con el capital. De nada sirve querer describirlas de otro modo que como un momento de las luchas, como un momento de la lucha de clase del proletariado, como un momento de la contradicción en proceso”. Admitamos esta respuesta. El problema es que no nos dice nada fuera de una fórmula teórica pertinente, pero que no hace más que indicar una vía de búsqueda, y no contiene contenido alguno de ese “momento”, del porqué y del cómo se produce, ni de la naturaleza de su contenido. Incluso si eso aparece cerca del final del texto bajo la forma de las clases medias en tanto que un límite, no dejan de ser, tampoco, una mera exteriorización del proletariado y, por tanto, nada aún “en sí mismas”, y al fin son, de nueva cuenta, “proletarios que no se saben proletarios”. No disponemos más que de la fórmula (una forma) teórica “Las clases medias no existen más que en aquello que son constitutivas de lo que es el proletariado en su contradicción con el capital.” En qué ellas (las clases medias) son constitutivas no es elaborado y nada sabemos de la naturaleza de ese “momento”. Y finalmente, las clases medias no son más que una relación del proletariado consigo mismo.

Sin embargo, está el argumento de la “disolución”. Las clases medias existirían como momento de la contradicción entre el proletariado y el capital en la medida en que esta contradicción conduce a la disolución de las clases. Esta idea de la “disolución” se encuentra retomada al final del párrafo bajo de la forma de “contradicción en proceso”. Pero, ¿en qué específicamente las clases medias son un momento de la contradicción entre el proletariado y el capital en tanto que ésta es el capital como contradicción en proceso y el movimiento de la disolución de las clases? Paradójicamente, pareciera que, llegados a tal punto del texto, lo que de manera intuitiva sabemos de las clases medias: justo en tanto que capas y estratos sociológicos, sirven para señalar aquello que no puede hablar en estos términos. En efecto, las clases medias son, para tal conocimiento intuitivo, el sitio donde las definiciones claras se distorsionan. Aunque puede no ser legítimo pasar de ese desorden intuitivo de las determinaciones a la “disolución de las clases” y al capital como como contradicción en proceso. Eso no sería sino hacer de una dificultad en la cual estamos dentro… una “suerte favorable”. O, si no, volvemos a la fórmula clásica de la “proletarización de las clases medias” que no ha mostrado realmente su pertinencia en el curso de la historia (no confundamos ataque con proletarización).

El párrafo siguiente pareciera llegar a una conclusión: “Preguntarse lo que son fuera de esa relación con el proletariado no sería sino un ejercicio de sociología, donde se fija a las clases dentro de capas y de estratos a los cuales sería posible ir a efectuar tomas de muestra con el fin de conocer las composiciones y, después, describirlas en su complejidad infinita.

El problema es que no sabemos cuál es esa “relación con el proletariado”. Se necesitaría que esa “relación con el proletariado”, o ese “momento de la contradicción entre el proletariado y el capital”, nos conduzca a una comprensión de lo que son las clases medias “en sí mismas”. Tenemos en este texto un problema similar al que podemos tener con el infinito hegeliano, es decir, el movimiento del paso da cada cosa a su otro, donde cada cosa sólo existe, o tiene como única razón de ser, poder ser disuelta en la otra. Lo “finito”, el ser no es nada, sólo está ahí para ser un soporte del movimiento (ser, esencia, concepto; con el concepto como origen y fin – razón de ser, fundamento).

En realidad, toda la dificultad teórica reside en el hecho de que no podemos partir de las clases como de entidades constituidas con anterioridad al encuentro entre ellas, sino que se necesita, como el texto lo defiende, considerarlas como momentos del modo de producción capitalista. Pero considerarlas así no suprime su existencia “en sí mismas” (lo finito no se desvanece, en tanto que inconsistente, dentro de la totalidad). Estamos de acuerdo que esta consideración de las clases “en sí mismas” no debe volcarse dentro del historicismo o de la sociología. Históricamente, el capitalismo es en efecto el famoso encuentro entre “el poseedor de dinero” y el “trabajador libre” (El Capital, Tomo I; en el capítulo que lleva por título Compra y venta de la fuerza de trabajo), mas no es de esa forma que habremos de construirlo conceptualmente. La comprensión conceptual parte de la totalidad constituida. Es a partir de la totalidad constituida del modo de producción capitalista que se producen las clases. Sin embargo, se las produce, existen, son objetos socialmente definibles que poseen determinaciones en tanto que son particularizaciones necesarias de la totalidad.

Son esas definiciones y determinaciones que el texto parece no elaborar, sin dejar de funcionar de forma implícita sobre un saber intuitivo de lo que son las clases medias “en sí mismas”. Ese “saber” es a la vez rechazado y utilizado en fórmulas tales como “las clases medias son igualmente con frecuencia definidas como…”. Todo lo que es dicho enseguida acerca de la “tensión en la unidad”, la segmentación, provee todo tipo de herramientas para la comprensión y la exposición teórica de las luchas particulares, a condición de haber logrado, a partir de la contradicción entre el proletariado y el capital, como lo propone el texto, elaborar las clases, categorías sociales o segmentos de los cuales se habla.

El capital es D-D’, de ahí que es el valor en proceso, de ahí que es la valorización, de ahí que es la explotación de la fuerza de trabajo llevada por el trabajador libre, de ahí que es la contradicción entre el proletariado y el capital. Todo va a determinarse al interior del movimiento de esta totalidad. Es ese el punto de partida del texto, pero es también, me parece, ahí donde se detiene al decir que eso no sería “satisfactorio”, que sigue siendo inútil, en última instancia falso, si se va más lejos. Lo que hace que, a continuación, el texto aporte desarrollos pertinentes, aunque establecidos intuitivamente, dado que lo que es sabido de forma intuitiva (“la existencia en ellas mismas”) fue apartado como algo que no puede y no debe ser elaborado teóricamente.

Si tenemos la contradicción entre el proletario y el capital, la explotación, debemos considerar toda la extensión y el desarrollo del concepto: el salario como relación de producción y relación de distribución; la distinción entre trabajo simple y trabajo complejo (constitutivo del valor, tiempo de trabajo socialmente necesario) – estos primeros dos puntos permiten introducir estructuralmente la importancia y la pertinencia de la jerarquía de los ingresos; la dualidad de la cooperación (el trabajo asalariado implica la concentración de los medios de producción frente a él en la producción a gran escala); el trabajador colectivo; la circulación del valor (A-A’); la distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo (que no debe ser sustancializado bajo la figura de personas); la necesaria reproducción de la relación con todas las instancias y actividades que le son ligadas… (olvido, desde luego, determinaciones del concepto– cuidado: las determinaciones del concepto son sus condiciones efectivas de existencia, y no “fenómenos”).

Son todas estas determinaciones, intrínsecas a la relación de explotación, las que, no sólo segmentan al proletariado, sino que además se cristalizan para darnos a las clases medias: ambivalencia del salario, cooperación, trabajo complejo (a las cuales podemos agregar los desiguales niveles de desarrollo de la acumulación capitalista que vienen a sobre-determinar todo esto). Es un modo de cristalización particular que actúa sobre estas determinaciones, ordenándolas de una manera específica, y que, a partir de ellas, da las clases medias. En sí mismas estas determinaciones no son sino un tipo de materia primera destinada a experimentar una transformación para construir a las clases medias. La pregunta entonces es: ¿cuál es la naturaleza de ese modo específico de cristalización?

Es justo ahí donde el texto indica ciertas pistas:

“…: las llamadas clases medias, que aparecen durante el curso de ese proceso, manifestando aquello en lo que el capital es sociedad capitalista, modo de producción vuelto sociedad.

Las clases medias son generadas por el capital a lo largo del crecimiento de su composición orgánica, de su dominación real sobre el trabajo y, de este modo, constituyen la sociedad que es, realmente, el capital.

La existencia de las clases medias muestra que el capital no se contenta con reproducir al proletariado por medio de la relación de explotación, sino que, en la subsunción real, es el conjunto de la sociedad, en tanto que sociedad capitalista, que deviene su auto-presuposición. Las clases medias son portadoras de ideología y detentadoras de cierta legitimidad política, porque viven la relación capitalista en el fetichismo de la distribución, donde el valor de la fuerza de trabajo se vuelve el (justo) precio del trabajo. La distribución de los ingresos deviene, para ellas, repartición de las riquezas: es en ese punto que pueden ser un obstáculo contrarrevolucionario para el proletariado, uno de los límites de su propia existencia de clase, de la cual son constitutivas.

Es de destacar que, al mostrar estas pistas, el texto regresa al intento de decir lo que son las clases medias “en sí mismas”. Pero donde volvemos a encontrar la indecisión general del texto es en lo que sigue, cuando se afirma la existencia de una “relación conflictual con las clases medias”. Así, sí son algo frente al proletariado, algo que no podemos limitar a una relación del proletariado consigo mismo, exteriorizado en el movimiento de su contradicción con el capital. Lo que es muy interesante en esta fórmula, es que subraya que es a partir de lo que es en su relación al capital que el proletariado se encuentra enganchado en el interclasismo, no se trata de un desvío, de un “error”, encontramos ahí conceptos como el de implicación recíproca, el de ausencia de naturaleza revolucionaria o el de la acción en tanto que clase como límite. Aunque las clases medias no son por ello una mera dimensión del proletariado exteriorizado como momento de su propia existencia, un espejo que pone delante de sí mismo. Si es que hay “relación conflictual con las clases medias” es porque las clases medias son efectivamente cierta cosa que existe frente al proletariado y no un momento de su contradicción que sólo está ahí para ser reabsorbido (siempre la cuestión del infinito y de lo finito). Esa cierta cosa no puede ser de forma inmediata reducida al hecho de que ella (la cierta cosa) no sería finalmente más que “uno de los límites de su propia existencia de clase, de la cual son constitutivas”. Más allá de los matices teóricos que son introducidos aquí, desde la perspectiva de la historia y de las luchas actuales, queda dar rudos insultos a la realidad dura y consistente de estos conflictos, y permanecer como mínimo (y como máximo) con bastantes desilusiones. Seguimos sin salir de los proletarios que no saben que son proletarios.

Que el proletariado encuentre, dentro de su conflicto con las clases medias, formas ideológicas y económicas de su propia existencia en el modo de producción capitalista (como se dice, y con razón, en el texto), que el interclasismo sea un límite de su propia lucha en tanto que clase, no significa, como consecuencia de ello, que las clases medias sean “constitutivas de su propia existencia”. Eso significa que ambos, proletarios y personas de las clases medias, pertenecen al mismo mundo y que, en tanto que clases, están del lado del trabajo, constituidos por las mismas determinaciones del desarrollo del concepto de explotación puesto en acto por el capital en su proceso global de reproducción (ni unos ni otras son capitalistas). Esta unidad estructural es la base de la posible absorción de las clases medias dentro del proletariado en auto-abolición, pero no es sino eso, y eso no será una cena lujosa.

Resulta de sobra insuficiente decir: “Pero a final de cuentas, la relación salarial no puede tener el mismo contenido para un obrero que para un profesor, pues producir mercancías no es lo mismo que reproducir una relación social, o las condiciones de una relación social (aunque producir mercancías también implica eso). No obstante, el obrero y el profesor se encuentran en las luchas de modo contradictorio, afirmando la unidad y, al mismo tiempo, chocando contra su división. Y es también en ese aspecto que las divisiones de clases son tan reales como movedizas, y que el interclasismo reproduce las divisiones de clases en la tensión de su abolición.” Permanecemos en una unidad fundamental del asalariado contrariado momentáneamente.

¿Cuál es pues ese modo de cristalización constitutivo de las clases medias que nos permitiría reencontrar las determinaciones “tontamente sociológicas” de las cuales de cualquier forma hacemos uso, un poco de modo intuitivo, un poco con vergüenza, un poco con hipocresía? ¿Alrededor de qué, a través de qué mecánica, por medio de qué energía, esas determinaciones van a cristalizarse en clases medias?

El punto de partida es la subsunción real del trabajo bajo el capital. Aunque sea como una simple constatación histórica, las “nuevas clases medias” están ligadas a la subsunción real del trabajo bajo el capital. Por tanto, podemos avanzar un primer punto: el modo particular de polarización de las determinaciones de la explotación como clases medias es dependiente de la subsunción real. Aquí, vamos a adelantar algunas características de la subsunción real. La principal a la que nos vamos a acercar puede formularse de dos maneras: su carácter siempre inacabado y la constitución del capital en sociedad.

No podemos contentarnos con definir la subsunción real sólo en el nivel de las transformaciones del proceso de trabajo.

La extracción de plusvalor relativo afecta a todas las combinaciones sociales, del proceso de trabajo a las formas políticas de la representación obrera, pasando por la integración de su reproducción en el ciclo propio del capital. La subsunción real es una transformación de la sociedad y no únicamente del proceso de trabajo.

No podemos, pues, hablar de subsunción real, en acorde con el concepto mismo de plusvalor relativo, más que en el momento en el que todas las combinaciones sociales se ven afectadas. La afectación de la totalidad posee su criterio. La subsunción real se vuelve un sistema orgánico, esto es, parte de sus presuposiciones propias para crear los órganos que le hacen falta, y es así como se vuelve una totalidad. La subsunción real se condiciona a sí misma, mientras que la subsunción formal transforma y modela, según los intereses y las necesidades del capital, un material social y económico existente (en esto tenemos la base de la diferencia sustancial entre las antiguas y las nuevas clases medias).

La subsunción real del trabajo (y en consecuencia de la sociedad) bajo el capital es, por naturaleza, siempre inacabada. Está en la esencia de la subsunción real alcanzar puntos de ruptura, pues la subsunción real sobre-determina las crisis del capital como inconclusión de la sociedad capitalista. Ese es el caso cuando el capital crea, a partir de él, los órganos específicos y las modalidades de absorción de la fuerza de trabajo social. La subsunción real incluye en su naturaleza el ser una perpetua auto-construcción articulada por las crisis. La dinámica de esta auto-construcción reside en el principio de base de la subsunción real, la extracción del plusvalor en su modo relativo. Tal auto-construcción permanente de la subsunción real está contenida dentro de la extracción de plusvalor en su modo relativo, es esta auto-construcción la que se bloquea y se redefine en las crisis de la subsunción real.

No podemos, me parece, comprender la subsunción real del trabajo bajo el capital sin considerar que lo que sucede en el proceso de trabajo no se termina más que fuera suyo. El capital, en tanto que sociedad (en el sentido que intentan definir las tres citas que siguen), es un perpetuo trabajo social de puesta en forma de sus contradicciones inherentes, al nivel de su reproducción, que experimenta fases de mutaciones profundas. Podemos decir que la subsunción real del trabajo bajo el capital se define como el capital deviniendo sociedad capitalista, es decir, presuponiéndose a sí misma en su evolución y en la creación de sus órganos (entre paréntesis: es por ello que la subsunción real es un periodo histórico cuyos límites históricos indicativos no pueden ser fijados).

Acá las tres citas:

“Para que aparezca la relación capitalista en general, están presupuestos un nivel histórico y una forma de la producción social. Es menester que se hayan desarrollado, en el marco de un modo de producción precedente, medios de circulación y de producción, así como necesidades, que acucien a superar las antiguas relaciones de producción y a transformarlas en la relación capitalista. Sólo necesitan, empero, estar tan desarrolladas como para que se opere la subsunción del trabajo en el capital. Fundándose en esta relación modificada se desarrolla, sin embargo, un modo de producción específicamente transformado que por un lado genera nuevas fuerzas productivas materiales, y por otro no se desarrolla si no es sobre la base de éstas, con lo cual crea de hecho nuevas condiciones reales. Se inicia así una revolución económica total, que por una parte produce por vez primera las condiciones reales para la hegemonía del capital sobre el trabajo, las perfecciona y les da una forma adecuada (el subrayado es mío), y por la otra genera, en las fuerzas productivas del trabajo, en las condiciones de producción y relaciones de circulación desarrolladas por ella en oposición al obrero, [genera, decíamos,] las condiciones reales de un nuevo modo de producción que elimine la forma antagónica del modo capitalista de producción, y echa de esta suerte la base material de un proceso de la vida social conformado de manera nueva y, con ello, de una formación social nueva.” (Marx, Capítulo inédito, traducción de Pedro Scaron).

“Si en el sistema burgués acabado cada relación económica presupone a la otra bajo la forma económico-burguesa, y así cada elemento puesto es al mismo tiempo supuesto, tal es el caso con todo sistema orgánico. Este mismo sistema orgánico en cuanto totalidad tiene sus supuestos, y su desarrollo hasta alcanzar la totalidad plena consiste precisamente [en que] se subordina todos los elementos de la sociedad, o en que crea los órganos que aún le hacen falta a partir de aquélla (el subrayado es mío). De esta manera llega a ser históricamente una totalidad.” (Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Grundrisse, tomo I, traducción de Pedro Scaron)

“Si consideramos la sociedad burguesa en su conjunto, aparece siempre, como último resultado del proceso de producción social, la sociedad misma, vale decir el hombre mismo en sus relaciones sociales.” (ibid, tomo II)

Para volver a las clases medias: ese “devenir sociedad constantemente inconcluso” son instancias y actividades tanto en el nivel de las “superestructuras” como en el del “fundamento económico” (en Marx no se encuentra el término de “infraestructura”). Estas instancias y actividades son la carne de las clases medias.

El punto esencial es que vamos a poder decir de qué material está hecha esta clase, es ahí que salimos del recorte sociológico que, en el mejor de los casos, confirma y enuncia diferencias, pero no las retorna a la unidad de la cosa, es decir, se contenta con un procedimiento de investigación como modo de exposición. Ese material, son todas las determinaciones de explotación enunciadas más arriba en su ambivalencia. La subsunción real, al crear esas instancias y esas actividades de las cuales ellas misma produce, incesantemente, la carencia, actúa como esta energía que va a polarizar la ambivalencia de todas esas determinaciones al cristalizarlas como aspectos autónomos. La subsunción real escinde y polariza, en funciones particulares, los aspectos de esas determinaciones, empuja a la existencia autónoma los elementos de la dualidad de cada una de esas determinaciones, y esto hasta el antagonismo y la personificación respectiva. Sin embargo, las clases medias no son, “en sí mismas”, la suma de esas determinaciones (la cooperación como dirección del proceso de trabajo; el salario como relación de distribución; el trabajo complejo, etc.), se fusionan de nuevo esos elementos en una nueva totalidad que es producida.

Se necesita, aún, que esos diversos elementos sean recompuestos, que adquieran una característica común entre ellos, que sean unificados para definir una clase. Es preciso que haya un principio de recomposición de esos elementos que les confiera un carácter común y los unifique. Ese principio es la característica que tiene la subsunción real de ser la constitución del capital en sociedad. Pero para las clases medias esta constitución en sociedad no es la sociedad capitalista, el modo de producción capitalista, es la sociedad salarial (retomo aquí la expresión de Castells y de Aglietta). En efecto, el principio de unificación no es indiferente a los elementos que unifica (relación de distribución, trabajo complejo, cooperación, instancias de reproducción, etc.). La sociedad salarial es un continuum de posiciones y de aptitudes, es la relación salarial tal que no permite ninguna “salida” posible para la fuerza de trabajo en su intercambio con el capital, pues este intercambio no es más una contradicción en él mismo (relación entre plustrabajo y trabajo necesario). Acá nos encontramos con ciertos puntos desarrollados en el texto: “Esta sociedad, que tiene como origen y fin la valorización, se vuelve, ideológicamente, para las clases medias, el fin mismo del capital: el capital que ellas reproducen existiría para reproducirlas a ellas.

Mi tentativa de definición de las clases medias “en sí mismas”, refiere finalmente a la auto-presuposición del capital en tanto que sociedad salarial. Ese “en tanto que” es el trabajo ideológico específico finalizando la constitución de esta clase –en singular–  en lo que esta ideología y las condiciones de su reproducción y de su legitimidad devienen la actividad propia de esta clase en la sociedad. Poco importa, pues, que la sociedad salarial sea en cada área regional ya adquirida o en constitución más o menos realizable, dado que las clases medias de los países emergentes pueden ser más dinámicas. Ese “en tanto que” se halla legitimado en una característica empírica (sociológica: pero una sociología que no tomamos de forma intuitiva como base de partida, sino producida en la exposición, y no en la investigación) de la clase media: ser una encrucijada de la sociedad salarial con sus ascensos y sus degradaciones y el constante y rudo trabajo de posicionamiento y de jerarquía que es el suyo. La clase media milita por la reproducción de la sociedad salarial, ratificando la auto-presuposición del capital.

Dejando de lado la necesaria producción de la clase media “en sí misma”, me parece que la posición defendida en el texto tiene tendencia a borrar los conflictos dentro de la “tensión en la unidad”, que sería el proceso general, los conflictos no siendo sino momentos de ese proceso, necesarios únicamente para realizarlo.

Podemos, claro está, decir, como hace AC en la conclusión de su texto: “Ninguna de esas divisiones podría ser indiferente en las luchas, pero ninguna podría ser, tampoco, suficiente, en el marco de una lucha interclasista. Pues se corre el riesgo de entrar en una lógica de clasificación sin interés para la perspectiva de la comunización si perdemos de vista que todos esos estratos y capas sociales que forman también las clases medias no están para nada fijados, sino que son llevados a disolverse en la contradicción que es la dinámica misma del capital, pues es contradicción entre clases, en la cual una de esas clases entra constantemente en contradicción con su propia existencia de clase: el proletariado.

Pero ahí, la contradicción entre proletariado y capital explica todo, se lleva todo, aunque lo hace como una avalancha llevándose todo a su paso. Es lo de “llevados a disolverse” lo que me incomoda, como si los conflictos, la diferencia de objetivos, el rol de la política y del Estado, etc…, no fueran, en última instancia, nada consistente (nos reencontramos con la cuestión dialéctica de lo “finito” y lo “infinito”). ¿Por qué la clase media no actuaría, más bien, para la victoria de la contrarrevolución? Es verdad que todas las distinciones que elaboran a la clase media son llevadas “a disolverse en la contradicción que es la dinámica misma del capital, pues, etc…” Ahí donde no estoy tan de acuerdo, es cuando la “disolución”, incluso si es llamada “conflictos”, está ya presupuesta en una “tensión en la unidad” de la cual el conflicto no es sino el modo de realización. En las luchas, tenemos o no tenemos esta “tensión en la unidad” que, en el texto, aparece como algo dado en toda lucha, por definición. Además, esta tensión en la unidad no se dirige forzosamente por sí misma en el sentido del proletariado. Bien puede ser absorbida dentro de la política. Como vimos en Irán o en Egipto.

En la problemática del texto Notas sobre las clases medias y el interclasismo, es impensable que el interclasismo pueda ser una recomposición de luchas diversas alrededor de la clase media como portadora del rol dominante (el rol determinante sigue siendo el de la clase capitalista). La “lógica de clasificación” no tiene “interés para la perspectiva de la comunización”, escribe AC, lo cual me parece bien, pero exclusivamente desde la perspectiva de la comunización ya consumada, del objetivo por alcanzar, e incluso desde la perspectiva del objetivo alcanzado. Aunque esta lógica está lejos de ser sin interés desde la perspectiva de la comunización en tanto que lucha de clases aún dentro y contra del modo de producción capitalista. Habrá que “disolver”, ciertamente. Sólo que, como dice AC, es en la contradicción entre el proletariado y el capital que habrá que disolver, y ahí nada, ni siquiera la clase media, es “llevado” o “llevada” a disolverse por el simple hecho de que la contradicción es lo que es.

R.S

Traducción de Asael Soriano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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