Notas sobre las clases medias y el interclasismo

por Alain C.

Traducción: Asael Soriano.

Preguntarse sobre la cuestión de las clases medias, desde el punto de vista de la comunización, no puede tratarse sólo de hacerse la pregunta sobre su existencia, sobre sus orígenes históricos, o de saber a quién podemos incluir y a quién no, a la manera en la que lo hace el historiador o el sociólogo. La pregunta sobre las clases medias es, para nosotros, hoy, la pregunta del interclasismo, tal y como se produce en las luchas, de Atenas al el Cairo, de Oakland a Barcelona.

La trampa sería posicionar al interclasismo como algo de lo que habría que lamentarse o que habría que aplaudir. O como algo que habría que centrar u orientar (activismo), y, así, de colocar a las clases medias como un objeto que estaría, o de más siempre, o que faltaría en las luchas (demasiados amotinadores muy solos, o demasiados funcionarios, etc…). Sería simétrico a posicionar al proletariado en su unión, o no, con las clases medias, en la búsqueda del coctel correcto susceptible de producir el momento revolucionario.

Pero, entonces, ¿qué son las clases medias? ¿Una fracción acomodada del asalariado, un cierto rol en la reproducción conjunta del capital (actividades de dirigencia, por ejemplo), o simple y sencillamente los asalariados que llegan a los ingresos promedio? Cada que la cuestión se pone de esa forma sobre la mesa, las clases medias se disuelven en el proletariado, o a la inversa, y ya no se ve bien de qué interclasismo se podría estar hablando, o, en vez de eso, erigimos a las clases medias y a los proletarios frente a frente, a ambos lados de una frontera de clase imaginaria.

No podríamos contentarnos con decir que las clases medias no son sino proletarios que ignoran serlo, sobre la base de que éstas están, en esencia, compuestas por asalariados, lo que las llevaría a ser, numéricamente, “casi todo el mundo” (volviendo a aquello del “99%” que, desde ese punto de vista, no está tan lejos de la realidad: en efecto, según los datos del Credoc, Centro de Investigación para el Estudio y la Observación de las Condiciones de Vida, se llega a algo así como que el 80% de la población es asalariada). Pero no sería tampoco satisfactorio, desde la perspectiva de las luchas y de la realidad del interclasismo, de intentar considerarlas por lo que son “en sí mismas”, o sólo desde la relación de exterioridad en relación al proletariado, como si un sector y otro fueran entidades separadas, y no elementos de la misma totalidad.

Decir que las luchas actuales son interclasistas, no implica sólo decir que las clases medias están mezcladas a los proletarios, esto es, objetivamente, a los más pobres (todo el mundo baja a la calle en tiempos de crisis mayores), sino, también, decir y mostrar que la contradicción entre el capital y el proletariado es, no sólo la dinámica que produce todas las clases del modo de producción capitalista, sino, además, es aquella que conduce a su disolución. Considerar a las clases medias “en sí mismas” no tiene, así, sentido alguno. Las clases medias no existen más que en aquello que son constitutivas de lo que es el proletariado en su contradicción con el capital. De nada sirve querer describirlas de otro modo que como un momento de las luchas, como un momento de la lucha de clase del proletariado, como un momento de la contradicción en proceso. Preguntarse lo que son fuera de esa relación con el proletariado no sería sino un ejercicio de sociología, donde se fija a las clases dentro de capas y de estratos a los cuales sería posible ir a efectuar tomas de muestra con el fin de conocer las composiciones y, después, describirlas en su complejidad infinita.

Con frecuencia, las clases medias son definidas como contenedoras del conjunto de las actividades no productivas que permiten al plusvalor existir realmente, es decir, socialmente. La reproducción en conjunto de la relación social capitalista es, así, teóricamente concebida como idéntica a la valorización. La producción de plusvalor no define, a partir de ese punto, a una clase, al proletariado, sino al conjunto de la sociedad capitalista, como mundo capitalista “integrado” (en el sentido que usaba Debord al hablar de “espectáculo integrado”).

Tal manera de considerar las cosas se apoya en el hecho de que hoy es, en efecto, muy difícil, sino es que imposible, y, en todo caso, sumamente fastidioso, determinar, a partir de la actividad individual de un asalariado, en qué momento produce, o no, valor. Pero, buscar en la actividad de los proletarios individuales cuáles son los momentos en los cuales producen plusvalor y aquellos en los cuales simplemente reproducen sus condiciones de posibilidad, no nos ofrece más que poco interés, y no cambia nada a la relación social fundamental que es la explotación: es la explotación de una clase por otra la que produce plusvalor, y es, también, la explotación la que define como clases al sector de los explotadores y al de los explotados.

Posicionar la valorización como siendo idéntica a la reproducción en conjunto de la relación social capitalista hace desaparecer la contradicción como relación entre clases y como aquello que las constituye en tanto que clases. El descenso de la tasa de ganancia se vuelve un asunto meramente económico, nos encontramos, así, de lleno en la “crítica del valor”. Cuando el capital termina por no producir suficiente valor para poder reproducir al conjunto de la sociedad, entonces, en el mejor de los casos, es “el conjunto de la sociedad” el que se rebela. Con, en primera línea, las clases medias “proletarizadas”, que finalmente volverían a su ser mismo, en su esencia proletaria y, por tanto, inmediatamente, revolucionaria.

Tal extensión del proletariado al conjunto de los asalariados refleja el hecho de que el proletariado productivo no es concebido como un no-sujeto, privado de su identidad obrera y socialmente aislado en la producción. Sólo encuentra una especie de dignidad o de potencial revolucionario a partir del momento en que se vuelve supernumerario y, por tanto, cae fuera de la esfera productiva, recupera de tal modo su verdadera naturaleza revolucionaria o de rebelado (amotinado potencial), o no reencuentra una existencia social, no sale de su aislamiento productivo más que volviéndose “casi todo el mundo”, clase media “proletarizada”. Como si, fuera del programatismo y de la identidad de clase confirmada en el capital, es decir, fuera de su existencia política en tanto que clase, el proletariado perdiera toda su existencia específica.

La noción de clase media como máscara del proletariado (las clases medias son proletarios que no se saben proletarios, o la noción de clase media es una máscara ideológica sobre la realidad del proletariado) es, pues, el hecho de una teorización que se procura los sujetos que necesita para sus propios fines. Pero los que así resultan enmascarados son los problemas reales que fija la segmentación de la clase.

Siempre podemos establecer una unidad a priori de la clase sobre la base del hecho de que todos los proletarios, productivos o no, tienen que padecer la relación salarial, esto es, la explotación; pero no quita que tal unidad no tiene nada de unificadora; sólo existe, de forma inmediata, como la separación de todos los proletarios entre ellos, y nos encontramos sin cesar frente a situaciones particulares de cada segmento de clase. La situación común de los explotados no es otra cosa que su separación. La pregunta que tendríamos que plantearnos no es la de la unidad a priori, sino la de la reconducción, o no, de esta separación. Ya que esa es la pregunta que se hace en las luchas cuando éstas se tornan interclasistas: se trata de la tensión intrínseca a la unidad que no es sino el hecho de chocar contra la realidad de la separación. La “comunidad de situación” no es dada sino de manera abstracta o general al estar dentro del capital, sólo la vuelve una tensión real en las luchas.

Entonces, no se trata de decir: “el único proletariado que existe es el proletariado productivo”, ni de decir “todos somos explotados, todos proletarios”, sino de ubicar de qué manera existe tensión en la unidad, y de ubicar a través de qué conflictos particulares existe al interior de la clase. Para dar un ejemplo muy general, durante la ocupación o el bloqueo en un lugar de trabajo se encuentran, en el mismo sitio, a la vez, la gente que trabaja ahí e individuos que están ahí sólo por la lucha. La situación que se perfila es, pues, cada vez distinta, y depende del contenido de la lucha (reivindicativa o no, etc…) y de la actividad de los individuos participantes. El hecho de que el lugar de trabajo, incluso bloqueado u ocupado, conserva su función, sigue siendo el primer límite de ese tipo de situación. No obstante, romper la impermeabilidad social de un lugar de trabajo, el hecho de que asalariados se encuentren al margen del trabajo y mezclados con otros por otra cosa que no sea el trabajo, pone a cada uno de los participantes ante la evidencia de lo arbitrario de su rol social en el mundo capitalista. El lugar del trabajo está, entonces, atravesado por relaciones sociales diferentes de aquellas que le permiten existir en tanto que lugar de trabajo. Lo que puede aparecer, en tal caso, por poco que el conflicto tienda a hacerse general, es la separación, tanto de los instrumentos productivos como del resto de la sociedad, la separación de los individuos entre sí (la división de la sociedad en clases), como la separación de los individuos y de su propia actividad, esto es, la condición misma de la relación social capitalista. Tirar esta separación y realizar una unidad en la lucha es el único medio de ir en búsqueda de la lucha, pero reproducir esta separación es, a final de cuentas, la única manera de ser lo que somos socialmente. Es ahí donde se sitúa lo que podemos llamar tensión en la unidad, que no es, las más de las veces, más que esbozada, y no puede encontrar su efectividad sino en el proceso de comunización.

La unidad de la clase no se realiza de forma inmediata como una relación entre personas (no es suficiente con que “la gente hable” para que supere su pertenencia a determinada clase: ese es el mito asambleísta), sino en una actividad contra el capital, es decir, contra su propia existencia de clase, actividad en la cual los individuos no encuentran ya la posibilidad de definirse a través de los roles sociales capitalistas. Esto no puede sino aparecer durante conflictos de gran intensidad con tendencia a generalizarse al conjunto de la sociedad, y tienden siempre a apagarse a partir del momento en que la tensión del conflicto recae. La búsqueda y la extensión de esta dinámica es un momento de la comunización.

La búsqueda de una unidad de la clase basada en el ingreso, la asimilación del proletario al asalariado, hace perder de vista la especificidad de las así llamadas clases medias en el modo de producción capitalista, especificidad que sólo existe en función del trabajo productivo propiamente dicho, en razón de la contradicción que es la baja de la tasa de ganancia, en aquello que empuja al capital, en su desarrollo histórico, y sin dejar nada fuera de él, a devenir sociedad. Lo que es la causa es aquello que se juega en el desarrollo de la cooperación, primero entre los trabajadores y, luego, entre las distintas ramas de la producción capitalista, y la necesidad conjunta de la separación de sus actividades, de la división del trabajo, y, por tanto, del desarrollo de las esferas de la regulación, de la circulación, etc…, la segmentación siendo exigida por el proceso productivo de acuerdo a los fines de la valorización en curso de su desarrollo.

El capital separa a los trabajadores (por el salario, por la pérdida de control sobre lo que es producido y la manera en la que lo es, etc…) a medida que los junta en gran número en el proceso productivo, y es de esta manera que socializa el trabajo; el resultado de esta unión/división es la sociedad capitalista, en tanto que realmente está compuesta, de manera funcional, de segmentos de clases: las llamadas clases medias, que aparecen durante el curso de ese proceso, manifestando aquello en lo que el capital es sociedad capitalista, modo de producción vuelto sociedad. El trabajo capitalista no puede volverse fuerza de trabajo colectiva (el salario es individual), comunidad de trabajadores (socialismo), así como los trabajadores no pueden unirse sobre la base de lo que son en tanto que clase.

Las clases medias son generadas por el capital a lo largo del crecimiento de su composición orgánica, de su dominación real sobre el trabajo y, de este modo, constituyen la sociedad que es, realmente, el capital. (Esta sociedad, que tiene como origen y fin la valorización, se vuelve, ideológicamente, para las clases medias, el fin mismo del capital: el capital que ellas reproducen existiría para reproducirlas a ellas.) En eso no son comparables con las capas medias de los otros modos de producción o de la etapa capitalista correspondiente a la dominación formal, que existen en menor medida para el modo de producción al cual pertenecen. Lo que los otros modos de producción permiten subsistir al margen de ellos, tanto en términos de saber como en términos prácticos, de los oficios o de los modos de intercambio, no puede subsistir más dentro de la dominación real del capital sobre el trabajo. Toda la sociedad es sociedad del capital.

La existencia de las clases medias muestra que el capital no se contenta con reproducir al proletariado por medio de la relación de explotación, sino que, en la subsunción real, es el conjunto de la sociedad, en tanto que sociedad capitalista, que deviene su auto-presuposición. Las clases medias son portadoras de ideología y detentadoras de cierta legitimidad política, porque viven la relación capitalista en el fetichismo de la distribución, donde el valor de la fuerza de trabajo se vuelve el (justo) precio del trabajo. La distribución de los ingresos deviene, para ellas, repartición de las riquezas: es en ese punto que pueden ser un obstáculo contrarrevolucionario para el proletariado, uno de los límites de su propia existencia de clase, de la cual son constitutivas.  Lo que encuentra, entonces, el proletariado en el interclasismo, es decir, en la relación conflictual con las clases medias, es una de las formas ideológicas de su existencia en el capital: también para el proletariado el salario es el precio del trabajo. La ideología de la clase media es la objetivación de las relaciones sociales capitalistas, es el capitalismo concebido como contrato social, y no como relación social de explotación, y tal ideología no es en nada externa a lo que es el proletariado, es, por el contrario, constitutiva de la relación de clases tal y como existe realmente. En la crisis actual de la relación salarial, es también esta ideología la que entra en crisis, y es ese uno de los desafíos de las luchas interclasistas de hoy.

Si es necesario, en las luchas, criticar las posiciones ideológicas de las clases medias, eso no debe de hacernos olvidar que esta crítica no debe de ser hecha en nombre o en referencia a un sujeto proletario que no estuviera manchado de ideología, de un sujeto histórico puro. El interclasismo no es una línea de combate, y he ahí todo el problema.

Pero a final de cuentas, la relación salarial no puede tener el mismo contenido para un obrero que para un profesor, pues producir mercancías no es lo mismo que reproducir una relación social, o las condiciones de una relación social (aunque producir mercancías también implica eso). No obstante, el obrero y el profesor se encuentran en las luchas de modo contradictorio, afirmando la unidad y, al mismo tiempo, chocando contra su división. Y es también en ese aspecto que las divisiones de clases son tan reales como movedizas, y que el interclasismo reproduce las divisiones de clases en la tensión de su abolición. El interclasismo es, tanto ese conflicto, como esa tensión, un momento de la revolución como comunización.

La cuestión de las clases medias no radica en saber en qué son “medias” en términos de ingresos (ingreso medio que no es más que accidental y que entra sobre todo en la definición de lo que son ideológicamente, o para un sociólogo del trabajo), sino que debe ser además planteada a partir de lo que son efectivamente (funcionalmente) en el mundo del capital. Pero este cercamiento es problemático. Las clases medias, entendidas por su rol funcional dentro del capital, pueden ser quizás también, en efecto, los asalariados de los centros de llamadas telefónicas pagados con el salario mínimo. Eso no significa que esos asalariados no sean proletarios igualmente, es decir, no significa que no estén atrapados en la contradicción de clases que polariza el conjunto de la sociedad, pero eso no implica unidad alguna o “comunidad de situación” fuera de las situaciones de lucha. Las clases medias no poseen una naturaleza contra-revolucionaria o reformista, no más que el proletariado productivo no tiene en sí una naturaleza revolucionaria. Pero incluso si suponemos momentos de “abrogación” de lo social, tal abrogación no puede sino hacerse a partir de la situación inmediata (y contradictoria) de las clases tal y como son en el capital, de lo que ellas están específicamente orientadas a defender o a atacar, etc. Y es ahí donde se complica…

Porque no podemos, quizás, escapar de la tarea de tener que describir lo que es efectivamente la división en clases, tal y como se manifiesta a cada momento en las luchas, es decir, de indicar las especificidades según la esfera en la cual ella se sitúa: producción, reproducción (los profesores, los funcionarios, dicho con mayor generalidad, la función específica del Estado), circulación, dirección. Ninguna de esas divisiones podría ser indiferente en las luchas, pero ninguna podría ser, tampoco, suficiente, en el marco de una lucha interclasista. Pues se corre el riesgo de entrar en una lógica de clasificación sin interés para la perspectiva de la comunización si perdemos de vista que todos esos estratos y capas sociales que forman también las clases medias no están para nada fijados, sino que son llevados a disolverse en la contradicción que es la dinámica misma del capital, pues es contradicción entre clases, en la cual una de esas clases entra constantemente en contradicción con su propia existencia de clase: el proletariado.

Dicho esto, no quita que es únicamente en las luchas que conduce el proletariado con todo lo que éste es dentro y contra el capital, es decir, también, con (y contra) las clases medias, que puede emerger la posibilidad de una superación revolucionaria. Y que lo que estas luchas producen es, de igual modo, un revoltijo momentáneo de las separaciones de clases, en espera de producir su abolición.

 

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Sin límites.

El Club de Roma presentó hace 50 años su famoso estudio sobre el futuro de la economía mundial.

por Tomasz Konicz[1]

Probablemente no haya otro estudio tan ambivalente como Los límites del crecimiento, publicado por el Club de Roma en 1972. Traducido a 37 idiomas, con una tirada de más de 30 millones de ejemplares, el estudio, publicado en forma de libro, dio clara expresión a un sordo sentimiento masivo de pesadumbre, a un amplio malestar al final del boom fordista de la posguerra, y era sencillamente erróneo en muchos de sus supuestos y conclusiones.

El Informe para el Proyecto del Club de Roma sobre el Predicamento de la Humanidad, subtítulo oficial del bestseller, apoyaba el movimiento ecologista con su afirmación central sobre la finitud de los recursos, a la vez que transmitía la ideología reaccionaria del maltusianismo. El estudio incluso dejó su huella en la producción de la industria cultural de los años setenta. Durante este periodo se realizaron numerosas películas distópicas, como el clásico Soylent Green.

Estudios como Los límites del crecimiento surgen cuando las élites funcionales capitalistas -y este fue el caso del Club de Roma, fundado en 1968 por el capitalista italiano Aurelio Peccei- piensan críticamente más allá del horizonte temporal de los negocios. El estudio, desarrollado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con la ayuda de modelos cibernéticos asistidos por ordenador, fue cofinanciado por la Fundación Volkswagen con un millón de marcos alemanes, presentado al público en una serie de conferencias de alto nivel y rápidamente popularizado gracias a una hábil campaña publicitaria de clientes muy bien conectados. Expresa el incipiente malestar ecológico sin cuestionar el capitalismo, lo que también es evidente en las recomendaciones de actuación, a veces desconcertantes: según ellas, las múltiples «aspiraciones humanas» están conduciendo a la crisis de recursos y de superpoblación, crisis que ya no podría ser resuelta con «medidas puramente técnicas, económicas o jurídicas», haciendo necesarios «enfoques totalmente nuevos», que tendrían que apuntar a «estados de equilibrio en lugar de un mayor crecimiento».

Es probable que estas vagas formulaciones hayan favorecido el éxito mundial del libro: todo el mundo podía aceptar el libro, estar de acuerdo de manera abstracta con los lugares comunes sin sentirse incómodos u obligados a hacer nada. La burguesía liberal de la izquierda establecida, en particular, adora este bálsamo para el alma sin ataduras, como lo ilustran los titulares de «Die Zeit» («La tierra primero») o del » Standard» austriaco («La difícil búsqueda de un equilibrio») con motivo del 50 aniversario de Los límites del crecimiento.

El núcleo positivista del estudio está formado por escenarios futuros que se extienden hasta el siglo XXI, pronosticando el colapso de la sociedad por la sobreexplotación de los recursos finitos. Las conclusiones afirman que el continuo «aumento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales» conduciría a «que se alcancen los límites absolutos de crecimiento en la Tierra en el transcurso de los próximos cien años», lo que resultará en «un descenso bastante rápido e imparable de la población y la capacidad industrial». Los límites de la capacidad ecológica de la Tierra seguirían disminuyendo por la sobreexplotación de los recursos, y la población aumentaría por un efecto de inercia hasta que este desarrollo lleve hacia el «colapso».

En la introducción, los autores del estudio elogian sus entonces nuevos modelos de «naturaleza formal y matemática», que fueron alimentados con datos minuciosamente recogidos y luego extrapolados a las próximas décadas mediante el uso de computadoras cuya modesta potencia informática ahora es superada con creces por cualquier Smartwatch. Los componentes individuales de los modelos, como el desarrollo de la población, la tasa de natalidad, la producción industrial, el consumo de alimentos y recursos, ni siquiera se perciben como fenómenos sociales en sus contradicciones internas, sino que entran en el cálculo como factores cosificados, como meros valores de crecimiento numérico. El capital como dinámica destructiva desaparece en un mar positivista de números, hasta que el crecimiento económico aparece como mera consecuencia del crecimiento de la población.

El estudio Los límites del crecimiento fue, en efecto, pionero. En cierto modo, fue el precursor de los innumerables estudios de modelos asistidos por computadora, que desde entonces han sido producidos diariamente por la comunidad científica; y que en las últimas décadas han sido tan terriblemente vergonzosos en sus pronósticos sobre el cambio climático, ya que su dinámica interna, caracterizada por puntos de inflexión, ha sido criminalmente subestimada. Sin embargo, en términos ideológicos, también anticipó la ambivalencia del movimiento ecologista, que siempre tuvo un flanco abierto a lo reaccionario. Esto se pone de manifiesto cada vez que se responsabiliza al propio «ser humano» -en abstracto- por los costos ecológicos del funcionamiento del capitalismo tardío.

Además, desde la perspectiva actual, está claro que una suposición básica en el corazón de Los límites del crecimiento es simplemente incorrecta: no es sólo la finitud de los recursos naturales lo que constituye los límites ecológicos externos del movimiento de explotación del capital, sino también estabilidad climática global. El petróleo y el carbón se siguen extrayendo en masa a pesar de los crecientes costes de extracción, mientras que la crisis climática está llegando a su punto álgido y se están superando los puntos de inflexión globales del sistema climático. La conclusión correcta del Club de Roma, que hizo época, de que el crecimiento sin fin es imposible en un mundo finito, se basa en premisas falsas.

Por último, un examen detallado de la evolución de la población en las últimas décadas demuestra lo equivocado que estaba el Club de Roma al vincular el crecimiento económico con el demográfico. El mayor aumento del consumo de recursos en las últimas décadas no se produjo en los países de la periferia, que experimentaron el mayor crecimiento demográfico, sino en los centros occidentales del sistema mundial y en los países emergentes como China, que experimentaron una precaria modernización capitalista, con tasas de natalidad estancadas. La creciente quema de recursos no es, pues, una expresión del crecimiento de la población, sino del movimiento de explotación sin límites del capital, que en su dinámica de «sujeto automático» funciona, de hecho, como una máquina de quemar el mundo. Por cierto, el Club de Roma sigue adhiriéndose a la ideología de un maltusianismo industrial que vincula población y crecimiento económico. En 2016, el círculo de la élite propuso pagar a las mujeres sin hijos 80.000 dólares estadounidenses al cumplir 50 años.

La percepción ideológicamente distorsionada de los límites ecológicos del capital, que a pesar de todo sigue siendo el mérito histórico del estudio, se correspondió desde el principio con una crítica falsa, a veces reaccionaria. No sólo el economista y premio Nobel Paul A. Samuelson negó rotundamente la existencia de límites al crecimiento, ya que la capacidad de innovación técnica del capital y la regulación del mercado a través del mecanismo de los precios se oponían a la idea, entonces todavía inquietante, de un límite ecológico al crecimiento capitalista. Fue precisamente la referencia a la base ideológica del estudio, el maltusianismo, unida a la habitual crítica a las ideas supuestamente apocalípticas, lo que permitió a muchos medios de comunicación desestimar también la conclusión del informe. El «Spiegel», por ejemplo, calificó al estudio de «visión catastrófica desde el ordenador», y el «Economist», refiriéndose a Malthus, escribió sobre un «punto álgido de tonterías anticuadas».

La crítica de la izquierda al Club de Roma también quedó a menudo truncada; se centró sobre todo en las indicaciones de que el estudio ignoraba las consecuencias sociales de la crisis de recursos prevista y pasaba por alto las cuestiones de poder, así como de clase, en relación con la distribución global de los recursos. Sin embargo, no produjo una crítica fundamental de las contradicciones socioecológicas del proceso de valorización. Esta línea tradicional de pseudooposición de izquierda, a veces abiertamente reaccionaria, que rehúye una crítica categórica a la socialización capitalista, se extiende hasta el presente.

En lugar de cuestionar radicalmente la manía del crecimiento capitalista, se discute la cuestión social frente a la cuestión climática -cada vez más a menudo en solidaridad con la demagogia social de la Nueva Derecha- o se bloquea el debate pendiente sobre una transformación radical del sistema con debates distributivos socialdemócratas que carecen de sentido. El cuento de hadas del «capitalismo verde» se contrarresta con la obstinada adhesión al autodestructivo capitalismo fósil.

En nuestro «distópico» año 2022, la tienda online Soylent.com, que vende un concentrado alimenticio que supuestamente cubre todas las necesidades nutricionales del Geek estresado, demuestra cómo el capital sabe lidiar con las críticas truncadas. Green Soylent está disponible con sabor a chocolate y menta.

 

Traducido por Pablo Jiménez C.

[1] Se puede encontrar el texto original en alemán en el siguiente link: https://www.exit-online.org/link.php?tabelle=autoren&posnr=660 .

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