Sobre la violencia en una época de catástrofes

Se ha dicho en días recientes que las revoluciones no son ordenadas, que son violentas por definición, que la descolonización debe usar el terrorismo, etc., para justificar el asesinato indiscriminado y el secuestro de población civil —que, por lo demás, son métodos característicos de los escuadrones de la muerte del narcotráfico y de los Estados—. Hay personas y grupos que confunden esto con una defensa del Estado de Israel o con un moralismo sentimental propio de las lágrimas de cocodrilo de la prensa occidental.  Por el contrario, se trata de señalar que el ataque indiscriminado a la población civil es una reproducción de la forma capitalista de la violencia y que nada emancipatorio puede crecer sobre la base de un actuar que perpetúa la violencia sacrificial propia del orden mercantil.  Más aún, Hamás y sus afines yihadistas son un producto genuino del genocidio palestino perpetrado por el Estado de Israel, son elementos político-militares funcionales a su perpetuación: otros tantos sátrapas del capital en la región. Es por ello que Netanyahu —líder indiscutible de la fracción más abiertamente genocida de la burguesía israelí— apoyó en primera instancia la instauración de Hamás como autoridad política en Gaza. El genocidio en masa de los últimos días que extermina a miles de seres humanos —principalmente mujeres, niños y enfermos— por bombardeos, hambre o o falta de atención médica es la prueba más flagrante de la utilidad que ha rendido Hamás a la política regional del Estado de Israel. No sólo hay que reconocer el hecho de que es el capital neoimperial occidental el que crea sus propios terrores —Al-Qaeda debería haber bastado para afirmar esta sentencia como máxima histórica indiscutible—, sino que ese terror es funcional a la perpetuación del capital y su lógica de aniquilación.

La violencia de Hamás —movimiento financiado, apoyado y armado por la déspota burguesía teocrática y capitalista iraní que ha masacrado a comunistas, anarquistas, mujeres y población civil en general que se levantaron contra su régimen de terror— no es violencia para liberar al pueblo palestino, aunque digan que éste sea su propósito manifiesto —habría que preguntarse en qué consiste precisamente esa pretendida liberación—. Es la violencia de un escuadrón yihadista que responde como brazo armado a intereses geopolíticos precisos de un bando neoimperialista que se enfrenta al viejo-nuevo imperialismo occidental en el marco de la crisis sistémica de la civilización capitalista. Era claro que el ataque del 7 de octubre iba a suscitar una respuesta genocida exacerbada por parte del Estado de Israel, como también era claro que las principales víctimas vendrían de una población civil que hoy es hambreada y bombardeada con fósforo blanco hasta la muerte. ¿Quiere esto decir esto que la población en Gaza debería vegetar tranquilamente esperando su lenta eliminación y desplazamiento forzado en una Nakba [catástrofe] que se ha desplegado por décadas?  Por supuesto que no, quiere decir que la violencia que puede emancipar al pueblo palestino de un régimen cotidiano de Apartheid y terror tecnológico genocida es radicalmente opuesta a la violencia del yihadismo islámico. No obstante, esta no es una violencia ideal que se encuentre en la cabeza de los críticos sociales —mucho menos es un recurso a una moral ideal de lo que debería ser la lucha—, sino que es una potencialidad real que se han presentado en todas las Intifadas y que ha sido reprimida precisamente por la yihad islámica —de ahí el apoyo inicial de Netanyahu a Hamás—.

En este sentido, mi posición con respecto a la violencia en la lucha por nuestra liberación en la época contemporánea es bastante simple: la violencia emancipadora es aquella que critica en actos los fundamentos del entramado de socialización capitalista —o sea, que es una violencia dirigida hacia la abolición de relaciones sociales históricamente particulares que sostiene el edificio completo de la civilización capitalista—.  Esta cualidad particular de la violencia existe actualmente en el seno de la civilización capitalista como resultado de su propia naturaleza contradictoria, es un potencial real que se ha expresado en una serie de revueltas globales contemporáneas que, a través del despliegue de su praxis social contradictoria, anuncian los rasgos fundamentales del potencial de negación y subversión de las relaciones sociales capitalistas que se manifiesta en las luchas sociales del S. XXI.

Por eso la pregunta de si se afirma o no la violencia es una pregunta huera, planteada en el terreno de la cosificada lógica burguesa. Este es el terreno sobre el cual se mueven por lo general las diversas guerrillas nacionalistas, leninistas, yihadistas, etc., pero es también el terreno sobre el cual se mueve su opuesto complementario: el Estado capitalista y sus brazos armados. La verdadera pregunta es: ¿qué violencia?

A este respecto, la crítica en actos de la mercancía, de las formas sociales básicas del capital, es la verdadera pesadilla realizada de las clases dominantes, porque ante ella es inútil la violencia armada convencional. La revuelta de 2019 en Chile, por ejemplo, comenzó precisamente precisamente con la evasión del pago del pasaje del transporte público, fue esa crítica en actos la que permitió el estallido de la insurrección generalizada y contra ella el Estado fue inicialmente impotente. De hecho, el neoreaccionario Alexis López Tapia —quien hizo sonadas capacitaciones para el ejército de Chile y de Colombia— tituló su opúsculo De la evasión a la insurrección: crónica del octubre rojo, lo que evidencia que los sectores reaccionarios en ocasiones pueden detectar, aunque de manera necesariamente distorsionada e invertida, la dimensión y el potencial radicalmente insurreccional de un movimiento de masas con mayor claridad que la izquierda progresista.

Quienes se imaginan la emancipación social como el resultado de un enfrentamiento entre dos ejércitos están inmersos de lleno en el imaginario capitalista. Son leninistas y autoritarios de teoría y de praxis, incluso aunque lo ignoren o se imaginen ser exactamente lo opuesto, puesto que resuelven el problema de la emancipación social en el mismo terreno del conocido ¿Qué hacer? de Lenin: la inyección de la consciencia desde afuera, la creación de un aparato político y militar de carácter profesional, la organización de la insurrección armada con vistas a la toma del poder del Estado, etc.

Por el contrario, la revuelta chilena de 2019 —que no tuvo ninguna dirección centralizada— para sostener su momento radical no necesitó más que piedras, palos y bencina. De hecho, fue la estrategia de contrainsurgencia del Estado chileno la que organizó la contrarrevuelta como un enfrentamiento entre las masas y la policía en especios geográficos delimitados y específicos. El objetivo de esta operación estatal de contrainsurgencia fue evitar la ubicuidad inicial de la revuelta y suprimir su praxis radical inicial por medio de su recuperación en el enfrentamiento dentro del terreno del Estado, es decir, en el enfrentamiento entre las masas y la policía sobre la base de la violencia física. De esta manera, el movimiento de la revuelta perdió así la dimensión práctica radical que sostuvo la ruptura con el tiempo abstracto del capital —esa ruptura con el tiempo de la dominación en la que sentimos que estábamos haciendo historia—. Esto no quiere decir que haya que renunciar al enfrentamiento con la policía, sino que hay que enfrentarse a ella en el terreno en el único terreno en que podemos obtener una victoria realmente emancipadora: o sea, en el terreno del cuestionamiento práctico de los propios fundamentos de la sociedad capitalista. El negarse a pagar el Metro y tomarlo directamente en masa fue una praxis auténticamente subversiva, porque tenía el potencial —y los saqueos en masa lo demuestran— de evolucionar hacia una crítica de la mercancía como tal. En otras palabras, negándose a pagar el pasaje del transporte el movimiento por la evasión abrió una coyuntura histórica que permitía entrever la posibilidad material de dejar de pagar por vivir —posibilidad que, insisto, está dada por la propia naturaleza contradictoria de la sociedad capitalista y su dinámica intrínseca—.

Tomando esta perspectiva en consideración, cualquier análisis crítico sobre las tres Intifadas palestinas debería dar cuenta de que la Yihad islámica es la forma precisa de la represión de cualquier potencial emancipatorio en Oriente Próximo. Al-Qaeda, Estado Islámico, Hamás, entre otras organizaciones, han sido profundamente funcionales a la perpetuación del terrorismo occidental y el expolio de las poblaciones árabes —de hecho, estas organizaciones también explotan a la población que se encuentra bajo sus régimenes de terror económico-militar—. La praxis radical de las intifadas, como levantamientos generalizados de la población palestina contra el genocidio del que son objeto cotidianamente,  no necesitó más que piedras y molotovs para hacer temblar los cimientos de la ocupación terrorista del Estado de Israel y su política genocida. ¿No es esa misma población la que desde hace algunos años protesta contra Hamás encontrando como respuesta la represión? Pero quienes están inmersos en la desesperación que produce esta época y cegados por la violencia del capital no son capaces de establecer distinciones al respecto. En este sentido, son otras tantas personificaciones del dominio cotidiano del capital y no pueden pensar una cualidad diferente de violencia que rompa con ese régimen de aniquilación por la vía de la acumulación de riqueza abstracta, una violencia que permita romper con la dinámica del ojo por ojo que desde el siglo XX ha demostrado de manera flagrante arrastrar al mundo hacia el (auto)exterminio.

Empero, sólo un movimiento de solidaridad y protesta internacional puede detener el asedio y masacre de la población de Gaza, abriendo la posibilidad de una coyuntura histórica favorable al surgimiento de levantamientos generalizados en diferentes áreas del planeta-capital contra la guerra neoimperialista global y la crisis civilizatoria del capitalismo que arrastra la humanidad hacia la ruina y el (auto)exterminio. Palestina puede ser el Vietnam de nuestra época: una causa de solidaridad internacional que mueva a las personas que buscan la emancipación social de todo el mundo y que, de eso modo, arrastre a grandes masas hacia la revuelta contra el capital. Sin embargo, sólo una crítica social radical que busca su unidad con el movimiento real puede apuntar hacia la emancipación radical consciente, esto implica criticar sin ambages todas las potencialidades y derivas reaccionarias de las luchas sociales que se desarrollan en todo el mundo. Esa crítica teórico-práctica, momento de autoreflexión de la consciencia general de la sociedad, es la condición para superar las limitaciones e impasses que acechan a las luchas de todo el mundo en un momento en que el horizonte de la catástrofe social y ecológica es ya una realidad cotidiana para la mayoría de los seres humanos.

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