En Chile se está viviendo un proceso de contrainsurgencia y reestructuración de la relación social capitalista que comenzó el 15 de noviembre de 2019 como respuesta a la revuelta iniciada el 18 de octubre de ese mismo año, proceso que se extiende hasta la actualidad y que desde entonces no ha parado de triunfar. Las elecciones del 7 de mayo son el resultado de ese proceso, de su triunfo, y simultáneamente el resultado de una pugna al interior de las clases dominantes por la dirección estatal del proceso de acumulación capitalista al interior de la esfera de la economía nacional. No obstante, la socialdemocracia agrupada en los partidos de la izquierda política en modo alguno tiene por objetivo una ruptura con el proceso de contrainsurgencia y reestructuración —han sido, por el contrario, sus ejecutores más eficaces hasta ahora—, más bien su pugna se da por la repartición de la plusvalía socialmente creada y por las cotas de influencia al interior de la gestión del Estado. Así, todos los bandos en el espectro político capitalista –cuyo forma de operar es, por lo demás, idéntico al de cualquier mafia criminal—, pese a su mutua competencia, son objetivamente solidarios en el aplastamiento de cualquier germen de insurgencia, rebelión e insurrección que se manifieste dentro de las fronteras del Estado —en la medida en que debilita las condiciones de acumulación del capital dentro de un territorio determinado—, su disputa se sitúa en la gestión del proceso de acumulación capitalista y la participación de determinados sectores político-económicos en la explotación intensificada de la naturaleza que es la forma particular de inserción del capitalismo chileno en el mercado internacional actual, así como también del proceso de modernización tecnológica constante en relación con los neoimperialismos que se disputan el acceso a los “recursos naturales” en el marco de la crisis capitalista contemporánea.
La victoria de este proceso de contrainsurgencia se sostiene no solo en la represión estatal y en la constante guerra psicológica emprendida por la industria del espectáculo, sino también en la colaboración activa o pasiva de las masas asalariadas. Incluso, este proceso encuentra apoyo en los sectores más precarizados de la sociedad, que han participado abiertamente en el ataque a estudiantes secundarios, pero que también se inclinan cada vez más hacia la ultraderecha del espectro político actual —la creciente xenofobia entre la población, principalmente en contra de inmigrantes de las regiones caribeñas, es una expresión de ello—. La rebelión conformista actual, esa forma de rebelión que se realiza en compromiso con el bárbaro principio de realidad establecido, no es solamente el resultado de un autoengaño de masas que son objetivamente víctimas del proceso de acumulación capitalista —su miseria, sus escasas propiedades, su pobreza física y espiritual son consecuencia de este proceso—, sino que es también una defensa activa de la perpetuación del orden social dominante a través del sadismo y de la crueldad. Empero, la relación social del capital, no es una mera forma de objetividad, sino que también es una forma constitutiva de una subjetividad históricamente específica. En el capitalismo avanzado tardío actual, la menesterosidad narcisista generalizada, producto del poder aplastante del capital sobre los individuos socializados, permite a los escuadrones de la muerte del capital, a las mafias neofascistas o a los llamados abiertos hacia la xenofobia encontrar siempre en las masas anónimas de sujetos heridos militantes dispuestos hacia el despliegue de la violencia física o simbólica más abyecta.
La aparición de una nueva cualidad de la delincuencia —que emplea violencia psicótica exacerbada como medio para adquirir el poder mediante el terror, que opera con medios tecnológicos modernos y en contacto con el crimen organizado internacional—, es parte integral de este proceso de contrainsurgencia en Chile, al mismo tiempo que hace parte de una consecuencia necesaria de la crisis generalizada de la civilización capitalista. Es, por tanto, una expresión local de un fenómeno global, momento fundamental de la contrarrevolución capitalista de nuestra época. La actualmente denominada “Agenda de Seguridad” –momento constitutivo de la permanente guerra psicológica emprendida por los sectores dominantes de la sociedad chilena desde el comienzo mismo de la revuelta social—, hoy ha logrado posicionarse como el elemento central de la agenda política del Estado —esta agenda, en realidad, era uno de los elementos centrales del acuerdo del 15 de noviembre—, pero también es exigido vivamente por diferentes sectores de la sociedad. Desde los más precarizados, que temen perder la vida ante el avance de las nuevas formas de criminalidad, hasta las clases de asalariados improductivos, agentes de la realización de la plusvalía, que temen perder las propiedades y privilegios conquistados. Por supuesto, producto de la misma crisis estructural del capitalismo global, los sectores más precarizados de la sociedad capitalista —aquellos que constituyen una mera masa de población superflua e inutilizable dada las condiciones tecnológicas de la industria actual— se ven constantemente empujados hacia el crimen, en particular su estrato más joven. Es de prever que este desarrollo del terror social no solo no se detenga ante la agenda de seguridad, esta solamente busca mantener el monopolio estatal de la violencia en connivencia con el crimen organizado de más alto nivel, sino que la violencia recrudezca aún más como condición fundamental de la reproducción ampliada del capital en las actuales condiciones.
La institucionalización de las demandas emanadas de la revuelta fue posible precisamente porque el reformismo desde abajo, desde las propias masas insurgentes, era una dimensión constitutiva de la praxis social de la revuelta. En efecto, el despliegue en actos de la revuelta social no debe ser confundido como una expresión puramente anticapitalista, sino más como una ruptura con la normalidad de la producción y circulación de las mercancías que emerge desde el interior de las formas de socialización capitalista y que se desarrolla en contradicción con ella, siendo el desenvolvimiento práctico de la revuelta la conjunción en actos de posibilidades emancipadoras —potencialidad de ruptura con la relación social básica de la sociedad moderna: el valor—, pero también de tendencias regresivas, reconstitutivas de las relaciones sociales capitalistas sobre un nuevo fundamento político —por ejemplo, la demanda de una nueva constitución que se sitúa desde un primer momento dentro del terreno de las relaciones sociales capitalistas—. De esta manera, el pacto por la paz y la nueva constitución del 15 de noviembre se apoyaba, de hecho, en los fundamentos creados por el mismo despliegue práctico de la revuelta. Quien no parta de este hecho básico, se sitúa de antemano en la incomprensión del fenómeno de la revuelta social en Chile y el acceso crítico a su despliegue real estará encubierto por un velo de mistificaciones.
Frente a este proceso de contrainsurgencia y reestructuración de la relación social capitalista en Chile, actualmente imparable en cuanto a que no existe, de momento, ninguna fuerza material capaz de contrarrestarlo efectivamente, el aventurerismo desesperado y voluntarismo no harán más que engrosar las filas de prisioner@s —o, peor aún, de muertes—en manos del Estado. Ello no implica, por supuesto, renunciar a la posibilidad de la emancipación o al necesario conflicto con el poder capitalista que amenaza directamente la existencia vital de diferentes individuos y comunidades. Sin embargo, en estos tiempos de avance imparable del Estado y el capital es preciso, en primera instancia, comprender los fundamentos reales de este proceso y actuar en consecuencia. La violencia que apunta hacia la emancipación solo tiene sentido si otras fuerzas al interior de la sociedad son capaces de darle continuidad. Constituirse en una fuerza social capaz de navegar con éxito en medio de las aguas tormentosas de la trayectoria histórica actual de la crisis capitalista —y, para ello, la teoría crítica radical es indispensable—, es la tarea principal de una praxis social con objetivos emancipatorios. Algo hemos aprendido, no se puede derrocar una totalidad bárbara a través de medios barbáricos, la condición sine qua non de la emancipación social de la catástrofe capitalista es la salida consciente de su entramado de dominación social, esto es, el proceso real de lucha implica la constitución de seres humanos libres para realizar la liberación. Esto conlleva, por consiguiente, la necesidad de una (auto)crítica implacable de todas las concepciones de la emancipación social que se estrellaron ante el desarrollo real de la revuelta de 2019, entraña también el desarrollo de una teoría crítica radical capaz de comprender el proceso contemporáneo que nos arrastra irremisiblemente hacia una barbarie exacerbada —esto es, capaz de permitir una praxis social adecuada frente a este proceso—.